La búsqueda de la verdad sobre los migrantes desaparecidos
M. Turati: «La lucha de familias centroamericanas nos enseña lo que está pasando»
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«La memoria no debería preguntar qué pasó, sino cómo fue posible». Esta frase del semiólogo Héctor Schmucler está en las primeras páginas del libro ‘San Fernando: Última parada’, escrito por la periodista Marcela Turati. La obra surge a partir del hallazgo de 193 cuerpos enterrados en fosas clandestinas, la mayoría migrantes a quienes sus familiares esperaban volver a ver. El hecho ocurrió en Tamaulipas, México, y también afectó a familias de Centroamérica. Durante 12 años, la periodista entrevistó a víctimas, familiares, testigos y funcionarios para construir un relato coral de las masacres. En esta entrevista, Turati cuenta sobre el libro, sobre esos 12 años y la relación que este tema tiene con Guatemala.


A finales de 2006, el presidente mexicano Felipe Calderón declaró la conocida como «guerra contra el narco», una estrategia que consistió en militarizar al país. Lejos de lograr su objetivo, esta guerra, sin un rumbo claro, desencadenó una ola de asesinatos sin precedentes

Antes, no era común encontrar fosas clandestinas de restos humanos. Ahora, desde que se intensificó la guerra contra la delincuencia organizada, se han descubierto más de 5,600 fosas clandestinas

México registra hoy 112 mil personas desaparecidas. Hay, en promedio una persona desaparecida por hora, cientos de miles de asesinatos y desplazamientos forzados internos como consecuencia del narcotráfico y la lucha contra este. 

Marcela Turati es del estado de Chihuahua. Ahí está Ciudad Juárez, una de las zonas de México con mayores cifras de feminicidios. Fue además una de las primeras ciudades que se militarizó durante el Gobierno de Calderón. Entonces, se disparó la violencia. En 2009 recibió el título de la ciudad más violenta del mundo. 

En 2008, Turati comenzó a cubrir la desaparición de personas. En ese momento los medios de comunicación de México llegaron a crear una herramienta, que llamaron «ejecutómetro» para medir los asesinatos llevados a cabo por el crimen organizado. Pero entonces, no se hablaba tanto de las personas desaparecidas. 

La periodista empezó a recibir llamadas de organizaciones para presentarle a madres que estaban buscando a sus hijos desaparecidos. Desde entonces se ha dedicado a contar la historia de los desaparecidos y sus familias.

Primero lo hizo en la revista Proceso, donde cada semana publicaba temas sobre las víctimas de la violencia. En 2010 escribió el libro Fuego cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco, donde empezó a contar las masacres de migrantes, asesinatos extrajudiciales y las desapariciones ligadas al crimen organizado.

Con el paso de los años, Turati no sólo se ha especializado en la cobertura de estos temas. También se ha dedicado a enseñar y apoyar a otros periodistas para mejorar sus investigaciones. En mayo de 2010, fundó con otros colegas Periodistas de a pie, una red desde la que dan capacitaciones sobre cómo cubrir la violencia, defender la libertad de expresión y contribuir a un trabajo militante por los asesinatos de periodistas, que también aumentaron a partir de la guerra contra al narcotráfico 

Además, en 2016 creó Quinto elemento lab, una organización sin fines de lucro que hace investigaciones y  acompaña  a periodistas a investigar. También dan capacitaciones para editores y apoyan con bases de datos, seguridad, edición y difusión a otros periodistas. También es parte del espacio Más de 72, un sitio de investigación periodística sobre las masacres de migrantes en México.   

En agosto de 2010, en San Fernando, en el estado de Tamaulipas, ocurrió lo que después se bautizaría como «la primera masacre de San Fernando». A unos 140 kilómetros de la frontera con Estados Unidos, 72 personas ―58 hombres y 14 mujeres―, migrantes, la mayoría de Centroamérica, fueron asesinados por la espalda. Sus cuerpos fueron abandonados. 

Un año después, en ese mismo municipio, se descubrieron unas fosas clandestinas. Tenían 193 cadáveres. Turati cubrió ambos sucesos. 

