A cinco meses de la aparición del nuevo coronavirus, América Latina se ha convertido en el epicentro de la pandemia que angustia al mundo entero. Después del primer caso detectado …
A cinco meses de la aparición del nuevo coronavirus, América Latina se ha convertido en el epicentro de la pandemia que angustia al mundo entero. Después del primer caso detectado en Brasil a fines de febrero, la plaga tardó menos de un mes en extenderse por toda la región. Hasta ahora no hemos podido controlar la ascendente curva de contagios y muertes por varios problemas de fondo: la desigualdad social, nuestros sistemas de salud precarios, la pobreza y la informalidad laboral. La cuarentena —la principal regla sanitaria de los gobiernos para ganar tiempo y adecuar los hospitales a la emergencia— se hace cada vez más difícil de cumplir cuando el hambre amenaza la vida de poblaciones enteras.
Una de las consecuencias más notorias de esta crisis es la evidencia de que los hospitales latinoamericanos no estuvieron (ni lo están aún, pese a la compra urgente de equipos) preparados para atender a un número tan alto de enfermos que necesitan hospitalización y cuidados intensivos en tan corto tiempo. La mayoría sigue al límite. El coronavirus evidenció el estado de calamidad en que los servicios públicos de salud han subsistido durante décadas, relegados al extremo por modelos económicos y autoridades que nunca pusieron como prioridad el bienestar de sus habitantes. “No podemos enfrentar un virus del siglo XXI con sistemas de salud del siglo pasado”, dice Elmer Huerta, reconocido experto en salud pública.
La pandemia nos está dejando escenas imborrables: féretros de cartón en las calles de Guayaquil, presos desnudos y amontonados en una cárcel de El Salvador y hasta el presidente del país latinoamericano con más contagios, Jair Bolsonaro, paseando por sus calles sin mascarilla. Pero si hay una escena que se repite sin importar las fronteras es la del personal de salud reclamando por sus vidas. La muerte de cada doctor, enfermera y técnico asistente en los hospitales de nuestro continente es prueba irrefutable de que nuestros gobiernos no han podido proteger siquiera a los que están en la primera línea.
América Latina ha empezado a salir a las calles porque quedarse en casa ya no es una opción segura. La aparición de banderas improvisadas en los techos de distintos barrios de nuestra región —blancas en El Salvador, Guatemala y Perú, rojas en Colombia— advierte que la pobreza de nuestras familias no aguanta cuarentenas. El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas calcula que solo este año alrededor de 14 millones de latinoamericanos no tendrán garantizada una comida al día por la pandemia. Además, este 2020 unas 17 millones de personas en el continente habrán perdido su empleo, según la Organización Internacional del Trabajo. La entrega de bonos de asistencia social ha sido insuficiente. Toda estrategia para contener este nuevo virus ha tenido que enfrentarse a nuestra enemiga de siempre: la desigualdad social. En la región hay quienes pueden abarrotar sus alacenas con alimentos mientras que otros no tienen un refrigerador para preservar su comida.
En medio de la emergencia, la corrupción se volvió aún más escandalosa: se supo de compras de equipos e insumos médicos con sobreprecios en varios países. En Perú, la Fiscalía investiga adquisiciones de mascarillas y artículos de limpieza fallados destinados a los policías que resguardan las calles en el toque de queda. Mientras que en Bolivia el ministro de Salud, Marcelo Navajas, fue detenido por la compra de respiradores con un sobreprecio millonario. En Colombia, la Fiscalía solicitó la detención de 10 alcaldes por presuntos delitos en la suscripción de contratos de productos relacionados a la atención de la pandemia.
Los países de América Latina compartimos fortalezas y debilidades, pero cada realidad sigue siendo única. Por eso, Salud con Lupa ha convocado a periodistas de diez países de la región para comprender mejor este cambio en nuestras vidas e investigar los impactos de la pandemia de la COVID-19. Este equipo trabajará de manera colaborativa por los próximos seis meses a través del Programa Lupa, un proyecto que creamos con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas.
Nuestros gobiernos han colocado distintas etiquetas para el inminente regreso a las calles: nueva normalidad, cuarentena dinámica, aislamiento preventivo, nueva convivencia social, aislamiento inteligente, entre otros. Más allá de los decretos, los latinoamericanos estamos por retomar nuestras actividades cotidianas aun cuando sabemos que una mascarilla no basta para evitar el peligro. Todavía estamos en la fase aguda de la pandemia. Sin embargo, salimos con la convicción de que la ciencia pronto encontrará más respuestas y que nosotros, como lo hemos hecho antes, nos adaptaremos para seguir en pie.
Guatemala
Las banderas blancas de Guatemala
Por Cristina García Casado
El Gobierno aparenta mano dura para controlar la pandemia con toques de queda, pero la expansión del coronavirus no se detiene. A los guatemaltecos no los amenaza solo una nueva enfermedad, también el hambre. Algunos han empezado a agitar banderas blancas como aviso de que ya no tienen qué comer.
Son las cinco de la tarde. En las calles, sólo las sirenas de la policía y el motor de los repartidores a domicilio. Empieza el toque de queda. De cinco de la mañana a cinco de la tarde, las ciudades de Guatemala dejan postales prepandémicas: mercados abarrotados, colapso de tráfico, colas, aceras llenas.
Después, un silencio casi ininterrumpido. La vida de puertas adentro, hasta que vuelvan a dar las cinco. A los que incumplen, multa y cárcel. Una cuarentena nocturna. Como si el coronavirus sólo saliera al caer el sol.
La inconsistencia de la estrategia contra el virus en Guatemala quizá tenga su mejor imagen en el toque de queda. Un modelo de cuarentena que adelanta unas horas el regreso al hogar. Que confina a la gente en el tiempo que siempre ha sido el de estar en casa. Una medida de contundencia militar pero de eficacia cuestionable: más imagen que realidad.
El Gobierno aparenta mano dura ante la pandemia, pero las medidas terminan siendo más laxas, parciales, volátiles. Falsa sensación de seguridad. Como con la imposición del uso de las mascarillas, aunque sean sobre todo de tela, mil veces usadas. O la elevación del gel hidroalcohólico a la categoría de repelente infalible del virus: como si ponerlo a la entrada de un negocio otorgara protección divina a todos los que se apelotonan dentro.
La gestión de la pandemia en Guatemala es una montaña rusa. La narrativa oficial y el sentido de las medidas cambian en cuestión de días. A veces horas. El propio toque de queda ya va por su tercera versión en dos meses: de 4 a.m. a 4 p.m., de 4 a.m. a 6 p.m. y de 5 a.m. a 5 p.m.
El presidente Alejandro Giammattei, portavoz diario de la crisis, regaña y felicita en sus discursos vespertinos. Un jueves anuncia que el país está en un momento crítico, el domingo relaja las medidas anunciadas el jueves y el lunes está exultante por los “buenos resultados”, basándose en una cifra de contagios ligeramente menor. A principios de mayo anticipaba el inminente anuncio de “las medidas de apertura” y el día 14 declaraba “el cierre del país”.
El Gobierno presumió durante dos meses que era uno de los que mejor había manejado la crisis sanitaria en América Latina. Pero a partir del 10 de mayo explotó la burbuja. Los casos comenzaron a dispararse al atravesar el umbral de los mil y el presidente se vio obligado a archivar su triunfalismo, dar un volantazo, frenar de golpe y guardar en la recámara el incipiente plan de salida. El 29 de mayo ya se registraban poco más de 4 mil 600 casos confirmados y 90 fallecimientos.
No se sabe a cuánta distancia está el final, ni siquiera se atisba el epicentro de los contagios. No se hacen las pruebas suficientes, insisten los especialistas. Tampoco ahora que se hacen más —mil 700 por millón de habitantes— y se sabe cuántas se aplican.
Giammattei y sus ministros han intentado estirar al máximo el discurso de los casos importados, de un virus que siempre venía de fuera: primero de los que habían viajado al extranjero y de los turistas, y después de los migrantes deportados desde Estados Unidos y México. Desde hace semanas esa narrativa es insostenible. Los reportes extraoficiales indican que el virus circula por la mayoría de los 22 departamentos del país, pero el relato del Gobierno ha calado.
Las vallas caseras, los volcanes de arena para impedir en poblaciones y barrios la entrada “del de fuera” reflejan el imaginario común de la pandemia: el virus lo tienen, lo traen, otros. La línea entre ese miedo y el rechazo al extraño es demasiado fina. Tantas veces cruzada. Los deportados se han llevado la peor parte: les han impedido volver a sus casas, los amenazaron con lincharlos, hasta Radio Sonora, una estación de amplia difusión, organizó una persecución ciudadana: publicó la fotografía y los datos de un paciente para animar a sus oyentes a buscarlo.
