Caso Mujeres Achí
El abrazo de Margarita
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Margarita esperó 40 años para que se hiciera justicia. El 24 de enero de 2022, cuatro décadas después de haber sido abusada por expatrulleros de defensa civil, un fallo los condenó por deberes contra la humanidad en su modalidad de violencia sexual. Esta es la crónica del abrazo que dio después del fallo.


Margarita frota sus manos morenas, arrugadas, mientras espera que la jueza la llame. Margarita tiene 58 años y sabe esperar. Lo ha hecho por más de cuatro décadas.

Ha esperado a un esposo que no regresó, desde que patrulleros civiles se lo llevaron de su casa en Xococ, Rabinal. Ha esperado también a un hijo que jamás nació. Uno que murió el día que la violaron. Cuarenta años después, en la sala de un tribunal, espera para que se haga justicia por él, por ella, por sus hermanas y por mujeres achies que, sabe, comparten su dolor.

Cuando la jueza Yassmin Barrios dice su nombre, Margarita Alvarado se levanta, recoge con las dos manos el velo blanco que descansa en su cuello y se lo pone en la cabeza, encima de un gorro azul que cubre un pelo negro, liso. Tiene los ojos pequeños, oscuros. Camina con esfuerzo en medio de un grupo de periodistas que apuntan sus cámaras hacia ella. Se sienta en el estrado, frente al tribunal y los acusados.

De los tres jueces la separan dos pantallas de plástico que se han vuelto parte de la normalidad en las audiencias durante la pandemia. De los hombres que abusaron de ella la separa la distancia de la virtualidad.

Al fondo de la sala, detrás de los miembros del tribunal, cuelga una pantalla que transmite en tiempo real la imagen de los cinco expatrulleros desde la cárcel militar Mariscal Zavala. Desde allá, alejados de la sala de audiencias por protocolos de bioseguridad, también esperan la sentencia.

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Es la última vez que a Margarita le tocará hablar frente al tribunal en este juicio. Decidió hacerlo porque quería, porque le parecía necesario, porque tenía coraje.

Esto se lo dijo antes de esta audiencia a una de las mujeres que ha estado a su lado durante el proceso penal. Andrea González Coj, una mujer achi de 43 años, promotora de atención psicosocial, la ha acompañado desde hace seis años en el proceso psicológico que el equipo de Estudios Comunitarios de Rabinal les ha brindado a las mujeres desde que decidieron denunciar.

Es a Andrea a quien Margarita le marcaba desde su celular para contarle cómo se sentía; a la que quería ver porque era, según decía, “con la que más podía platicar”. Porque también es de Rabinal. Porque también es achi. Es a Andrea a quien, en confianza, le contó lo que recordaba de los abusos.

Esta mañana, Andrea espera fuera de la Corte Suprema de Justicia a que termine el debate.

La jueza le pregunta a Margarita cuál es su petición. Su intervención comienza y termina con la misma oración: “Buscar justicia”.

Para ella, la justicia también significa que le entreguen los restos de su esposo. Margarita sube su mirada hacia la pantalla donde están los acusados y se acerca al micrófono frente a ella. :”Yo sé que ellos me están escuchando. Yo lo que pido es que entreguen a mi esposo. ¿En dónde lo fueron a dejar?  Que me entreguen los restos. Yo esperaba a mi esposo y ya no llegó. Me dijeron que ellos fueron a matar a mi esposo en la cumbre. Ya no llegó a la casa”. Su voz se empieza a entrecortar cuando hace recuento del tiempo que pasó. “Todavía me duele y hace cuánto señor juez”.

Margarita llora mientras regresa a su lugar en una de las sillas del fondo del tribunal, donde la esperan de nuevo las cámaras. No puede contenerse más. Extiende los brazos hacia arriba y comienza a temblar. Se le debe hacer difícil respirar porque su pecho se contrae y suelta unos gemidos que son opacados por el ruido de las cámaras y por la voz  de la jueza que anuncia que el tribunal se retirará a deliberar. 

Margarita en la sala de audiencias, después de hablar frente al tribunal. Fotografía: Sandra Sebastián.

