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Los cuadernos del fin del mundo (X)
Por:

Vania Vargas sigue y persigue las imágenes de esta pandemia. Desde su intimidad, escucha pasar a lo lejos a los predicadores. Más de cerca también escucha -y traduce- las palabras del poder en estos Cuadernos del fin del mundo.


XXXIII

Algunas veces, pensando en la vida de allá afuera, me pregunté por los profetas del fin del mundo que rondaban, grito en pecho, bocina en mano, por las calles, los parques y los mercados. Durante años conviví con sus mensajes rasposos por la sexta avenida y las orillas de la plaza central, un lugar estratégico para agarrar de una sola vez a peatones, putas, desempleados, carteristas, locos, dealers y trabajadores gubernamentales. Imagino sus caras de susto y satisfacción al saber que este es el año que estaban esperando. O uno muy parecido, pero sin trompetazos finales. Ellos ya sabían que estábamos condenados. Que siempre lo hemos estado. Hace unos días, cuando la Capital reportó, con algo parecido a la esperanza, la disminución de camas ocupadas en alguno de los hospitales nacionales que habían colapsado, Quetzaltenango informó que sus centros de atención ya empezaban a rebasar su capacidad. Esa semana apareció por la calle de la casa de mi madre uno de los voceros del desastre, uno de los profetas callejeros. Cargaba una bocina de mediano tamaño dentro de una red que se amarraba a la espalda. Sus palabras se iban perdiendo por las calles en la medida en que seguía su rumbo. Dios. Fin. Salvación. Hermano. Eternidad. Se podían escuchar desde adentro, si nos quedábamos quietas un momento y tratábamos de aguzar el oído hasta confirmar que no era el vendedor de fruta, ni el que se lleva la chatarra. El hombre caminaba sin detenerse, dudo que llevara un rumbo. En eso se parece al espíritu de este tiempo, con paso decidido hacia la abstracción de la normalidad. No por convicción, por necesidad. Una normalidad que no importa que no sea nueva, para esa ya sabíamos que no nos iba a alcanzar.

XXXIV

La patronal se aclaró la garganta, se subió al Presidente sobre las rodillas, y nos dijo, con la voz impostada, que es hora de salir. Sus palabras no coinciden con el tiempo, las señales ni el sentido común. Ninguno de los tres ha sido, nunca, propicio aquí. Da igual. El ruido de los días ahora se parece un poco más a lo que era. El riesgo de que toquen el timbre un domingo en la mañana ha regresado. Sin embargo, hay una fuerza en el ambiente que me impide moverme. Cruzar esa puerta en donde titila el rótulo que anuncia la salida hacia la normalidad. Algo así como en el Ángel Exterminador, pero sin Buñuel, sin fiesta ni embriaguez. Llevo meses viviendo de espaldas a la puerta. En las paredes de mi caverna veo virtualmente los relfejos de una realidad que se desborda, que nunca ha sido mi amiga. Que me obliga a buscar encierros dentro del encierro. Algunas mañanas me detengo frente al espejo con la misma ropa negra que he usado, intermitente, durante cinco meses, en los que media parte de mi vida sigue encerrada en un departamento de la Capital. Mucho en mí ha cambiado. Soy el depredador que un día amaneció convertido en presa. Metafísicamente deformada, transformada. Se me separaron los ojos, como los animales que no cazan, sino que huyen con torpeza para preservarse. Tengo más grande el silencio, la rabia del animal que se choca contra las paredes, se me apagó algo en la esperanza y el deseo. Se me multiplicó el afán de la distancia que siempre mantuve entre la gente. Sé que salir no ayudará a cambiar las cosas, sé que afuera tampoco encontraré lo que era mío. Ya no está mi padre ni mi trabajo, la rutina que me sostuvo durante los últimos años, todo eso que recuerdo como si lo hubiera soñado. Un boceto imperfecto que hoy arde y se dispersa cada vez que lo golpea el viento.

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*Vania Vargas es poeta y narradora guatemalteca, ha publicado varios libros de poesía y narrativa, además de publicar periódicamente ensayos en periódicos y revistas, y trabajar como editora literaria.


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