El miedo en Guatemala es múltiple, omnipresente como el virus. Existe temor a la enfermedad, también a no poder ganar los quetzales del día. El virus es una posibilidad, pero el hambre es una certeza. El equilibrio entre salud y economía es especialmente difícil en un país donde 70% de los trabajadores vive del sector informal, casi la mitad de los niños sufre desnutrición crónica y los programas de protección social son insuficientes.
Rezagos estructurales y desigualdad que la pandemia expone con mayor rigor. Las acciones oficiales que intentan paliarla no hacen mucha diferencia. El “bono familia”, una ayuda de 129 dólares durante tres meses, condicionada a un consumo de luz inferior a los 200 kw, deja fuera a las casi 390 mil viviendas que carecen de energía eléctrica.
Las muy publicitadas 200 mil “cajas de alimentos” del Gobierno no han llegado a muchas comunidades y tampoco alcanzan. En algunas poblaciones, tras dos meses de pandemia, sólo ha habido la donación esporádica de un vecino, de un excandidato, de un agricultor o una iglesia, alguien que pasa regalando tortillas, pan dulce, melones, unas bolsas de frijol. “Aquí las cajas no han llegado”, aseguran tantos.
En la televisión, los soldados no paran de repartirlas por las comunidades, pero a las puertas más olvidadas, lamenta la población, no llama nadie. En las cocinas, cada tiempo de comida —tres es excepcional, un privilegio— es un desafío: cómo hacer algo con apenas nada. Un caldo con hierbas, tortilla con sal, una fruta. Alimentos que pueden encontrarse en el campo, cultivos de subsistencia, auxilios de la naturaleza para las poblaciones rurales.
Han florecido banderas blancas. En Patzún, en Jocotenango, en Sacatepéquez. En la ruta al Pacífico, en las vías más transitadas de la capital, frente al Palacio Nacional. Trapos, bolsas, telas blancas en las puertas de las casas o en las manos de tantos que no tienen nada. Las semillas estaban plantadas desde mucho antes de la pandemia, pero esta crisis ha sido el abono definitivo. Un fertilizante de la urgencia. Madres con bebés, familias enteras, muchachos en edad escolar, ancianos agitan sus telas blancas: piden socorro.
Algunos que antes les habrían dado siquiera un quetzal, ahora tienen miedo de bajar la ventanilla. El virus está en el otro. El presidente Giammattei les llama “acarreados”, dice que les han pagado para protestar. Un Estado que no sólo no los rescata, sino que los niega. Que en sus banderas —blancas de rendición, de “no puedo más”— ve un ataque y no un grito mudo de auxilio: necesitan comida. La necesitan ya.
El Salvador
Los trueques de la emergencia
Por Cecibel Romero
El hambre se ha esparcido más rápido que el nuevo coronavirus en El Salvador. Ante la falta de respuesta de las autoridades, algunas familias han colgado en sus ventanas prendas de vestir con notas escritas a mano donde ofrecen cambiarlas por una libra de frijoles o un paquete de galletas.
El presidente Nayib Bukele había vaticinado en marzo que para mediados de mayo la mitad de los salvadoreños (unos 3 millones 145 mil) se habría contagiado de la COVID-19, no de la epidemia de hambre. Esos números catastróficos sobre el impacto del coronavirus fueron transmitidos en cadena nacional de radio y televisión y sirvieron para imponer un estricto encierro y detener la economía.
Bukele terminaría de construir el escenario de miedo con una producción frenética de tuits en las próximas horas. “Algunos aún no se han dado cuenta, pero ya inició la Tercera Guerra Mundial”, escribió el 22 de marzo, el segundo día de aplicación de la cuarentena domiciliar obligatoria. El mensaje iba acompañado de una imagen del mapamundi bombardeado con puntos rojos que marcaban el avance de la pandemia.
Pero su predicción falló y lo que saltó a mitad de mayo fue la irrupción de cientos de puntitos blancos sobre las viviendas de las familias más pobres en el mapa de El Salvador.
Las banderas blancas sobre muros, puertas y ventanas comenzaron a multiplicarse la segunda quincena de mayo en la colonia Altavista de Soyapango; también en las “paredes” de lámina de casas del Barrio Modelo de San Salvador, Mejicanos y decenas de municipios más.
Algunas estaban manchadas con frases demoledoras: “Tenemos hambre precidente”; “Ayuda por favor”; “Necesitamos comida”.
Esos hogares parecían rendirse y solicitar una tregua al confinamiento porque ya estaban contra las cuerdas. En realidad estaban enviando una señal de que ya estaban pasando hambre y, en las condiciones de encierro y sin posibilidad de ingresos, no tenían opción: pedían solidaridad, pedían comida.
De esas casas vulnerables salen por las mañanas vendedores con sus carretones llenos de frutas y verduras; trabajadores por cuenta propia que viven del ingreso diario y que carecen de protección social.
Yaneth Soto, una madre soltera que vende ropa de segunda o tercera mano en las calles de Santa Ana, al occidente del país, notó lo que ocurría. Cuando vio los pañuelos blancos a su alrededor, decidió enviar al grupo de WhatsApp de sus vecinos algunas imágenes.
La primera, de una blusa azul marino de mujer con un cartel escrito a mano: “Cambio por paquete de galletas”; la del pantalón corto, arrugado, tirado sobre el piso, propone: “Cambio por una libra de frijol”; y una tercera es la de una blusa de mujer, a rayas rosas con blanco, ya deformada por el uso, por la que se piden apenas “dos bolsitas de detergente”.
Su intención era recoger algunos víveres para compartirlos con esas familias que tiraban la toalla porque ya habían luchado y no podían más. Pero sus amigos decidieron ampliar el radar y subirlas a Facebook y Twitter. La respuesta solidaria llegó rápidamente desde distintos puntos del país y sirvió para ayudar a 37 familias con frijoles, arroz, café, harina, papel higiénico, detergente y hasta galletas para los niños.
Para ella era urgente atender el llamado de las banderas blancas porque sabía que allí no había llegado ninguna ayuda municipal ni del Gobierno nacional en dos meses. “Acá como que somos invisibles. No nos miran”, dice Yaneth.
Ella tuvo la suerte de ser beneficiaria del bono de 300 dólares que el Gobierno entregó a finales de marzo a un millón y medio de salvadoreños, pero el dinero ya se esfumó en comida y en medicinas para su trombosis. Esa ropa ajada que propuso como trueque era parte de la mercadería que ya no pudo salir a vender.
A pesar de la tensión que siente porque debe abonar 57 dólares mensuales al pago de un préstamo y guardar 80 dólares para la renta mensual de su vivienda, se abstuvo de salir a trabajar. Tuvo dos razones fundamentales: todos los días caminaba con sus dos hijos para ganar entre uno y 13 dólares (cuando es un día bueno) y tenía temor de que se contagiaran. La otra razón: el miedo a que la detuvieran por violar la cuarentena y la confinaran en centros de contención, como le sucedió a más de 2 mil 400 salvadoreños.
Muchos de esos “presos inocentes” intentaron hacer valer sus derechos en las puertas de la Corte Suprema de Justicia, pero sus resoluciones fueron desdeñadas por el presidente Bukele; en lugar de aplicarlas, ordenó a los ministros de Defensa y de la Policía endurecer aún más el trato a la gente en la calle: decomisar los carros y no titubear para doblarle las muñecas a los detenidos.
Esas historias de abuso policial y maltrato en los centros de contención han quedado registradas en más de 900 denuncias en la Procuraduría de Derechos Humanos. Otras arbitrariedades fueron publicadas casi en tiempo real con fotos, videos y comentarios de angustia e indignación en las cuentas de redes sociales de los “encuarentenados”. Así se llamó a esos salvadoreños que arribaron al país y fueron recluidos por más de 30 días en caóticos albergues, sin información confiable sobre su salud.
La mano dura también llegó a las cárceles cuando hubo un repunte de los homicidios en las calles (77 en cuatro días). El mundo se escandalizó con las fotografías de cientos de presos en boxers, semidesnudos y apiñados, sin ningún distanciamiento social.
En lugar de preocuparse por cómo evitar la expansión del virus y la mortandad en las hacinadas prisiones, Bukele se jactó de obligar a las dos pandillas rivales de El Salvador (MS-13 y Barrio 18) a convivir en celdas selladas con láminas, de modo que nadie vea la cara del otro.
