Historia de familia (i)
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Es posible conocer el universo por una muestra, una historia personal siempre tiene algo de universal, algo “nuestro”. En esta columna empieza una historia de familia que, al parecer, es también una alegoría de las muchas Guatemalas posibles.


Siempre me gustaron las historias de familia, esas narraciones extraordinarias que van buscan en el pasado las respuestas a los conflictos o dichas del presente, tal vez por eso en mis años de adolescencia me leí ávidamente a García Márquez y las novelas de Isabel Allende, con los años las lecturas fueron evolucionando y recientemente me conmuevo con novelas como Nada se opone a la noche de Dephine de Vigan o La invención de la soledad de Paul Auster.

Creo que es ese mismo gusto hace que me emocione singularmente al entrar a una casa llena de fotos familiares, aunque no conozca de nada a la familia me detengo e interrogo, voy preguntando sobre las personalidades, las historias de vida y las huellas genéticas físicas o de otra índole en las generaciones posteriores.

Por eso también voy soltando pedazos de mi propia historia familiar en los textos que escribo, esa historia llena de detalles casi inverosímiles para otras latitudes y perfectamente normales para nuestra gran tierra latinoamericana.

La historia de mi abuelo Miguel Ángel, mejor conocido en lontananza como “el gallo de Chipilapa” da para una novela, pero yo solo les voy a contar una parte. Además, no tengo todos los detalles, parte de lo que escriba fue escuchado a medias, en los momentos en que mi abuela o mis tías hablaban al respecto entre susurros y tratando de protegerse de niñas shutes como yo, su ahora flamante narradora.

Cuenta la historia de una pareja de terratenientes cafetaleros allá por la Morena Climatológica de Oriente, Jalapa. La hija mayor de ese matrimonio se enamoró de uno de los peones de la finca. Sobre ese amor prohibido no diré mucho porque ya ustedes se imaginarán las complejidades e intensidades que suponía. Todo eso, además, en un contexto de vida analógica donde toda la interacción humana era cara a cara.

La hija del cafetalero y el trabajador/peón de la finca decidieron pues oficializar su amor. El muchacho se armó de valor y fue a pedirle al patrón la mano de su primogénita. Al patrón, como era de esperar, le dio un shucaque. Le dijo al peón que su amada hija “nunca se casaría con un indio” y lo echó del lugar amenazándolo de muerte si se acercaba a sus tierras.

La primogénita del finquero, como era de esperar, se fugó con su amado, a vivir y cultivar otras tierras, lejos de la riqueza en que nació. Del amor de esa pareja de fugados nació mi abuelo Miguel Ángel.

Mientras la pareja de fugados se buscaba la vida lejos del pueblo, una peste azotó a la Morena Climatológica de Oriente. Mi tío Salvador, quien hizo la investigación del árbol genealógico familiar y me contó esta parte, identificó que la pareja de finqueros perdió a todos sus hijos e hijas, uno tras otro. Se dio a la tarea de revisar los otros registros de defunción del pueblo e identificó que gran parte de la población murió por las mismas fechas aquejados seguramente de la pandemia misteriosa de aquel tiempo.

La única hija que le quedaba viva al matrimonio de finqueros era la primogénita fugada con el peón. Así que el finquero partió a buscarlos. Encontró primero al peón, su ahora yerno, y por supuesto le reclamó. Cuentan que la reacción del peón, mi tatarabuelo, fue tan honorable que el finquero terminó por pedirle perdón y pedirle que volvieran a la finca, le contó entre llanto que toda su decendencia había muerto con la peste y que solo les quedaban ellos.

Es así como la pareja de fugados (mis bisabuelos), le entrega a su primogénito (mi abuelo) a la pareja de finqueros (mis tatarabuelos) para que lo críen como si fuera de ellos. Es así como mi abuelo Miguel Ángel crece en cuna acomodada y rodeado de mimos desmedidos. Cuenta la historia que cuando era bebé sus objetos de juego eran las muchas monedas de oro que la pareja de finqueros sacaba del colchón a asolear, para evitar el moho, cada cierto tiempo.

Cuentan que a ese hijo/nieto le dieron de todo y nunca le pusieron límites. Cuentan que se hizo adulto y se transformó en un tipo tremendamente atractivo e inteligente, pero también caprichoso, intolerante y dado a la vida alegre. Cuentan que era conocido como el gallo de Chipilapa y que se armaba revuelo cada vez que llegaba a una fiesta.

Cuentan muchas cosas que yo compartiré con ustedes poco a poco, porque tal como les he contado, este es solo el inicio de una historia que da para mucho.

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Evelyn Recinos Contreras es abogada penalista, se dedica a los derechos humanos, género y justicia penal. Escribe poesía para sobrevivir y documentos legales para vivir.


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