Fue entonces, en abril de 2011, cuando Turati comenzó a escribir un libro que publicó este año; San Fernando: Última Parada. Ahí, la periodista cuenta cómo, cuando viajó al municipio a conocer las fosas comunes, el alma se le desprendió.

Doce años después, Turati llegó a Guatemala para presentar su libro. También viajó a Cajolá, un municipio  de Quetzaltenango que está a unos 215 kilómetros de la capital del país. Ahí, entregó dos ejemplares y se reencontró con los familiares de Marvin y Miguel Chávez Velásquez y de Oswaldo Mencho López, tres de los migrantes encontrados en las fosas halladas en 2011.

Marcela Turati en Cajolá, en octubre de 2023. Fotografía: María José Longo.

 

San Fernando: Última parada es un libro que trata sobre los migrantes desaparecidos, pero también sobre el narcotráfico y la violencia. Cuenta un hecho ocurrido en México, que atraviesa Centroamérica. ¿Cómo está organizado todo esto en un libro?

En la primera parte, el libro habla de cómo Los Zetas llegan y toman ese territorio y casi tienen a todo el pueblo secuestrado. Nadie podía decir nada.

Era impresionante porque la gente veía todos los días a las siete de la mañana que llegaban los camiones y Los Zetas con policías municipales los estaban esperando, bajaban a todos los migrantes centroamericanos de todos los autobuses que venían de Michoacán, con gente de Michoacán, de Guanajuato y de Querétaro. 

Les dijeron que el Cártel del Golfo estaba reclutando a migrantes y gente de las familias de Michoacán. Entonces todos los que tuvieran cualquier identificación o rasgos físicos de hombres jóvenes en edad de reclutar los bajaban y los mataban o los reclutaban a la fuerza. Hay muchos que siguen desaparecidos, puede que estén obligados a trabajar o que hayan estado obligados a trabajar. 

La segunda parte es cuando el gobierno encuentra las fosas y lo que hace es desaparecer los cuerpos. Para ocultar la violencia desaparece a los desaparecidos, vuelve a ocultar los cuerpos no identificados.

Esta lucha de familias centroamericanas nos enseña lo que está pasando. Hay gente muy pobre, gente que no habla el idioma, pero que nos enseña lo que es la dignidad, lo que es la lucha por la verdad. Todo el tiempo preguntan, quieren saber qué pasó. Nos enseñan sobre la justicia, quién lo hizo, qué está pasando y quién está en la cárcel. 

Todas estas familias, las centroamericanas, siguen sin ningún tipo de reparación. El Gobierno de México sólo les pagó el traslado de su familiar y su funeral. Les dijeron que ese era el pago, pero para estas familias era el joven proveedor, muchos de ellos con hijos. 

Una parte del libro habla sobre las familias en Cajolá, donde algunos murieron de tristeza. La incertidumbre mata, no saber si vive o si no, todos los días preguntarte si tu hijo está vivo, si está muerto, si lo tienen en la cárcel, si lo están torturando. Cada día que pasa para la familia de una persona desaparecida es una tortura hasta que no encuentran el cuerpo o no saben qué pasó.  

Pero también están las redes de solidaridad, de mujeres antropólogas forenses, defensoras de derechos humanos, madres buscadoras, redes que trabajan para tratar de sacar y rescatar de esas fosas a los migrantes desaparecidos y regresarlos a sus lugares de origen y explicar qué pasó para que la gente pueda seguir su vida. 

A Guatemala y México los une una tragedia muy dura que es esto: la desaparición de personas, muchas de ellas migrantes. ¿Cómo llegaste a estas familias de Guatemala? Algunas están hasta Cajolá…

En 2010, cuando supimos de la masacre de los 72 migrantes, vimos que la mayoría eran guatemaltecos. Recuerdo que muchos periodistas nos sentíamos muy avergonzados por nuestro país y porque pasara esto. 

En abril de 2011 en la revista Proceso, donde yo trabajaba, nos llegó la noticia de que se acababa de encontrar una fosa clandestina. Bueno, eran 47 fosas y estaban sacando cientos de cadáveres. 