Los salvadoreños se encerraron todavía más a partir del 7 de mayo cuando un nuevo decreto eliminó el transporte público (incluidos los taxis y el servicio de Uber) y se prohibió atravesar límites entre municipios.
Ese fue el golpe final para que muchas empresas decidieran echar llave y no seguir trabajando a medio vapor porque no podían asumir los costos de movilización de sus empleados. En el campo ya se habían perdido cultivos que están amarrados a la cadena de producción de fábricas de alimentos o a las cocinas de hoteles y restaurantes.
Los días amanecen con un silencio pesado, sin ruidos de máquinas de las fábricas o construcciones, ni de vendedores ambulantes. Cada vez es más difícil comprar comida: a partir del 7 de mayo sólo es posible salir a buscar alimentos o medicinas cada cuatro días. A cada quien le corresponde un día, según el último dígito de su documento único de identidad.
Con los mercados populares cerrados, los salvadoreños han tenido que programarse para esperar una o dos horas en las filas de los supermercados.
Pero el repliegue colectivo no ha dado los resultados esperados. La cuarentena no ha servido ni para ralentizar la curva de contagios, ni para preparar el sistema de atención.
El sistema de salud no estaba listo. Más de 55 días después, el personal seguía reportando falta de equipo de bioseguridad y protocolos adecuados para atender a los pacientes sospechosos, como si aún estuviéramos en las primeras semanas.
El presidente Bukele es conocido dentro y fuera del país por su grandilocuencia. En uno de esos episodios prometió construir “el hospital más grande de Latinoamérica” a un costo de 70 millones de dólares en un tiempo récord de dos meses y medio, intentando imitar la proeza de China en Wuhan.
Transcurridos dos meses, el megaproyecto llevaba únicamente 34% de avance mientras todos escuchaban al ministro de Salud repetir con preocupación: “Estamos entrando en un colapso del sistema de salud”.
La estrategia oficial no dio los resultados esperados. La curva de contagiados no se aplanó. A fines de abril se reportaban 424 casos positivos de la COVID-19. Al finalizar mayo, los confirmados rebasan los 2 mil y otros mil 600 son sospechosos. El número de fallecimientos creció de 10 a más de 30.
El pico aumentó, al mismo igual que las presiones de grandes y pequeños empresarios por saber cómo sería el plan de reactivación porque ya se acercaba el fin del plazo de tres meses de congelamiento de facturas de alquiler y servicios.
Aún no era posible imaginarse “el día después” del encierro. Todo lo contrario. La película seguía siendo la misma. El domingo 17 de mayo, en su octava cadena nacional de radio y televisión, Bukele pidió a los televidentes que cerraran los ojos e imaginaran a un pariente que se asfixia por no ser atendido en un hospital. “No es tiempo de abrir, por más que griten los empresarios”, insistió.
Pero la determinación sólo duró 24 horas, luego de que la Asamblea Legislativa aprobó una ley para reabrir gradualmente la economía. Entonces se atrevió a poner una fecha para el fin de la cuarentena: 6 de junio, siempre y cuando la población cumpla con “una cuarentena más severa” para bajar la curva de contagios, y que en lugar de los 70-100 nuevos casos diarios sean 20 o 30.
Los detalles de las fases y protocolos seguramente llegarán a golpes de tuitazos a altas horas de la noche, como es la costumbre del presidente.
Para esa nueva etapa, la población ya está entrenada: se han normalizado las colas de gente en supermercados y bancos. Todos aceptan que el aire acondicionado es secundario, que se ingresará por grupos y que se deberá esperar con distancia sin ver sonrisas (anuladas por los tapabocas obligatorios); sin platicar ni desahogar las frustraciones por haber perdido el empleo o la fuente de ingresos. Sin poder comentar que ya no vienen las remesas o que no saben cómo terminarán el año escolar los hijos.
Sin poder comentar, en fin, que venimos de un mundo raro donde el presidente Bukele no sólo ha practicado el distanciamiento político, sino también el científico; un mundo donde incluso se prohibió la venta de flores y pasteles para el Día de las Madres.
México
El peligro de la pandemia según los colores del semáforo
Por Carmen García Bermejo
A partir del decreto de la “nueva normalidad”, los mexicanos tendrán que advertir por dónde transitar según los colores del semáforo. Las áreas en emergencia presentarán una etiqueta roja mientras que las que permiten desarrollar cualquier actividad sin mayor riesgo llevarán una señal de color verde.De sus 32 estados, México tiene 31 en rojo.
Han pasado 90 días desde que la vida se convirtió en un simulacro de vida. A las seis de la mañana del viernes 28 de febrero la noticia se esparcía como una plaga: aparecía en México el primer caso de una persona contagiada con el coronavirus. Lo trajo de Italia un hombre de 35 años que había estado recientemente allá.
Desde entonces, y como en casi todo el mundo, se aplicó en seco un freno a la esencia de la humanidad: desde entonces hemos probado a qué sabe la ausencia de las personas y los efectos del miedo cuando se infiltra en la vida.
La memoria de esta pandemia está ya compuesta de imágenes: los rostros exhaustos de médicas, enfermeras, paramédicos y personal de apoyo, chocando en la primera línea con la muerte, con la conciencia de que en cualquier momento pueden sucumbir al contagio, como las y los directores de clínicas en ciudades tan distintas y distantes como Mexicali, Monclova o Nezahualcóyotl; como el director de la clínica Wuchang, en Wuhan.
La idiosincrasia mexicana es tan particular que también provee imágenes impensables en una circunstancia como esta. Qué decir de esa pequeña horda que al grito de “los están inyectando para matarlos, el covid no existe”, irrumpió el 2 de mayo en un hospital local y se dedicó, con sus pequeñas Atilas liderando la violencia, a abrir las bolsas de las personas fallecidas y agredir al personal de salud.
La memoria colectiva aún conserva la huella de la epidemia que en 2009 exportamos al mundo, la del AH1N1. Los encierros, los cubrebocas, la soledad de las calles, el aislamiento. Por eso quizá en México estamos un poco, sólo un poco, más acostumbrados a toda la parafernalia epidémica.
Quizá por eso la estrategia de combate a la enfermedad ha sido polémica, por eso tenemos un Modelo Centinela que casi nadie aplica en América Latina, por eso se han hecho muy pocas pruebas, por eso desde adentro y desde afuera se critica severamente al Gobierno; por eso tenemos una heroína diseñada ex profeso: “Susana Distancia”, que materializa y difunde con un éxito insospechado las recomendaciones sanitarias, aunque a estas alturas ya se ha degastado.
Estos días de pandemia han estado marcados también por las angustias de muchos de los 125 millones de mexicanos por sobrevivir, gente que debe salir a las calles porque vive al día y no puede darse el lujo de no ganar algún dinero, aunque los clientes escaseen. El dilema, ya se sabe, es morir por contagio o de hambre.
Los cubrebocas se han incorporado a la vestimenta, al paisaje urbano; la sana distancia es una etiqueta social y el uso de alcohol y desinfectante ya es habitual, por más que un sector pequeño de la población siga sin creer en la existencia del virus y durante semanas ha abarrotado los mercados ambulantes y las plazas comerciales informales.
México es uno de los pocos países de América Latina en que la cuarentena no es forzosa y las autoridades apelan al cumplimiento voluntario, a la responsabilidad de la sociedad. La mayoría se ha quedado en casa. Bueno, casi todos.
Casi todos porque los autores de asesinatos y matanzas vinculados al crimen organizado no se han intimidado ante el virus. Acostumbrados a morir y matar, lo de la COVID-19 debe ser un cuento de lobos para ellos.
La máquina de violencia no ha parado ni siquiera en estos días. Los reportes no cesan. Un día sí y otro también. El país ha alcanzado en estas fechas cifras récord de asesinatos. No tienen nada qué ver con el virus. Esos muertos también cuentan.
La angustia, el estrés, el encierro ya son en sí mismos, una carga para todos, pero el 11 de mayo el gobierno federal tenía preparada una sorpresa adicional, ahora en forma de decreto presidencial: el ejército saldrá a las calles a cumplir funciones de policía. No sólo en tiempos de pandemia. Desde ahora y hasta diciembre de 2024.
Ya se conocen en América Latina los efectos de eso en materia de derechos humanos: detenciones, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones.
La gente está desgastada, agotada y en buena medida sin los recursos para seguir aguantando. Otras más están a media paga o de plano sin trabajo. En abril-mayo, según los reportes oficiales, un millón de mexicanos se quedaron sin empleos formales.
