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Un taxista de viernes, autoservicio
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La crónica también es un diálogo sencillo y profundo, con la realidad. Las palabras que nos llevan por la memoria a lugares que, en esta Mesoamérica, pueden ser verdaderos laberintos mágicos. En esta crónica, un taxista hace un extraño intercambio de roles con la clienta que nos cuenta cómo es ser taxista un viernes en Guatemala.


Era un viernes de esos que el cuerpo ya conoce. Cuando al salir no teníamos que regresarnos a las 3 cuadras por la mascarilla. Cuando podíamos tocar todo sin tener que echarnos alcohol o estar al pendiente de lavarnos las manos.

Qué shucos y felices éramos.

Ese viernes tenía que estar en punto de las seis de la tarde en el Centro Comercial Los Próceres. Para variar, mi Chevrolet Aveo 2004 me dio batalla. Tenía su maña, el desgraciado. Por alguna razón, yo tenía la creencia que con meter y sacar varias veces el clutch mientras trataba de arrancarlo, arrancaba mejor. No siempre, pues, pero sí. El caso es que ese era mi método, aunque los eruditos y mecánicos me dijeran que lo que yo le hacía al carro para que arrancara «sí, na’ que ver», y precisamente ese día, por más que le di al clutch, y maltraté al carro, y bajé santos, no arrancó.

Eran ya las 4:45 de la tarde, y es bien sabido que el tráfico para entrar y salir a «La Gran Ciudad del Sur», era infernal Para los incrédulos, o para los que simplemente lo ignoran, «La Gran Ciudad del Sur», viene siendo el municipio de Villa Nueva. Ese fue el nombre que tuvo a bien a ponerle Edwin Escobar, el último alcalde. De haber cumplido su promesa electoral de hacer un teleférico yo ese día hubiera podido volado por los aires para llegar a mi cita, y no pasar por lo que estoy a punto de contar.

Me había agarrado la tarde, y tenía dos opciones: montarme en una Blue Bird Cotrauvin, y llegar a las 9 de la noche, o tomar un taxi, con el que también corría el riesgo de llegar a las 9 de la noche, pero sin humo de camionetas, sin psicosis por asalto, y sin el ajetreo que conlleva transbordar en el CENMA. Uber apenas empezaba a darse a conocer en Guatemala, y que llegara hasta mi pueblo, entonces, era una utopía.

«Son babosadas, me voy a ir en taxi», pensé.

En el parque de Villa Nueva hay taxis estacionarios, y por lo mismo, dice la gente, son de fiar. Muchos de los taxistas son conocidos, y saben cuando uno va con la pena de conseguir un viaje. En cuanto lo perciben, rápido se acercan a usted y le ofrecen sus servicios, y pues ahí sí que al primero que  me lanzó la oferta, le pregunté:

−¿Cuánto me cobra por llevarme a las zona 10, allí al Centro Comercial Los Próceres?

−Mmmm, mire, seño, hoy como es viernes, y el tráfico está pesado, sí le cobro unos Q150. Es que ya volver a entrar al pueblo me va a costar, y usted sabe que la gasolina está cara, -me dijo, mientras se sobaba la nuca.

−Qué caro -reclamé- Pero la verdad es que me urge llegar a tiempo. Hágame el viaje, pues.

Enseguida me abrió la puerta de atrás. El vehículo era un Toyota Corolla color verde, tal vez modelo 98 o 99. «¡Esos carros salen buenos!», decía mi abuelito siempre.

Me subí e instantáneamente sentí el olor del pinito en el retrovisor, que ya estaba dando sus últimas patadas con su esencia a new car.

−¡Qué calor, va seño?

−Ah la, sí, usted.

−Es que Villa Nueva se ha puesto más calurosa últimamente. Antes no era así, me recuerdo yo. Se siente uno en la costa todo el tiempo. Eso es por el calentador global que le dicen, por eso qué calorazo hay siempre. Y este mi aire acondicionado que no funciona, mire que a cada rato le echo gas y saber qué pasa que siempre se arruina. Si quiere baje un poquito su ventana, seño, para que se refresque.