Dos mujeres que forman parte del equipo de abogadas y trabajadoras se acercan a ella. Agitan unas libretas como si fueran abanicos e intentan darle aire. Le secan las lágrimas con sus dedos.

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El tribunal se retira a deliberar.  Seis horas después, en la tarde del 24 de enero del 2022, regresaría para dictar sentencia. Encontraría culpables a los cinco acusados por el delito de deberes contra la humanidad en su modalidad de violencia sexual. 

Treinta años de prisión para los hermanos Benvenuto y Bernardo Ruíz Aquino y para Damián, Gabriel y Francisco Cuxum Alvarado, todos miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil.

Los últimos tres son a quienes Margarita recuerda. En 1981, cuando ella tenía 18 años, se llevaron a su esposo Silverio para interrogarlo. Días después llegaron a su casa, le apretaron el vientre en donde crecía su hijo, la obligaron a desvestirse y la violaron. Después la forzaron a hacerles comida.

“Consideramos que esto no debe ocurrir nunca más”. Con estas palabras, Gervi Sical, el vocal del tribunal, terminaría de leer la sentencia.

***

Atardece. Un altar maya, veladoras, pino, flores. Mujeres achies sostenidas de las manos en un círculo.

“¡Que vivan las mujeres achies!” grita una mujer en un micrófono afuera del Organismo Judicial. En el suelo, pintas con frases de algunos de los testimonios de las mujeres. “Mi corazón es achi”, “Gracias por su valentía”.

Un cartel en la plaza de los Derechos Humanos, frente al edificio de la Corte Suprema de Justicia. Fotografía: Sandra Sebastián.

Decenas de personas vitorean en las afueras del Palacio de Justicia a las mujeres que, por cuarenta años, esperaron un fallo.

El Tata, sacerdote maya, comienza una oración. Le da gracias a la tierra y a los dioses por haber hecho justicia. Margarita está ahí.

Mientras el Tata continúa, ella levanta las manos, sin soltar las de sus dos hermanas, Inocenta y Marcela. Ellas también testificaron en contra de los expatrulleros durante el juicio. También son sobrevivientes de violencia sexual, de esclavitud doméstica. También han aprendido a esperar.

Margarita susurra en achi mientras sus ojos, cerrados, apuntan al cielo. Frunce el ceño y salen unas lágrimas.

Gritos, consignas, aplausos y alguien que decide poner en la bocina una canción en marimba. Termina la ceremonia. El círculo se rompe y las manos de las mujeres se separan. Margarita se abraza a sus hermanas.

Inocenta recoge del altar unas flores blancas y se las da a Margarita. No dicen mucho, sus brazos rodean sus cuerpos por la espalda y, de nuevo, parece que le cuesta respirar. A su alrededor, las mujeres que han sido parte del caso celebran, lloran, se abrazan.

Mujeres achies se abrazan después del fallo del tribunal. Fotografía: Sandra Sebastián.

A unos diez metros de Margarita, Andrea  comienza a caminar. Lleva un huipil amarillo y en su espalda una mochila rosada. Camina rápido, se topa con compañeras y con otras mujeres. Luego llega hasta Margarita. No se dicen nada y Andrea solo abre los brazos.

Margarita la aprieta, sus ojos vuelven a hacerse más pequeños. Y Andrea hace algo que no se había permitido hacer hasta entonces. Llora.

En varios momentos durante el juicio quiso hacerlo. Sentía que tenía algo “quebrado” en la garganta. Cada vez que escuchaba un testimonio, lo percibía como su historia, la historia de su pueblo. Entonces, se decía a sí misma que no. Que no podía llorar. Recordaba que era ella la que debía secar las lágrimas.

El abrazo entre Margarita y Andrea. Fotografía: Melisa Rabanales

Ahora, sus brazos rodean a Margarita. Las cámaras se acercan. Margarita le agradece al oído y le pide que no la deje sola. Andrea, por fin, llora. Lloran juntas.

“Y ese quebranto que sentía se fue”.

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Fotografía de portada: Oliver de Ros/ No Ficción

Nota de edición: El 29 de enero de 2022 a las 16:00 horas se hizo una revisión y cambios en el texto para evitar imprecisiones.

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