Todo muta. El lenguaje oficial también. El miércoles 13 de mayo palabras como “volver” o “regresar” han aparecido, junto con un concepto llamado la “nueva normalidad”.
La “nueva normalidad” es quizá la mejor manera de decir que las formas de vida que siguen no se parecerán en nada o muy poco a los que eran antes.
Con esa frase el gobierno mexicano ha anunciado lo que será un largo proceso de regreso a la vida en las calles, universidades, trabajos, espacios públicos. Y le ha puesto fecha de arranque: 1 de junio.
Y lo hará “a la mexicana”. Aprenderemos a vivir como si fuéramos automóviles. Un semáforo regional que, a partir de indicadores de salud, concentración poblacional o infraestructura hospitalaria, etiquetará zonas en rojo (emergencia sanitaria), naranja (riesgo alto, con paro de algunas actividades no esenciales), amarillo (nivel intermedio) o verde (desarrollo de cualquier actividad).
Dependiendo dónde viva uno, habrá restricciones mayores o menores. Algunas zonas del país podrán ir al cine, los comercios estarán abiertos, y en otros no. En unas se podrá tener acceso a las librerías, y en otras no, por ejemplo.
Por lo pronto, el rojo de la Ciudad de México es el más intenso. Aquí es el epicentro de la epidemia. Aporta la mayor parte de los contagios y los muertos. Y, en castigo, tendremos que estar encerrados por lo menos hasta el 15 de junio.
Hoy sabemos que nuestra salud y nuestra vida dependen de un descuido en el aseo, del roce de unas manos, del abrazo de un amigo o del beso de la pareja.
Un ente inerte ha venido a exhibir las profundas carencias del sistema de salud. Hizo evidente, además, que la pobreza económica y educativa es el caldo de cultivo perfecto para la enfermedad y la muerte.
Ya viene la “nueva normalidad”, con más de 84 mil 600 contagios confirmados y poco más de 9 mil 400 fallecimientos. Cifras imparables que crecen día con día. Aunque son números estruendosos, las autoridades juran que pudieron haber sido un horror.
El escenario en el que llega la nueva normalidad es escalofriante: 31 de 32 estados del país se encuentran en “riesgo máximo” y aun así saldremos a las calles. “Será un regreso gradual, ordenado y cuidadoso a las actividades de la vida pública”, argumentan las autoridades y saben que existe el peligro de los rebrotes. En ese caso, ya avisaron, se dará marcha atrás y se pondrá el semáforo en rojo en pleno.
En dos semanas los mexicanos nos asomaremos a las calles, titubeando a la hora de colocar el primer pie en la acera. Un virus adelantó el reloj de nuestras vidas. Sólo queda saber si fueron minutos, días, meses o años.
Argentina
Buenos Aires prefiere no salir
Por Emilia Delfino
En mayo, la capital había habilitado 60% de su actividad comercial, pero sólo cuatro de cada 10 negocios decidieron abrir. Apenas vendieron una tercera parte de lo habitual. La gente, aunque puede hacerlo, no sale de casa por miedo a enfermar. La situación sanitaria, al menos en números oficiales, está bajo control.
Diagonal Norte era una de las estaciones de subterráneo más abarrotadas en horas pico. Sacaba lo peor de la ciudad. Intentar subir a un vagón en este tramo de la línea C después de las 16:00 y hasta pasadas las 18:000, era una violenta odisea. Los usuarios que llegaban de las líneas A, B y D luchaban contra los pasajeros de la C por un espacio para regresar a casa. El objetivo era llegar a la terminal Plaza Constitución, al sur de la ciudad, y luego volver a disputar un lugar en uno de los trenes de la línea General Roca para alcanzar el sur del Gran Buenos Aires.
Esa violencia mutó en distimia. Una nueva dinámica depresiva moderada. La ciudad no se suicida, pero en esta cuarentena se encuentra sumida en la tristeza prolongada, a la espera de que acabe la “nueva normalidad”.
La hora pico del 20 de mayo vino con una lluvia torrencial, típica del otoño en la Ciudad de Buenos Aires. Un otoño que viene ralentizado, con altas temperaturas y días soleados. Una cachetada para la mayoría de sus habitantes, confinados por el aislamiento social preventivo y obligatorio decretado en Argentina el 20 de marzo.
Desde entonces, el confinamiento ordenado por el presidente Alberto Fernández se viene prorrogando cada 15 días, con algunas flexibilizaciones en las provincias y distritos menos afectados.
El objetivo es “aplanar la curva” y evitar el colapso del sistema de salud. Sin embargo, y aunque se han obtenido ciertos logros, el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), la zona más poblada del país, no logra superar las expectativas de los epidemiólogos.
En Diagonal Norte no se ven más estudiantes ni oficinistas. No hay padres con hijos, ni grupos de compañeros de trabajo o de amigos. Nadie reclama el asiento para una embarazada. No hay alianzas para forzar el ingreso al vagón.
Los pasajeros que vuelven a casa, ya sin sobresaltos, viajan en soledad. Su única compañía es su teléfono celular. Pertenecen a la clase trabajadora, casi exclusivamente. Se nota en sus ropas, sus bolsos de trabajo. Cumplen tareas en las actividades económicas exceptuadas del aislamiento social, cuya lista se amplió en mayo. El que puede se queda en casa y el que puede, viaja en auto. Pero están los que no.
Hay lugar de sobra en los vagones. Por el altoparlante del subterráneo una voz metálica pide guardar la distancia social. Llevan tapabocas. Se notan cansados, cabizbajos, ensimismados, se vuelcan en las pantallas de sus teléfonos. Un pasajero rompe el monopolio ruidoso del tren con el sonido de un video en su celular. Está fuera de lugar. El resto del vagón lo acalla con los ojos. No se puede pasar desapercibido en la soledad.
Más de 26 millones 800 mil personas viajaron en las seis líneas del subterráneo y el premetro de Buenos Aires en abril de 2019. Un año después, la pandemia redujo la circulación mensual en el mismo mes a 795 mil pasajeros, menos del 3 % que el año anterior.
Desde fines de abril, el uso de tapabocas es obligatorio en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires, y en otros 13 de los 24 distritos a lo largo y ancho del país, aunque el epicentro de la pandemia se encuentre en el área metropolitana de la capital.
El tapabocas es lo único que las personas tienen en común en las calles, cada una con su versión: la correcta y las otras (nariz al descubierto; barbijo al cuello; mentón al aire). Desde los niños hasta los ancianos; desde los pudientes hasta los recolectores urbanos, que escarban los contenedores de residuos en busca de cartón, plástico o cualquier otro reciclable. Más ropa y restos de comida, en algunos casos.
En los colectivos o autobuses urbanos también se viaja cómodamente en hora pico. El tránsito automotor se mueve un poco más. El silencio enquistado en las avenidas más transitadas de Buenos Aires durante las primeras semanas de aislamiento fue cediendo a medida que se habilitaron nuevas excepciones al confinamiento a principios de mayo.
Se observan largas filas para ingresar a supermercados y farmacias. Otros negocios, que con las nuevas habilitaciones levantaron sus persianas, buscan recuperar la clientela.
El movimiento permanece sólo de día. Al caer la luz, el ritmo de la ciudad se apaga. La noche ya no es vibrante en Buenos Aires. Cierra todo. Los comercios, que sostienen la economía de la clase media, se reinventan o desaparecen.
Sobre la calle Mitre, en Almagro, uno de los principales barrios de la clase media, una florería se reconvirtió en verdulería; una mujer salió a la calle a vender, con éxito, barbijos caseros; los comercios de ropa venden por internet el look “quédate en casa”.
* * *
Las férreas medidas de distanciamiento parecen haber funcionado en alguna medida. La estricta cuarentena, el cierre temprano de las fronteras, la paralización de la movilidad y el freno de muchas actividades económicas han dado, al menos hasta ahora, resultado: Argentina mantiene números controlados de casos confirmados y de fallecimientos.
El Gobierno afirma que Argentina concentra apenas 0.4% del total de los casos COVID-19 del continente, muy lejos del 12% que representan los de Brasil.
La situación sanitaria parece estar controlada si hacemos caso a los números oficiales. Al 23 de mayo, sólo 173 personas se encontraban en Unidades de Cuidados Intensivos. El pico que se esperaba aún no llegó. Apenas 15% de las camas de terapia intensiva están ocupadas.
Aun así, las autoridades no han cedido y parecen esperar un escenario menos positivo. La cuarentena superó las 10 semanas a fines de mayo.
