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LAS CALLES
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Las calles son el espacio donde sucede la Semana Santa en Guatemala. Este ensayo de Denise Phé-Funchal habla sobre la forma en que nos relacionamos en el espacio público durante esta época. El texto forma parte del libro Calle, memoria y tiempo editado por Maíz y Olivo ediciones, que busca generar una nueva narrativa sobre este período.


(Ensayo sentimentopersonal sobre semana santa, así, sin mayúsculas)

¿ Cuántas veces habremos escuchado la expresión “retomar las calles”? ¿Cuántas veces hemos aceptado, incluso utilizado esas mismas palabras para plantear y reivindicar el derecho a la libertad, a la seguridad de recorrer calles y avenidas sin pena, sin miedo, sin voltear a ver al que viene adelante o –peor aún– atrás, sospechando de su mirada, de su andar, poniendo en su rostro una intención maliciosa?
“Retomar las calles”, como si alguna vez, en un paraíso lejano, hubiéramos tenido esa libertad de que nuestros pies bailen, troten, corran, caminen a su ritmo por el empedrado, por el pavimento; y es precisamente por esa libertad –relativa, claro, porque también en medio de andas, cucuruchos e incienso hay peligros y acosos– que la semana santa, así, sin mayúsculas, es parte de las dinámicas urbanas –nunca he estado en el interior del país en esta época– que más amo, quizá porque no existe otra época similar porque el paseo por los sagrarios y la misa de gallo han sucumbido ante el miedo y la inseguridad.

Fotografía: Engler García para el libro Calle, memoria y tiempo.


Cuarenta días antes de la semana santa, inicia ese ret… ese tomar las calles, esa invasión popular del cemento y la piedra, esa ocupación de personas que, con costales de aserrín de colores, con palmas, flores y corozo se apartan de su día a día, de su cotidianidad abrumadora, de los líos de las oficinas, de los problemas con compañeros de colegio, con el marido y cualquier otro tipo de pesar –y, por qué no, de alegría– para dedicar un tiempo al arte, efímero, pero arte al fin, de las alfombras. Porque, seamos realistas, ¿cuántos tenemos el tiempo, el privilegio de dedicarnos a una actividad estética a lo largo de esta vida que pasamos encerrados en buses, autos, oficinas, edificios grises, casas, galeras, expedientes, computadoras? Las alfombras son quizá una de las pocas formas de arte que nos permitimos, que permitimos a los hijos porque sentimos que, aunque los pies que cargan al nazareno (también sin mayúsculas) destruyen en un tris tras lo que nos lleva horas de dedicación, riego y paciencia, ese arte tiene una función especifica: honrar, honrar al cordero de dios (sí, sin mayúsculas); y no puede haber, no hay una función, un objetivo más sublime en la vida que rendir tributo al creador (ajá, sin mayúsculas). Solo así, muchos se permiten el arte, considerado en tiempos no religiosos como pérdida de tiempo.

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Cuarenta días antes también inicia ese salir, ese vestirse para ir al encuentro del cordero que dio la vida por los pecadores, de ese ícono de la bondad, del desprendimiento material, de superación del ego al que –religiosos o seculares– aspiramos o, bueno, quisiéramos aspirar; o, peor aún, decimos que aspiramos porque es lo que se espera o porque qué hermoso sería ser como él, con el temple de expulsar demonios, de resistirlos, con la humildad de no sentirse superior a nadie, con la valentía de abrazar a los leprosos, de decirle a la gente que no tiene por qué juzgar a las prostitutas –a nadie–, pero que sí debe expulsar a los mercaderes de la casa de dios, que sí debe cuestionar estructuras absurdas, cuestionar a los avaros. Esa invasión de jueves, sábados, domingos de cuaresma, ese baño púrpura, blanco y negro que recorre las calles de día y de noche nos permite un poquito de libertad, de sentir que las calles son nuestras, que nuestra es la ciudad, que podemos andar por ahí de noche, amparados por el cristo y su doliente madre que van alzados en andas con sus ojos de lágrimas, con sus frentes y corazones de sangre limpiando, bendiciendo, recogiendo el sufrimiento de los que vivimos en las casas, en los edificios, en los parques, en las banquetas.

Fotografía: Engler García para el libro Calle, memoria y tiempo.


Las calles –a la espera y luego al paso de los cristos, de las vírgenes, de las maríamagdalenas y de los sanjuanes– se convierten por horas en lugares seguros, alegres, llenos de risas como no vuelven a ser el resto del año, como dejan de serlo en cuanto las procesiones han pasado, en cuanto solo queda el ruido lejano de la banda, el sonido de las escobas municipales que recogen todo vestigio de arte, el zumbido del motor del camión que espera para alimentarse con la basura bendecida por el paso de los cucuruchos y las cargadoras. Vuelven las calles a su habitual energía de peligro, de pasos rápidos para evitar al otro, de apurémonos, muchá, que ese no parece muy cristiano, y se dispersa la gente, apurando el paso para volver a atajar la procesión un poco más adelante, para tener de nuevo la bendición de ser visto por los ojos de vidrio del cristo o para llegar pronto a casa a quitarse el traje, a cambiarse la ropa que huele a incienso y volver, volver a ser los que se resguardan del mundo en la casa, los que se preocupan de nuevo por la oficina, por los jefes, por los amores rotos, por las penas de la tarjeta de crédito.
Y llega la semana santa, la semana en la que se combinan el incienso, el corozo, la música sacra de las bandas, el bacalao, el premiso de ser un poquito libres, de beber una cerveza o dos o tres de más entre semana. Un fiambre total de creencias y costumbres, de permisos y libertades en las que la tentación de la carne, de la playa, de la hermana cargadora con falda blanca y ajustada, del hermano vestido de negro que va a ver a otro hermano vestido de negro, se combinan con la idea del amor del que murió por los pecados, del que nos redime a su paso.



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