El Gobierno negó que hubiera centroamericanos porque no quería otra vez ese escrutinio internacional, pero empezamos a ver que eran pasajeros de autobuses y cuando empiezan a sacar los cadáveres, algunos tenían quetzales, tenían sus documentos. Obviamente muchos de ellos eran migrantes y habían pasado por Guatemala o eran guatemaltecos. 

Yo siempre aprovechaba si alguien me invitaba a un congreso o algo en Guatemala, El Salvador o en Honduras. Yo sabía que ahí estaban las víctimas para tratar de entrevistarlas. 

Había hermanos que habían viajado juntos. Por ejemplo, uno de los casos de Cajolá, Marvin y Miguelito, son hermanos. Viajaban con Oswaldo, uno de sus primos. Cuando visité a las familias, estaban super desolados. A Marvin y Miguelito los incineran y se los dan, la familia no entiende y luego les pierden como tres años a Oswaldo y les dicen que no está. Gracias al equipo argentino lo encuentran. 

En 2013, el Gobierno de México aceptó que la Fundación de Antropología Forense de Argentina revisara el trabajo forense. En ese momento muchos familiares seguían sin una respuesta y cuerpos sin ser identificados. En algunos casos, a pesar de que tenían documentos de identificación. Había personas que llevaban mucho tiempo diciendo que sus familiares estaban desaparecidos. La fundación también descubrió errores que se habían cometido, como la entrega de cuerpos que no eran los que correspondían, y piezas perdidas en traslados, como un cráneo.

Entre la incertidumbre de la familia y lo triste de recibir a su familiar en cenizas, una de las partes del libro es sobre la importancia que tiene en Guatemala entregar los cuerpos y más si son comunidades indígenas, por la cultura.  

Don Baudilio, papá de un migrante de Santa Rosa, en Guatemala, supo en el  2011 sobre la masacre, pero pensó que su hijo no estaba entre las víctimas. Hasta el 2016, cuando ya había pasado mucho tiempo sin que su hijos lo llamara, entonces tomó el recorte de periódico que había guardado sobre la masacre de 2011 y salió a buscarlo.  

No sabía qué era un consulado. Él pensaba ir a Tamaulipas a trabajar y preguntar por su hijo, pensaba que estaba en la cárcel o algo así. El equipo argentino lo ayudó, le entregaron a su hijo. 

Familiares de los jóvenes migrantes de Cajolá. Fotografía: María José Longo.

¿Cómo fue tu primer viaje a Cajolá para encontrarte con la familia de los migrantes?

Soy bien coleccionista de historias, de todos los recortes de periódicos y las fotos. Tenía aquí (se señala la frente con el dedo índice de la mano derecha) la foto de la familia de Miguel y Marvin, de una agencia de noticias. 

La foto era de cuando les dan la cajita de sus hijos. Eran dos, el dolor absoluto y la bandera de Guatemala. Me partió el corazón.

Recuerdo que viajé sola, llegué ahí y estuve preguntando, tenía la foto. Siempre busco en los periódicos, pues ahí está la lista de nombres, entonces llegué, pregunté por la familia, me dijeron quiénes eran y me recibieron. 

Fue difícil porque no me entendían, estaban muchas mujeres y niñas, estaba Antonio, que hablaba un poco español. Me llevaron a la tumba. Decían: «¿Y Oswaldo dónde está? No nos lo entregan». Pero tenían a dos y todo el dolor de que están incinerados. 

El libro es un relato coral. Lo que trato es que la gente escuche de viva voz, sin mi intermediación. Que escuche monólogos de la gente contando lo que le pasó y lo que les hicieron, eso es mucho más doloroso a que yo lo cuente. 

Ahí los vi por primera vez, y luego en 2019 supe sobre un encuentro que organizó la Fundación para la Justicia y organizaciones de colectivos de madres buscadoras en seminario de los maristas en Guatemala, fui y volví a ver a la familia de Cajolá. 

***

[En 2011, la abogada Ana Lorena Delgadillo creó la Fundación para la Justicia, con el propósito de apoyar a las familias de desaparecidos en su búsqueda por la justicia. 