El desgaste social y económico obligó al Gobierno a flexibilizar el confinamiento en mayo, pero la estrategia no avanzó demasiado en el área metropolitana. El número de contagios repuntó. En la tercera semana del mes, el pico superó los 700 casos en un solo día.
Por eso, el jueves 21 de mayo, los gobiernos de la provincia y de la Ciudad de Buenos Aires acordaron restringir nuevamente la circulación entre ambos territorios.
Marcha atrás. Cancelaron los 2 millones de permisos para circular que habían expedido. Los ciudadanos tienen que realizar los trámites para obtener una nueva autorización. Los controles policiales a peatones y automóviles recuperaron su endurecimiento.
A partir de la última semana de mayo, el transporte público será exclusivamente para trabajadores exceptuados del aislamiento obligatorio: personal de salud, alimentación, comercios esenciales, periodistas, policías, funcionarios, funerarios, entre otros.
Por supuesto, la economía ha resentido los impacto del paro. En marzo, cayó 11.5% y la producción industrial perdió 17 puntos. Fue el peor marzo desde 2002 en términos de empleo, resaltó Luis Campos, de la Central de Trabajadores Argentinos.
El Estado debió inyectar sumas millonarias para evitar el hambre en los más pobres y ya pagó el salario de 2 millones 400 mil trabajadores de empresas privadas.
Mientras el resto del país ingresa en la Fase IV (movilidad de hasta 75% de la población), Buenos Aires retrocede y el tiempo de duplicación de casos se achica. Mala noticia. El área más habitada y afectada por el virus no logra salir de la fase en que la movilidad máxima es de 50% de la población.
Casi nueve de cada 10 casos confirmados en Argentina se concentran en la Ciudad (unos 3 millones de habitantes) y en la provincia de Buenos Aires (17 millones de personas, es decir, 40% de la población del país).
El presidente Alberto Fernández informó que en mayo la ciudad había habilitado 60% de su actividad comercial, pero sólo cuatro de cada 10 negocios decidieron abrir. Y apenas vendieron una tercera parte de lo habitual. La gente no compra. “Hay una sociedad que se retrae”, dijo.
Se retrae por miedo a enfermar.
* * *
El virus, que ingresó al país con los argentinos que regresaban de Europa y Estados Unidos a fines de febrero, avanzó en los últimos dos meses sobre los barrios más vulnerables, donde el hacinamiento y la falta de agua potable hacen que el distanciamiento social, el lavado de manos o la desinfección de objetos, sean nada más que una ilusión.
Al 20 de mayo, cuatro de cada 10 casos confirmados de la Ciudad de Buenos Aires se detectaron en los barrios más vulnerables. Uno de ellos fue el de Ramona Medina, una de las vecinas referentes de la villa 31 de Retiro.
Ramona pasó días reclamando en los medios de comunicación por la falta de agua. “¿Cómo quieren que cuide la limpieza y cumpla con el lavado de manos si no tengo agua? Cada tanto vienen los camiones a repartir, pero hay que acercarse con baldes y con lo que uno tenga”, se quejaba el 2 de mayo, con su desempleo y sus 43 años a cuestas.
Exactamente 15 días después, Ramona murió a causa del virus. Roger Waters, el legendario líder de la banda Pink Floy, se enteró del caso, grabó un video y le dedicó una canción.
Antes, dejó un mensaje: “Me da mucha pena saber que finalmente falleció. Por favor envíenle mis sinceras condolencias a su familia y a todos en la Villa 31. Casi digo que no tengo palabras, pero sí sé qué decir, sé exáctamente qué decir, por supuesto: Ramona tenía razón”.
Su caso puso la situación de los barrios populares en la lista de emergencias y dio vuelta el enfoque de la pandemia.
Como Ramona, otros referentes sociales y vecinos de los barrios populares caen ante el virus y se suman a la lista de muertes. Varios trabajaban en los comedores que proporcionan alimento a los más pobres.
* * *
Todas las noches, los argentinos salen a sus balcones y ventanas para aplaudir al personal de salud. Hay palmas, gritos de aliento y sonidos de murga. Es el único shock diario de endorfinas.
A medida que pasan las semanas, los promotores de la alegría se reducen, pero siempre están, con puntualidad extrema, a las 21:00, sin falta, aunque últimamente sean pocos.
El país siempre está dividido: por un lado, el peso de la soledad también hace agujeros en el ánimo de los solitarios. Por otro, el alivio del “efecto montaña” tiene efectos curativos en los estresados pre-pandemia. El insomnio y la angustia versus el nuevo tiempo libre.
Buenos Aires no sabe cuando asomará la cabeza o si podrá recuperar la vieja normalidad. Por ahora, sólo sabe que no quiere morir.
Bolivia
La rezos no alcanzaron para detener a un virus
Por Fabiola Chambi
La curva del número de personas contagiadas y de fallecimientos se disparó en Bolivia en los últimos días y los hospitales están al borde del colapso. La estrategia de la presidenta interina, Jeanine Añez, de invocar a la protección divina no funcionó.
El rostro de una Bolivia que resistía a la pandemia empezó a mostrar sus grietas en la última semana de mayo tras dos meses de encierro.
El sábado 21 de marzo, antes de que empezara la “cuarentena total obligatoria”, fue el último día en que la gente tuvo permiso para circular sin que policías y militares rondaran por las calles del país, vigilando el cumplimiento de la libertad en pausa.
Las imágenes se repitieron: los mercados populares y supermercados se saturaron de personas que aguardaban turno para comprar alimentos y artículos de limpieza; los sonidos de la epidemia lo cubrieron casi todo: ruidos desesperados que emergían de las bocinas de los autos; pasos acelerados en todas direcciones.
Luego, poco a poco, se asentó el silencio y comenzó a dominar los espacios. La vida a contrarreloj en un solo día.
No se sabía entonces, aunque tampoco ahora, qué vendría. Lo único cierto era que la epidemia había arribado al país. Y también que no hubo tiempo de prepararse para nada. La cuarentena cayó de golpe, de un día para otro.
Ese sábado la presidenta interina Jeanine Añez tomó por sorpresa a sus compatriotas por dos razones: por la premura del anuncio y porque blandió argumentos religiosos contra la COVID-19 y les pidió arrepentirse de sus pecados.
“Pido a ustedes unirnos en una oración permanente. Este domingo inicia una cuarentena total y pido que podamos realizar un ayuno en oración, arrepentimiento y fe, para que sea nuestra mayor arma de lucha contra esta enfermedad”, predicó la también candidata presidencial.
A partir de entonces, el temor y la incertidumbre empezaron a gobernar sobre el país. Y eso se reflejó de diversas maneras. Una de ellas fue la elaboración de letreros improvisados que los propietarios de los comercios instalaron a las carreras.
Por ejemplo, el colocado en la fachada de una tienda de artículos de moda ubicada en una céntrica calle de la ciudad de Cochabamba. Escrito en mayúsculas y letra firme, anunció: “¡VOLVEREMOS CUANDO ESTO PASE!”.
El aviso a unos potenciales e intangibles clientes escondía esperanza más que certeza.
Aun así, el panorama en Bolivia no lucía tan gris. En el resto de los países de la región los casos positivos de la COVID-19 se contaban por centenares cada día, pero en Bolivia no sobrepasaban los 50 y los fallecimientos siempre se contaban en menos de 10.
El Gobierno alardeaba de que esos números eran resultado de las estrictas medidas asumidas a la llegada del coronavirus a Bolivia, cuando dos mujeres provenientes de Italia arribaron a territorio nacional el 11 de marzo y lo trajeron con ellas.
Ningún sacrificio parecía ser demasiado alto a cambio de proteger la salud y la vida, pero conforme transcurrió el tiempo se hizo más complicado mantener a una familia desde casa.
Dos semanas después de que la gente se refugió, las preocupaciones básicas comenzaron a poner en jaque a la economía local: números rojos en las pequeñas y medianas empresas, denuncias de despidos y protestas de sectores para reactivar la economía.
El gobierno de la presidenta interina respondió con la entrega de un bono para las familias cuyas hijas e hijos asistieran a las escuelas públicas: 72 dólares por cada uno de los que estuviesen matriculados.
También lanzó la promesa de poner en marcha un “plan de empleo masivo” y pospuso el pago del impuesto a las utilidades, además de prohibir que se cortaran los servicios de agua y gas a los hogares mientras durara la cuarentena.
Llegó la segunda quincena de abril. Los números de la epidemia parecían estar bajo control: 53 personas fallecidas y más de mil contagiadas con el virus.