Así lo hice. Continuaba la plática con el señor taxista. Me iba contando que esa semana había tenido bastante trabajo, y que también habían logrado juntar entre todos los pilotos la extorsión de la quincena, y que todo iba bien.

−Mire, con que nos dejen trabajar, es todo. Ya con lo demás, Diosito proveerá, dice la palabra-decía mientras señalaba el crucifijo que rezaba «DIOS ME GUÍA» en la parte de arriba, y «RECUERDO DE ESQUIPULAS» en la parte de abajo, y que colgaba también en el retrovisor junto con el pinito de olor que ya no daba una.

Comenzamos la famosa cuesta de Villalobos con un poco de tráfico. El taxista, aunque platicador, aún mostraba cierta rareza. Misma a la que no presté tanta atención, porque a mí lo que me urgía, era llegar.

Llegando a media cuesta, me lanzó una interrogante, ya sin rodeos:

−Seño, una pregunta, y dispense que la moleste. ¿Usted sabe manejar carro mecánico?

Me extrañé completamente, pero aún así le contesté que sí, y al mismo tiempo un por qué.

−Es que fíjese, seño, que en la cuadra donde vivo, se murió una mi vecina. Pobre, viera. Los hijos le dieron muchos enojos, pero la que la terminó de matar, fue la nuera. Dicen que la vio platicando con el del agua Salvavidas, así como muy cariñosamente, fíjese, y la pobre Doña Carmen, que de Dios goce, dice que no aguantó y le empezó a alegar. Pero se alteró tanto que cayó en cruz, y ya nada se pudo hacer por ella. Anoche la velamos. La verdad no pegué los ojos en toda la noche, por eso le pregunto si usted puede manejar, así nos evitamos un accidente.

−Cómo no me dijo antes. Oríllese a la orilla, pues, yo manejo.

−¡Vaya, seño!

Me bajé y tomé el lugar del piloto. Enfrente me quedó el crucifijo y el pinito, y a eso agreguémosle el cobertor del tablero de peluche, y un chuchito de esos que menean la cabeza con el movimiento. El señor se sentó a la par. −¡Dele, seño, dele, aquí se va! me dijo, asegurándose de que yo tuviera la via.

Fue en ese preciso instante, que le sentí el alientazo a chico. Era de esas gomas criminales en las que uno, siendo un simple mortal, se cuestiona hasta la existencia. Es irónica la empatía que sentí, porque cuando uno experimenta en carne propia esas crudas, el único deseo ferviente que uno tiene, es estar echado sufriendo la cruz.

−Este todavía está bolo -pensé para mis adentros.

Ya en camino, el señor taxista se relajó, e incluso vio pasar a dos de sus compañeros de la misma flota de Villa Nueva, a quienes saludó cual Reina Isabel cuando hace apariciones en público y se dirige a sus súbditos.

Agradecí que el tráfico no estuvo tan mal, y en cuestión de 30 minutos estaba llegando a mi destino.

Nos bajamos del carro.

−Mire don, en otra ocasión que alguna su vecina se muera de una mala cólera, y usted tenga que ir al velorio y se pase de copas, contráteme, y yo le manejo.

−¡Ahhhh, ja ja ja, me agrada la idea, seño! Yo la verdad no me enojaría, fíjese, siempre he querido ser jefe -se rió.

−See, me imagino. Hágame una rebaja, pues, porque yo me autotraje.

−Sí, seño, que sean Q125, entonces, para que le quede para una su agüita.

Arrancó y se fue. Yo por fortuna, llegué a tiempo. Sana y salva. Y por lo que pude comprobar al siguiente día, cuando me tocó ir al banco que queda frente al espacio de los taxistas, él también. Por lo menos ya tenía mejor cara.

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Cristha Arévalo, educadora guatemalteca radicada en la Ciudad de México. Lectora permanente y escritora de ocasión.


Las opiniones emitidas en este espacio son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan los criterios editoriales de Agencia Ocote. Las colaboraciones son a pedido del medio sin que su publicación implique una relación laboral con nosotros.

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