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La ciudad de las perpetuas espinas
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El turismo es uno de los principales ingresos económicos de Guatemala. Y el racismo uno de sus principales problemas. La lógica del paisaje invisiviliza la realidad de quienes habitan su territorio. Toca pensar críticamente la manera en que se promueve el turismo.


Guatemala es un lugar magnífico en riquezas naturales y patrimoniales, con un clima maravilloso casi la mayor parte del tiempo y legados precolombinos e hispánicos majestuosos, que convierten al turismo en una de sus principales fuentes de ingresos económicos.

Sin embargo, somos solo eso: paisaje. Espectacular, único, majestuoso, pero paisaje al fin. Es una fotografía, una postal, un lienzo; un volcán, una noche llena de estrellas, una artesanía, un templo maya… una ruina colonial.

No somos país y el paisaje, ese del que tanto podemos llegar a enorgullecernos, nos lo estamos acabando. Entre torres de transmisión eléctrica, proyectos mineros, centros comerciales, plantaciones de palma africana y caña de azúcar que le ganan terreno a los bosques en nombre de la sacrosanta propiedad privada; entre toneladas infinitas de basura que ensucian lagos y ríos propios y de los vecinos, y animales cazados por miedo, ignorancia o placer, estamos terminando de destruir eso único que nos queda.

Y si hablamos de patrimonio cultural, vamos por el mismo camino.

De alguna manera, el desprecio con el que hemos tratado a nuestros tesoros tangibles, lo trasladamos también hacia la mayoría de gente que habita este país, particularmente con quienes estructuralmente han quedado al margen de cualquier oportunidad de desarrollo social y económico: las y los indígenas.

La visión folklorista y despectiva hacia dicho sector, que representa a la enorme mayoría, se evidencia a partir de gestos y acciones cotidianas -que algunos suelen tachar de inocentes e insignificantes-, hasta en el diseño y ejecución de políticas públicas. Para las clases dominantes, no obstante, el indio sigue siendo fundamentalmente parte decorativa de ese paisaje y son útiles nada más para campañas turísticas o para producir material audiovisual cargado de colores y matices, invisibilizando a como dé lugar el mecapal y el canasto que, sobre sus cabezas, guarda una pesada carga de pobreza y desigualdad.

La otrora capital del reino, principal destino turístico del país, hizo gala de esa visión racista cuando la policía municipal desalojó de manera violenta y prepotente a los vendedores informales de la Calle del Arco, en su mayoría mujeres indígenas. “La Antigua Guatemala es Patrimonio Cultural de la Humanidad, no un mercado”, plasmaron tajantes en un comunicado las autoridades ediles, evidenciando su clasismo y profundo desprecio hacia los más pobres.

El alcalde y algunos de sus concejales no quieren que su noble ciudad luzca como un corriente y sucio mercado -que paradójicamente les encanta a los turistas-, pero parecen muy complacidos con la idea de que cada fin de semana se convierta en la cantina de la capital. Quieren un destino atractivo, pero no han hecho mayor cosa por contener los continuos asaltos a comercios, robos de vehículos y ultrajes a mujeres que se dan de forma frecuente y a cualquier hora del día.

Apuestan por un turismo de otro tipo pues los viajeros de poco presupuesto les parecen muy excéntricos, demasiado liberales y ajenos a sus características tradicionales, mas sus museos se caen a pedazos y hacen gala de un abandono permanente, sin que se vea que le demanden al Estado que cumpla su parte, o que tengan como municipalidad algún plan concreto para construir un destino que sea ícono de la cultura, en todo el sentido de la palabra.

Quieren respaldar el talento que surja solo de manos panzas verdes, porque a decir de su alcalde “las artesanías que se exhiben y comercializan en el municipio provienen de otras regiones y no necesariamente representan el sentir, razón y profundidad del antigüeño”. Pero apoya un festival gastronómico en cuyos menús apenas si se ofrecen platos tradicionales de la zona, y le abrió las puertas un año más a las grandes empresas de comida chatarra y bebidas gaseosas, para que vendieran libremente con sus carritos antes del paso de las procesiones durante la Semana Santa, esa que no fue. El jefe edil es mero chovinista, pero solo cuando le conviene a su bolsillo.

Peatonalizar sus calles empedradas y ubicar mesas en algunas de ellas es una buena idea; de hecho, es algo que existe en otras ciudades en América Latina con características similares a La Antigua Guatemala. Es más, tarde vamos en ese aspecto. Pero no se puede pensar únicamente en beneficiar a quienes cuentan con más oportunidades y tratar como basura a quienes también tienen necesidad, pero que por su condición social y racial les resultan incómodos y despreciables.

La Antigua y sus alrededores tienen muchísimo qué ofrecer. La mayoría de los pueblitos que la rodean cuentan con joyas arquitectónicas impresionantes pero olvidadas, además de poseer un patrimonio natural magnífico. Y, les guste o no, el trabajo, talento y creaciones de las mujeres y hombres indígenas son indispensables para el espíritu y la economía de la ciudad, sean o no de Sacatepéquez.

Los capitalinos, hastiados del caos permanente que significa vivir en la ciudad, buscan La Antigua como sitio de escape natural. Atraerlos es clave en este momento, mientras se reactiva el turismo internacional. Sin embargo, en tanto las políticas municipales de reactivación económica se tracen desde visiones miopes y elitistas, el descontento y las tensiones con quienes también necesitan vender sus productos van a seguir en aumento.

Peor aún: si no se actúa seriamente para recuperar la ciudad desde un punto de vista patrimonial, que no nos extrañe que llegue el momento en el que ese pomposo título se pierda como agua entre las manos.

El lago de Atitlán agoniza por la contaminación; la selva petenera se reduce cada vez más a causa de la expansión de monocultivos y el narcotráfico; el lago de Izabal se lo está devorando la mina de níquel, el Mirador Diéguez Olaverri se arruinó con las torres de Trecsa y La Antigua Guatemala tiene más espinas que perpetuas rosas.  

Si el objetivo es terminar de destruir el paisaje que genera tanto orgullo y patriotismo cervecero, entonces vamos por buen camino. No somos país y el paisaje, ese del que tanto podemos llegar a enorgullecernos, nos lo estamos acabando; a menos que reaccionemos y empecemos a valorarlo como deberíamos hacerlo: con su gente, que al final es el mayor tesoro de este país.

[Te puede interesar: Los impuestos que financian a nuestros enemigos, una columna de Fernando Barillas]


FERNANDO BARILLAS SANTA CRUZ

Periodista que ha aprendido a utilizar las letras como revolver y puente. Crítico de su país, aunque aún confía que el amor de pronto haga el milagro. Poeta clandestino, viajero cuando puede y soñador irremediable. Consultor en comunicación e integrante de Antigua Al Rescate.


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