Y esa fue la ocasión para que la presidenta interina se colocara frente a una cámara y, vestida de blanco en un ambiente al aire libre, grabara un nuevo mensaje en el que daba cuenta de que más allá de las acciones de su Gobierno para enfrentar la emergencia sanitaria, se encontraba la voluntad divina:
“Hoy quiero enviarles un mensaje de fe porque para Dios nada es imposible y estando con él vamos a vencer esta pandemia”, dijo en un mensaje dirigido a las y los ciudadanos difundido en la televisión local.
Y los convocó a acciones de resistencia contra el virus: “El día de mañana quiero que sea un día de ayuno y oración en familia. Porque como dice su palabra (Isaías 41:13), ‘Yo soy Jehová, tu Dios, quien te sostiene de la mano derecha y te dice no temas, yo te ayudo’. Ayunemos y oremos y estaremos a salvo”.
Esa resistencia no tuvo mucho que ver con otra clase de resistencia, la de la población que poco a poco fue incurriendo en desacato, justificado por la necesidad de sobrevivir, en un país en que 65% de la población se mueve en el empleo informal, según un estudio de la fundación Konrad Adenauer.
Inés Villca fue una de las personas que salió a las calles, pese a los controles policiales. Casi escondida en una zona estratégica de la ciudad de Cochabamba, se aferraba a su modesta canasta con pan. Confesó tímidamente haber burlado las inspecciones de la Intendencia e intentar “ganarse algo” para llevar alimentos a sus cinco hijos. “Tengo que vender, pero me da miedo salir porque controlan por esto de la cuarentena”.
A riesgo de ser multada, decidió que ya no podía permanecer más tiempo en su hogar, a pesar de que lo que obtenía por la venta clandestina no llegaba ni a 10 dólares. ¿Y los bonos? “Un día fui al banco para intentar cobrar y me dijeron que no podía. Necesitaba papeles de mis hijos. Yo no tengo eso. Supongo que esa plata no es para mí”, dijo, visiblemente resignada.
Como ella, muchos se reencontraron con la calle, a pesar de que las restricciones impuestas sólo les permitían salir a comprar ciertos días, y hasta el mediodía, de acuerdo con el número de carnet de identidad.
Con los días, los espacios públicos se fueron repoblando. La venta informal se convirtió nuevamente en el oficio del rescate. Los que antes ofrecían celulares, adornos de hogar, ropa y comida callejera, se convirtieron en comerciantes de barbijos, máscaras, guantes y todo material de desinfección, incluso caseramente elaborados.
La carta blanca expedida por el Gobierno para asomarse a la normalidad fue la denominada “cuarentena dinámica”, una medida que flexibilizó el confinamiento desde el 11 de mayo, de acuerdo con tres niveles de riesgo: alto, medio y moderado.
Desde entonces, y casi inadvertidamente, las cifras en los reportes médicos se han disparado: el dato oficial más reciente indica que existen más de 8 mil 731 contagios y 300 fallecimientos, develando lo que se temía: estar frente al riesgo de colapso del sistema de salud público.
Las cifras oficiales fueron puestas en duda y se ha cuestionado que el número de pruebas (120 por día para una población de más de 11 millones de habitantes) es muy reducido.
Las carencias del sistema de salud han aflorado: médicos piden, con carteles en las manos y barbijos simples en los rostros, indumentaria adecuada para atender a pacientes afectados por la COVID-19; hospitales sin camas suficientes en las Unidades de Terapia Intensiva; laboratorios sin reactivos; más policías, periodistas y personal de salud contagiados y el destape de un caso de presunta corrupción por la compra con sobreprecio de respiradores en plena emergencia sanitaria.
En junio, cuando se decida la forma en cómo saldremos de nuevo a la calle, tal vez las máscaras no nos dejen reconocernos, pero seguro encontraremos los viejos problemas de nuestra vida de antes, esos que siempre estuvieron ahí.
Chile
Un país donde la pandemia no detiene las protestas
Por Paulette Desormeaux
La “cuarentena dinámica”, cuestionada por priorizar la economía, tuvo que ser revocada para decretar el cierre total del Gran Santiago. Luego de un mes y medio sin protestas, hoy emergen barricadas y nuevas palabras en los muros que se intentan acallar.
En Chile todo el mundo adelantó que marzo sería complicado. No por la pandemia, sino porque los estudiantes volverían del receso de verano y se reactivaría la intensidad de las protestas que estallaron en octubre de 2019, cuando un millón de personas salió a las calles a manifestarse por un cambio profundo al sistema neoliberal, exigiendo lo que una pareja de artistas proyectó en la noche sobre un icónico edificio en la plaza de los manifestantes: “Dignidad”.
Marzo llegó, pero muchos estudiantes nunca regresaron a las aulas, o estuvieron allí muy poco tiempo, porque el segundo día del mes se notificó el primer contagio por la COVID-19. Unas semanas después, agrupaciones de la llamada “primera línea” anunciaron que se retirarían de las calles.
Desde octubre enfrentaban a la policía, lanzándole piedras arrancadas de las veredas, arrojando de vuelta bombas lacrimógenas y encendiendo barricadas. “Nuestra bandera de lucha es la protección del pueblo y somos conscientes de la crudeza del coronavirus”, explicaron.
Al día siguiente, el presidente Sebastián Piñera decretó Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe por la emergencia sanitaria. Los militares salieron a la calle y se dictó toque de queda: las avenidas quedaron vacías entre las 10 de la noche y las cinco de la mañana.
Durante casi un mes y medio las protestas desaparecieron. Hasta el lunes 18 de mayo, cuando vecinos de la comuna de El Bosque, en Santiago, salieron a manifestarse por la falta de alimentos y trabajo, luego de un mes en cuarentena, acusando a las autoridades de no darles ayuda. Levantaron barricadas y el cuerpo de Carabineros llegó con sus carros lanza agua y lanza gases.
En la tarde, un grupo de personas saqueó una distribuidora de gas y se registraron protestas en diversas comunas del Gran Santiago, una zona con 6 millones y medio de habitantes por primera vez en cuarentena total, en la región que concentra 8 de cada 10 contagios del país.
Esa misma noche, los hermanos Andrea y Octavio Gana, artistas visuales fundadores del estudio Delight Lab, dedicado a la experimentación en torno al video, la luz y el espacio, se colocaron de nuevo detrás de los aparatos y proyectaron otra palabra sobre el edificio en la plaza rebautizada como Dignidad. Esta vez decía: “Hambre”.
Dos meses antes, cuando había menos de 300 casos confirmados de la COVID-19, un grupo de alcaldes, el Colegio Médico y más de 20 sociedades científicas pidieron al gobierno chileno que decretara cuarentena total para frenar el avance del virus.
“¿Y quién se va a preocupar de la generación eléctrica, del agua potable, de los medicamentos? Hay que preocuparse no solamente de cómo protegemos la salud de los chilenos (sino también de cómo) los abastecemos de los bienes y servicios básicos para la vida”, respondió el presidente Piñera, quien recibió la pandemia con el nivel de aprobación más bajo de un mandatario desde el regreso a la democracia: 6%.
Las redes sociales se llenaron de comentarios y acusaron al gobierno de colocar la economía por encima de la vida humana. “Lo que se está diciendo es absurdo. Es una medida desproporcionada”, argumentó el ministro de Salud.
“Las cuarentenas producen hambre, miseria, conmoción social, aumento de los asaltos, de violencia intrafamiliar. (…) Son instrumentos que hay que usar con mucho cuidado”, diría meses después.
El 14 de abril, sin protestas en la calle, el ministro afirmó complacido: “Me atrevería a decir que se ha logrado aplanar la curva”. Chile había puesto en práctica un original sistema de cuarentenas dinámicas donde el confinamiento sólo afectaba a ciertas comunas, o a sectores dentro de ellas, y estaba siendo reconocido a nivel internacional por su baja tasa de letalidad.
Luego de seis semanas desde que se detectó el primer caso, el país había lamentado la muerte de 94 personas, un número bajo comparado con otros países de la región.
Unos días más tarde, cuando se reportaban más de 8 mil 800 contagios, el presidente Piñera ordenó el regreso paulatino de los empleados públicos a las oficinas, despertando un profundo rechazo por parte de la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales. También habló de una “nueva normalidad”, que incluía un retorno gradual a clases que debía darse “lo más luego posible”.
La subsecretaria de Salud se sumó al optimismo. Dijo que se podía salir a tomar café con un máximo de cuatro amigos y se permitió la apertura de un centro comercial en la acomodada comuna de Las Condes, que tuvo que cerrar al día siguiente porque en 24 horas se reportaron casi mil contagios, la mayoría en la Región Metropolitana.
