48 cantones de Totonicapán y Península Bethania: el manual de la política de la igualdad
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El paro nacional de octubre del 23 ha tocado puntos esenciales de nuestra organización social, entre ellos la inclusión de la clase media urbana capitalina en la convocatoria y liderazgo de las autoridades indígenas de distintos departamentos. Este replanteamiento incomoda a algunos sectores que defienden un sistema que ven amenazado.


La organización política comunitaria indígena es un punto de referencia importante para los guatemaltecos en estos momentos en los que se defiende el sistema democrático. Demetrio Cojtí veía esta relación cuando señalaba las diferencias identitarias entre ladinos e indígenas sobre la base de la organización política. Tesis comprobada en estos días cuando las autoridades ancestrales convocan a la defensa de la democracia. No obstante, tenemos que afinar más el oído al pensador kaqchikel, ya que de las diferencias en la organización política de estos pueblos depende la igualdad.

El análisis nos sirve no sólo para entender el liderazgo de las autoridades indígenas de los 48 cantones y de las autoridades indígenas ancestrales, sino de las posibilidades en las que el pueblo ladino/mestizo se organiza y se suma a la política indígena. Esto lo hemos constatado en las manifestaciones en el reciente paro nacional el 10 de octubre pasado. Colonias populosas de la capital de Guatemala como la Bethania, sectores aledaños a la calzada Aguilar Batres, calle José Martí y otros muchos lugares se han unido para defender el voto de todos los guatemaltecos realizado el 25 de junio y el 20 de agosto.


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La claridad de la protesta incluye no sólo la petición de las renuncias de la Fiscal general Consuelo Porras, de los fiscales Rafael Curruchiche y Cinthya Monterroso, así como del juez Fredy Orellana, sino que proyecta el futuro del país en la reflexión sobre las condiciones que tendrán que afrontar las nuevas generaciones en un sistema podrido por la corrupción.

El contraste lo encontramos en algunos habitantes de Ciudad Cayalá y carretera a El Salvador, que han violentado a las manifestaciones con muestras de prepotencia y desdén. Esto último se comprende como falta de solidaridad y empatía social con la protesta ciudadana. La adhesión a cierta “normalidad de vida” se plantea como el referente para oponerse a los piquetes. Luego, una serie de apologías de la violencia que hacen dudar si en realidad tendríamos que aplicar la vieja categoría de la clase social para comprender las adhesiones a este tipo de narrativas. Con esto último sospecho que el apego a la clase media alta, aspiracional o real, contribuye al temor de un cambio en la llamada “normalidad de la vida”.

José Carlos Mariátegui consideraba que las formas de capitalismo, algunas veces de precapitalismos, que se viven en América Latina, están basados en la servidumbre, incluyendo el trabajo precarizado. En realidad, le tendríamos que llamar “vida normal” al sistema sostenido en la servidumbre y la precarización.

Las protestas buscan no sólo defender la democracia del pacto de corruptos, sino que abrazan el sistema democrático. Sistema que les ha negado la posibilidad de un trato igualitario efectivo. La democracia que la misma constitución de mayo de 1985 intentó implementar, ha sido maniatada a tal punto que sirve solamente para mantener la “vida normal” de ciertas élites indiferentes al empobrecimiento a mansalva de los indígenas, así como de las clases medias y bajas en el campo y la ciudad.

Las imágenes grotescas y obscenas de un Ministerio público mafioso robando las cajas que contenían los votos de los guatemaltecos han sido la gota que colmó el vaso. Las protestas ciudadanas han llevado un proceso lento y tortuoso, que incluye la reflexión sobre el entorno y el margen de maniobra que le queda a la población sometida a límites sociales restringidos al “sálvense quien pueda”. Unos pocos tienen miedo de que la “vida normal” se termine, mientras otros se agrupan en las identidades políticas que han sido convocadas y despertadas por los admirables 48 cantones de Totonicapán y las autoridades indígenas ancestrales. Un proceso que nos ha igualado en el arte en las calles, en la alegría del baile que se opone a la difamación y al desdén de las clases medias aspiracionales y del presidente Giammattei, dispuesto a victimizarse y culpar a otros por el desastre que ha provocado antes que escuchar a la población. Pero no se agota ahí, las estrategias implementadas en el sector de la colonia Bethania muestran una clara organización social que puede debilitar al pacto de corruptos. Técnicas en las comunidades indígenas, así como organización citadina periférica suman en la defensa de la democracia.


Marlon Urizar Natareno, es investigador y docente del área de filosofía en la Universidad Rafael Landívar, autor del reciente libro Racismo Reinstalado


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