La fundación, junto a otras organizaciones y grupos de madres organizadas, se dieron cuenta de que iban a cremar los restos de las personas encontradas en las fosas en San Fernando. A pesar de las acciones legales que presentaron, el Gobierno de México cremó a diez: ocho guatemaltecos y dos mexicanos. Mientras los familiares trataban de entender lo que había sucedido, los hicieron firmar que habían estado de acuerdo con la cremación].  

***

Conocí a don Baudilio, que me contó la historia. Se sabe de memoria el expediente de lo que le pasó a su hijo. Los vi pidiendo justicia y prometiendo no morir hasta no encontrar justicia. Nadie tenía permiso de morirse. 

Cuando vino la Fundación para la Justicia y el equipo argentino, Guatemala fue lo más difícil, más que Honduras o más que El Salvador. Era mucha gente, muchas comunidades indígenas. El tema de traducción, del traslado, la incineración y la pobreza. 

El Salvador y Honduras son historias super diferentes, pero aquí además de la barrera del lenguaje llegaban de cantones lejísimos, había tantas personas desaparecidas guatemaltecas y lo terrible es que se han repetido. Está la Masacre de Camargo, que acaban de ser declarados culpables un grupo de policías mexicanos estatales que mataron a migrantes guatemaltecos.

Se ha repetido, es muy fuerte. El libro trata de estas historias que intentan también mostrar cómo se pide justicia y de exhibir al Gobierno Mexicano por no prevenir, por no investigar, por no proteger, por ocultar y por actuar criminalmente con los cuerpos y las familias. 

Marcela Turati entrega su libro a una de las familiares de los migrantes de Cajolá. Fotografía: María José Longo.

Contar todo esto puede representar riesgos y criminalización. ¿Cómo han sido estos 12 años para ti, en temas de seguridad? 

En 2015, cuando publiqué sobre los cremados que no tendrían que haber sido cremados, de los errores y de cómo familias dudan de lo que les dieron; del joven que tenía una identificación en el pantalón y que le echaron a una fosa común, en ese momento, el Gobierno Mexicano estaba muy enojado. 

Hace tres años nos dimos cuenta de que los policías municipales que participaron salieron al año siguiente de la cárcel. No le dijeron a nadie, es de las cosas que investigué. También hay detenidos que iban en autobuses de los pasajeros y los presentaron como parte de Los Zetas y son víctimas.

La Fundación para la Justicia logró con un amparo que las víctimas tengan acceso a las carpetas de investigación. Les dan unos expedientes y otros no. Años después le entregan un tomo que no les querían entregar y cuando lo abren empieza conmigo, con un reportaje que publiqué en la revista Proceso

Está una orden de la PGR (Procuraduría General de la República de México) para que me investiguen a mí, a Ana Lorena Delgadillo, la abogada, y a Mimi Doretti, directora del equipo argentino de antropología forense, señalando que somos integrantes de un grupo del crimen organizado y de secuestro.

Las compañías telefónicas entregan toda la información, empiezan a investigar con quien hablé, a quién vi, mandan a la policía federal a inteligencia para ver en que antena dio mi celular para saber quién me dio la información de lo que publiqué… ( sonríe con ironía). 

Estamos en la carpeta de investigación de Los Zetas. Somos el tomo 221, señaladas como si fuéramos secuestradoras y miembros de la delincuencia organizada. 

La gente de San Fernando me había contado que a quien tenía información de la masacre la habían torturado. Les habían robado los papeles, expedientes forenses; incluso que a una madre la mataron en 2014 por buscar a su hija. Tenía una lista que ella decía de mil personas desaparecidas. Al sobreviviente casi lo matan. Hay un patrón criminal y después de lo que pasó me quedó muy claro. 

Le ponen mucho más empeño en castigar a quien investiga que en devolver los cuerpos o investigar donde están las personas desaparecidas. Usan todos los recursos del Estado para ocultar y castigar. Tuve Pegasus y me robaron el disco duro de mi computadora. 

El libro fue demasiado angustiante, pero para mí era importante venir y decir: «Terminé». No tengo todas las respuestas, pero esto es lo que pude saber. Todavía el gobierno oculta mucha información.