El Gobierno daba a la ciudadanía una cuestionada señal de seguridad y los fallecidos casi se duplicaron en ocho días.
Jóvenes de la “primera línea” de las protestas salieron de nuevo a la calle, esta vez equipados con guantes, paños y rociadores con cloro. Usando capuchas, desinfectaron los pasamanos de escaleras mecánicas y vagones de las mismas líneas de metro que seis meses antes habían sido incendiadas en medio de la revuelta de octubre. “El pueblo ayuda al pueblo”, decían mientras algunos pasajeros les aplaudían. “Lo que no hace Piñera lo hacen ustedes, chiquillos”, les gritaban de vuelta. Su crítica era clara: “Los trabajadores de los barrios bajos son los que están saliendo a la calle, porque se mueren por coronavirus o se mueren de hambre”.
A los pocos días todo cambió. Hubo más de mil 400 contagios en 24 horas. El ministro de Salud llamó a la calma: “La infraestructura hospitalaria está muy holgada y puede tolerar un aumento muy significativo de casos, que en mi opinión no va a ocurrir”.
Dos días después, el Gobierno decretó cuarentena total en el Gran Santiago.
El hospital El Pino se vio sobrepasado el 18 de mayo. “Estamos colapsados, las 31 camas UCI están ocupadas”, aceptó esa noche el jefe de urgencias. Once ambulancias hacían sonar sus sirenas a modo de protesta.
“Todos los pacientes que requieren una cama en nuestro país la van a tener”, intentó tranquilizar la subsecretaria de Salud y recordó que al comienzo de la pandemia el Gobierno decretó que las redes pública y privada de salud se integrarían para tratar a pacientes COVID-19. A esa fecha había 455 ventiladores disponibles y más de 4 mil pacientes hospitalizados, 134 de los cuales se encontraban en estado crítico.
Hoy, 29 de mayo, la epidemia sigue en ascenso: casi 91 mil casos confirmados y 904 fallecimientos.
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Los feriantes, vendedores ambulantes y trabajadores informales quedaron sin ingresos. Para muchos, sobrevivir en Chile ya era duro. Hasta antes de la pandemia, la mitad de los trabajadores ganaba menos de 562 dólares al mes y las mujeres pensionadas recibían 266 dólares en promedio, en un país donde el precio del pan, las papas, el arroz y los huevos, entre otros alimentos básicos, es de los más caros de la región.
Para hacer frente a lo que llamó “la pandemia de la recesión”, el presidente Piñera anunció una serie de medidas, entre las cuales está la Ley de Protección del Empleo, que impide ser despedido si no se puede ir a trabajar por estar en cuarentena, pero no obliga al empleador a pagar el salario. Tampoco lo hace el Estado, sino el mismo trabajador: la ley autoriza que aunque no haya sido despedido, el trabajador puede retirar el dinero que ha acumulado en su fondo de cesantía.
Con el Gran Santiago en cuarentena total, el domingo 17 de mayo el mandatario anunció que se darían 2.5 millones de cajas de alimentos a familias de bajos recursos para evitar que salieran de sus casas. Pero los encargados de la operación calcularon que tomaría tres meses distribuirlas por la complejidad logística. Expertos explicaron que comprar al mismo tiempo 2.5 millones de paquetes de lentejas, por ejemplo, quebraría el stock nacional y al ser un producto importado, traerlo al país tomaría al menos 40 días.
Tres comunas recibieron primero las cajas, pero El Bosque, cuyos habitantes salieron a protestar por hambre, no fue una de ellas. La noche de esas manifestaciones, la pareja de artistas proyectó la palabra “Hambre” sobre la torre del edificio en la Plaza de la Dignidad.
Al día siguiente, un diputado oficialista pidió que se investigara al par de artistas que llevan 11 años usando luz para hacer intervenciones artísticas ante crisis sociales y ambientales. Octavio y Andrea recibieron amenazas, les hackearon sus redes sociales y subieron a internet sus fotografías y documentos de identidad.
Hambre. Esa es la palabra. La Comisión Económica para América Latina está preocupada porque teme que el enojo social en Chile sea mayor que el que originó el estallido de 2019. “La desigualdad y la pandemia han demostrado grandes deficiencias estructurales que se vienen arrastrando en materia de salud y protección social”, alertó Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de este organismo de la ONU.
En la noche del 19 de mayo, un camión sin placa, escoltado por Carabineros en pleno toque de queda, apuntó unos focos potentes para iluminar el edificio en la Plaza de la Dignidad e impedir que se leyera la palabra proyectada. Esta vez decía “Humanidad”.
Colombia
El hambre y el desempleo se imponen a la pandemia
Por Diana Salinas
Desde mañana y hasta el 30 de junio, los colombianos pasarán de la cuarentena al “aislamiento inteligente”. Esta nueva medida del gobierno prioriza la reactivación del comercio, el servicio doméstico y los servicios profesionales.
Hay lugares de Colombia que en este mismo instante son una ebullición de vendedores ambulantes, puestos de frutas, hilera de motos estacionadas a los lados, taxis en medio de la vía, romería de caminantes en las aceras o en medio de la calle.
El ambiente se inunda con bullicio, reverberación, tensión, escándalo musical, frutas en venta, olor a café, aguas aromáticas de hierbas; el domiciliario que va y viene.
Un momento: ¿Colombia no estaba en cuarentena desde el pasado 24 de marzo? Sí, pero ocurre que de a poco el paisaje dejó de ser el de las plazas emblemáticas sin gente, instantáneas de película apocalíptica.
Al ritmo de las medidas del Gobierno, que decidió activar diversos sectores económicos, el pánico del virus pareció asentarse.
Con cerca de 70 días bajo emergencia y confinados, el bullicio regresó a pequeñas dosis a las calles y con él Colombia transita hacia lo que parecen ser los últimos días de esas postales solitarias y silenciosas.
Es que por muy difíciles que sean las cifras de contagio, por más que aumenten de a mil casos por día, como está sucediendo a finales de mayo, nada parece atajar al 47 por ciento de la población que sobrevive a punta de trabajo informal.
La falta de empleo y de ingresos para comer obligó a mucha gente a sacar pañuelos rojos en señal de ayuda. Al principio eran pocas las prendas rojas que colgaban en las casas. Pero con el paso de los días, la solidaridad no alcanzó y se convirtió en una marea roja que se regó por varios barrios de la capital.
Es por eso, por la urgencia vital de llevarse algo cada día a la mesa, que en Bogotá ya salen a las calles más de dos millones de habitantes, según datos de la alcaldía.
Es por esa urgencia que el Gobierno no tuvo más opción que empezar a reactivar diversos sectores económicos desde mediados de mayo. No había manera de contener la tensión provocada por la parálisis a la que se han enfrentado micro y pequeños empresarios que clamaron por ayuda para pagar sueldos, para salvar la mayor parte del 90 por ciento del empleo que aportan al país.
Nunca hay que subestimar el poder de la angustia y la zozobra económica, el aguante de 70 días bajo emergencia.
El Gobierno ha anunciado que a partir del 1 de junio y hasta el 30 se buscará que todo retorne a la supuesta normalidad, con un registro de poco más de 28 mil 200 contagiados con el virus, según el Instituto Nacional de Salud.
Se continuará en cuarentena, sí, pero se llamará “aislamiento inteligente”, un plan mediante el cual se activarán actividades económicas como el comercio, el servicio doméstico y los servicios profesionales.
No hay cómo anticipar qué tanto cambió la vida. Por ahora es preciso decir que sin tapabocas no es posible salir a la calle. Su uso es obligatorio por disposición oficial. Aunque en las calles se puede ver gente que no lo usa.
A las entradas y salidas de espacios públicos, como los centros comerciales, se han instalado protocolos de medición de temperatura corporal con aparatos tipo pistola que apuntan a la frente y arrojan el dato para cada una de las personas que ingresan; a partir de 36º quedan registrados los datos personales en planillas. En los accesos siempre se cuenta con alcohol. Está prohibido ingresar sin una dosis en las manos.
La libre circulación se convirtió en un tema de filas con distancias de dos metros, sobre todo para acceder a lugares donde se adquieren alimentos, bancos y servicios de oficina.
Al juntar estas imágenes con la escena inicial, tenemos la portada ampliada de la cuarentena de un país en el que, al menos en el plano formal, el virus tiene la apariencia de estar controlado y vigilado. Y, por eso mismo, el Gobierno se atreve a dar pasos en las calles que reflejan más firmeza. Pero se cree que lo peor está por llegar, según expresan organizaciones como la Federación Médica Colombiana.
