Usar los muertos de Gaza para tapar los propios
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Texto: Patricia Simón/ Otras Miradas


Hace ya muchos miles que las cifras de las víctimas de Gaza dejaron de invocar lo que significan más de 12 mil niños y niñas asesinados, más de 7 mil personas desaparecidas -la mayoría, bajo los escombros– más de 17 mil criaturas huérfanas, más de 28 mil heridos –5 mil de los cuales, sufrirán una discapacidad de por vida–, más de 100 periodistas asesinados. Cifras inéditas en ningún otro conflicto reciente

En total, según datos de la respetada ONG Armed Conflict Location & Event Data Project, más de 27 mil vidas fueron reducidas a cadáveres en un territorio arrasado. Un pueblo esquilmado gracias a la complicidad y el apoyo de los países occidentales al que sigue arrojando contra la Franja todo su odio y su negocio armamentístico: Israel. 

Durante estos cuatro meses eternos que buena parte de la sociedad civil global hemos vivido asfixiados por la impotencia, la rabia y la desesperación, la demanda interpuesta por Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia ha supuesto un respiro de decencia y dignidad.

El país que fue capaz de superar un apartheid ha señalado al que ha levantado un Estado basado en ese mismo régimen y en la ocupación. Un país al sur del Sur dando una lección ética a los que subyugan al resto del mundo desde el Norte. Y a su lado, medio centenar de Estados apoyando la iniciativa: la mayoría, del Sur Global; algunos, como Chile, Colombia o Brasil, coherentes desde el inicio en su denuncia contra la ofensiva israelí; otros, bastantes, intentando borrar sus propias vergüenzas bajo la alfombra de muertos a manos del Ejército israelí. 

Por ejemplo, Siria, cuyos discursos contra los ataques indiscriminados a la población civil por parte de su portavoz en la sede de las Naciones Unidas, que esta periodista pudo seguir en Nueva York, solo pueden calificarse de repulsivos, teniendo en cuenta los crímenes de guerra que el propio régimen de Bashar Al-Assad ha cometido contra su pueblo –con la ayuda de la aviación de su aliado Vladímir Putin– en un conflicto que se ha cobrado, solo oficialmente, más de 400 mil vidas.

En el listado de países que han suscrito la causa sudafricana, aparecen otros nombres que rápidamente saltan a la vista por estar dominados por regímenes autoritarios, como Qatar, que reprime a su propia población, o Turquía que, además de acabar con buena parte de sus derechos y libertades, mantiene una guerra contra el pueblo kurdo dentro y fuera de sus fronteras. 

Y en medio de esta alianza en defensa de la causa más justa llena de Estados vinculados a la infamia, aparece otro que durante buena parte de los años 80 se alzó como un símbolo de la lucha de David contra Goliat y que ahora permanece cautivo del cinismo de sus autócratas: Nicaragua.

Rosario Murillo y Daniel Ortega, que en 2018 aplastaron a sangre y fuego unas protestas contra su gobierno, dejando más de 300 personas muertas, según la ONU. Desde entonces, aún mantienen en prisión a 121 hombres y mujeres acusados de oposición política, según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y además,  han clausurado más de 3,500 ONG y forzado al exilio a la mayor parte de sus periodistas, de sus defensores de derechos humanos, de los políticos críticos y de cualquiera que no esté dispuesto a vivir bajo el yugo de la obediencia y el silencio. 

El matrimonio Ortega-Murillo no solo ha querido tapar sus propios crímenes vinculándose a la bandera sudafricana, sino que pretende alzarse como un referente en la defensa de los derechos humanos llevando ante la Corte Internacional de Justicia a Canadá, Alemania, Reino Unido y Países Bajos por facilitar el genocidio palestino enviando armas.

Pero la responsabilidad de que el listado de apoyos a la demanda de Sudáfrica esté llena de sátrapas no es de ellos, pues a nadie le debería extrañar que usen a los muertos propios y ajenos para su beneficio, sino de los Estados que se jactan de ser “democracias consolidadas”, que cacarean su falso respeto por los derechos humanos, que se ufanan de sus agendas verdes o de sus leyes feministas, mientras siguen manteniendo relaciones diplomáticas con Israel e, incluso, vendiéndole armas a sus líderes, que han convertido sus apellidos en epítetos de genocidas por la masacre contra el pueblo palestino. 

La denuncia interpuesta por Sudáfrica contra el Estado sionista por presunto genocidio no pierde credibilidad por contar entre los apoyos con régimenes sostenidos sobre el dolor de sus pueblos. Quienes sí la han perdido por completo han sido las potencias occidentales al dar la espalda al único intento real que se ha dado por frenar estos delitos de lesa humanidad. Han perdido una gran oportunidad de dejar de estar al lado de la decencia y cumplir con el mandato de sus sociedades civiles, que siguen saliendo a las calles, cada vez más ahogadas en la impotencia y más inquietas ante la pregunta: una ciudadanía sin vías para impedir que sus representantes elegidos en las urnas respalden un genocidio, ¿puede llamarse a sí misma democrática? 

El problema no es Siria, Turquía o Nicaragua. El problema es que no nos cause ninguna sorpresa la ausencia de las banderas de Alemania, Francia o España apoyando la defensa de la humanidad interpuesta por Sudáfrica.

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