Lo que me gustaría, y creo que muchos queremos es que se haga, es que se cree una comisión de la verdad sobre estos casos, porque no solo hay mexicanos, hay muchos centroamericanos. Falta mucha gente que aún no encuentra a su familiar y seguramente está ahí, pero dejaron de exhumar. 

Marcela Turati en Cajolá, en octubre de 2023. Fotografía: María José Longo.

En la presentación que hiciste del libro en la librería Sophos, en Ciudad de Guatemala, estuvo Baudilio Castillo, el papá de uno de los migrantes desaparecidos. En Quetzaltenango, antes de presentar la obra en la librería El Sótano, visitaste a los familiares de Miguel, Marvin y Oswaldo. ¿Qué significa volver 12 años después y ver a las familias nuevamente?

Cuando hice el libro, lo primero que pensé es tengo que regresarle el libro a quienes me dieron sus testimonios. Quisiera que este libro que les entregué sea un instrumento de lucha, que puedan llevar a México a cortes internacionales o que les sirva para entender, aunque sé que es muy doloroso. 

Las familias ya saben lo que les pasó a sus hijos. Vieron fotos, vieron las fotos de los cráneos rotos de sus familiares -porque a la mayoría los mataron a golpes en la cabeza-, todo el salvajismo y toda esa barbarie cometida por criminales dentro del Estado.

Lo que quiero es que las familias se apropien de esta historia, la conozcan. Regresárselas, agradeciéndoles su testimonio. Cajolá era de los lugares más difíciles para venir porque no sabía si iba a poder. Estuve con ellos, me conmovió cuando el señor Antonio les dice a las señoras que él les va a ir leyendo poco a poquito el libro. 

Espero que de alguna manera sane. A los centroamericanos no les han reparado, repararon a las víctimas en México, pero las familias centroamericanas se están desentendiendo, aunque el daño es visible. 

Regresar fue muy conmovedor. Cuando lo presenté en Guate junto con don Baudilio, para él era importante que en Guatemala se supiera. En México han dado muchas conferencias, están en ruedas de prensa y contar su historia era importante. A él le gustaría que lo hagamos frente a su familia, frente a su comunidad. Estoy pensando que quizás es necesario volver. 

Para las familias puede ser un poco reparador que sus vecinos les crean lo que pasó, que sepan el sufrimiento que pasaron y que puedan hablar, para que no se repita. Los que ya pasaron por esto saben el camino institucional pesado que es, pero pueden aconsejar a otros. De alguna manera son expertos, son defensores de derechos humanos, aunque no lo sepan. Por eso también es importante darles su lugar en la comunidad.  

A pesar de la criminalización y el riesgo, ¿cuál es ese motor para seguir hablando del tema de las desapariciones? 

Una vez que conoces a familias buscadoras, que dan todo y dejan todo por encontrar a su familiar, como periodista ya no puedes ser un alma en paz. 

Por eso creamos esta red de periodistas que cubrimos desapariciones (Periodistas a pie y Quinto elemento lab), porque también es un trabajo muy solitario. Así como las familias están muy solitarias, los periodistas que trabajan solos en estos temas tan angustiantes necesitan entre todos ser un soporte. 

Nos toca como periodistas por lo que está pasando en México, por compromiso con las familias, porque esto se sepa, porque podemos ayudarles. El periodismo, o este tipo de periodismo, es una suerte de comisión de la verdad en tiempo real. 

Quizá los periodistas nunca vamos a ver un efecto, pero debemos tener fe de que lo habrá. De repente sí vemos que una nota que hicimos, donde documentamos algo, logró que una mamá encontrara a su hijo, logró documentar una violación a los derechos humanos, logró que una familia tenga alguna pista de donde está su hijo o que un cadáver pueda recobrar su identidad. 

Creo que como periodista tenemos que asumir este rol. En estos momentos históricos y de tantas violaciones a los derechos humanos, la gente quizá nunca tendrá un espacio para decir su verdad, pero de alguna manera los periodistas habilitamos este espacio para que las familias cuenten sus verdades, que a las víctimas se les escuche. 

Debemos tener certeza de que lo que hacemos importa, le importa a la gente y algo va cambiar. 

Marcela Turati en Cajolá, en octubre de 2023. Fotografía: María José Longo.

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