El calendario de las universidades y sus clases por zoom vive sus últimos días. Los centros educativos plantean un regreso moderado a las sedes, con un alto porcentaje virtual.
La movilización en el sistema de transporte masivo reducirá el ritmo: sólo al 35% de su capacidad. Las fronteras siguen cerradas y por ahora no hay señales del retorno de los vuelos internos.
Se permitirá que la población salga algunos días, algunas horas, a realizar actividades al aire libre, pero los bares y las discotecas permanecerán cerradas. Los eventos masivos, públicos o privados, seguirán prohibidos.
En pocas palabras: habrá más vida productiva, pero la vida social seguirá confinada.
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Conforme pasaban los días, la sociedad colombiana se fue llenando de “perlas”, como estas tres:
1) Bajo una primera declaración de emergencia, el Gobierno emitió la alucinante cifra de 88 decretos para hacer frente a la COVID-19. Una segunda medida de Emergencia Económica, Social y Ecológica se firmó el 6 de mayo, mes en el que ya se cuentan otros 11 decretos más.
2) La población de más de 60 y 70 años fue la más sometida al encierro obligatorio desde el 24 de marzo. Para este grupo sí hay medidas estrictas de encierro que se extenderán hasta el 31 de julio. Hay denuncias de que la atención a la epidemia dejó fuera las necesidades propias del adulto mayor.
3) Unas muertes se encimaron a otras. Casi todos los días de la cuarentena se conoció el asesinato de un líder o lideresa social. Emergieron también los memes por noticias que encendieron la mecha de la indignación, como el contrato por 3 mil 500 millones de pesos para mejorar la imagen del presidente en plena pandemia. Se dispararon las alertas por carencias de equipos para el personal de salud y por la necesidad de un mayor número de pruebas rápidas, pero el presidente Iván Duque pensaba en su imagen.
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La pandemia nos ha enfrentado de nuevo con la muerte. De 1958 a 2012 el conflicto armado en Colombia causó la muerte de 218 mil personas. ¿Qué podría asustarnos más que la guerra? ¿Qué podría asustarnos más que la muerte misma?
Existen semejanzas entre la pandemia y el conflicto armado. Hay parálisis económica, por ejemplo. Más de 3 millones 200 mil personas se han quedado sin trabajo. Una cifra que se parece mucho a la de 2002, cuando el paramilitarismo se encontraba en auge.
El virus trae el recuerdo, actualizado incluso, del viento que recoge arena y polvo y corre solitariamente por calles y plazas que, a fuerza de fuego y metal, quedaron vacías e impregnadas de olor a muerte. No es lo mismo, pero se parece.
La muerte rondaba tanto por el narcotráfico y el conflicto armado que ese suceso, quizá el más importante para un ser humano, pasó a ser un número más. Muchos de los familiares de las 218 mil víctimas del conflicto armado nunca supieron lo sucedido con sus seres queridos. Tampoco lo supieron las familias de las 25 mil víctimas de desaparición forzada. Y la prensa no se preocupó demasiado en ese momento por contar sus historias.
Ahora los días son otros, pero, de igual manera, se requiere saber quiénes eran, cómo y en qué circunstancias han muerto las 890 personas que hasta el 29 de mayo han fallecido a causa de la COVID-19.
Colombia, entonces y hoy, ha enfrentado la muerte a distancia por distintas circunstancias.
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Si en Europa la vida pareció cantar como rechazo al encierro, en Colombia aún se agitan, rasgadas por el viento, las prendas rojas que aparecieron como símbolo del hambre en cuarentena.
El sonido del viento estremece los vidrios de las ventanas del apartamento que habito. Afuera, no muy lejos, se escuchan las risas de dos personas que se detuvieron a conversar. Eso no sucedía desde hace un par de meses. Me asomo a la ventana.
Una pareja se ha sentado en el parque, como en picnic. Hasta ahora son los únicos que he visto que se atreven a tomarse un rato para contemplar la tarde. Llevan tapabocas y se los acomodan para beber algo que supongo es café. Están sentados con las piernas extendidas y miran hacia adelante. Parecen disfrutar el viento que advierte que junio, finalmente, ha llegado.
Ecuador
El retorno a las calles después del horror
Por José María León Cabrera
Con la pandemia aún en ascenso, los ecuatorianos tienen que regresar a las calles para sostener a sus familias. Después del colapso de las funerarias y los féretros a la intemperie, al país le toca iniciar una recuperación nacional.
La gente volvió a las calles. El 20 de mayo de 2020, Guayaquil se convirtió en una viuda que se levanta el manto y apreta los labios: el horror es indeleble pero la vida sigue. El puerto de cerca de tres millones de personas, hervidero comercial y epicentro de la pandemia en el país, cambió su semáforo de movilidad de rojo a amarillo. Según las normas que rigen la emergencia sanitaria, la reapertura gradual de Ecuador y su maltrecha economía es decisión de cada ciudad y debe seguir la lógica de la ubicua señal de tránsito: en amarillo termina la forma más severa de la cuarentena.
La cautelosa lucecita intermedia inaugura ese escenario que nadie sabe bien de qué trata, pero del que todo el mundo habla: la nueva normalidad. En la versión ecuatoriana, significa retomar el trabajo presencial, pero sólo con la mitad de los empleados presentes. El toque de queda, que antes empezaba a las dos de la tarde, se extiende hasta las siete de la noche. Pero la realidad ha rebasado los planes estatales. “Esta ciudad está en verde hace días”, dice un funcionario municipal que habla a condición de anonimato.
La pandemia no está controlada ni por asomo, aunque muchos sienten que lo peor ha pasado: hay que salir a trabajar, a vender, a negociar. El miedo se desvanece con las semanas; el hambre, todo lo contrario.
Han transcurrido 75 días desde que el Ecuador se recogió sobre su vientre y se encerró. El 16 de marzo de 2020, el presidente de la República declaró al país en emergencia “por calamidad pública nacional”. Los aviones se quedaron en tierra, los buses no salieron de sus estaciones, los edificios de oficinas se vaciaron y los patios de las escuelas se inundaron de silencio. Pero como en el cuento de Edgar Allan Poe, la plaga habitaba ya dentro del claustro.
Como hace cinco siglos, llegó de España. El 14 de febrero, mientras las parejas hacían filas sin distancias sociales ni barbijos en restaurantes y hoteles, y las flores llegaban a casas y oficinas en manos de repartidores sin trajes herméticos, y los amigos y las amigas se saludaban con besos y abrazos en las barras y en las veredas, una mujer se bajó de un avión en Guayaquil.
Tenía 71 años y unos grados de fiebre. Viajó cientos de kilómetros y visitó a decenas de parientes. Muy pronto fue bautizada como la “paciente cero” y las redes sociales se rebosaron de su propia sustancia compartiendo sus fotos y videos más íntimos, al punto de que su familia tuvo que rogar por clemencia.
Un mes después de haber llegado a Ecuador, la paciente cero murió de la COVID-19. Pero ella, dicen los epidemiólogos, sólo era el punto de partida conocido. Entre el 1 de enero y el 14 de marzo de 2020, más de 38 mil personas entraron a Ecuador por aire y mar desde España.
Los férreos lazos que unen a ambos países están fundados en la crisis de hace 20 años, cuando otra plaga —la de la avaricia, el descontrol y la corrupción— produjo la más grave crisis económica de la historia nacional, que desembocó en la migración de más de dos millones de personas.
Un estudio reciente descubrió, además, que el virus halló otras puertas ‒más pequeñas pero igual de abiertas‒ en Rumichaca, en la frontera con Colombia, y en Huaquillas, en el límite con Perú.
En el peregrinaje de este Gólgota nacional que ha durado dos meses y medio, la COVID-19 ha matado, según las cifras oficiales, a 3 mil 334 personas. Otros 2 mil 129 fallecimientos están catalogados como sospechosos. Pero en cementerios, funerarias, y hasta en las casas y las calles, la cuenta rebasó de largo ese número.
A finales de marzo, el horror se había hecho carne y se paseaba por Guayaquil como un jinete bíblico. La gente moría en sus casas, en los hospitales y en las veredas. Se desplomaba antes de ingresar al hospital. Cientos dejaron a su padre, a su madre, a su tía, a su abuela, al cuñado, en la puerta de una emergencia. Se despidieron sin poder tocarlos y nunca más los vieron vivos.
La ciudad se convirtió en sinónimo de lo macabro: por el mundo dieron vueltas imágenes de los cuerpos sacados en féretros improvisados y dejados a la intemperie. Hacía días que sus familiares los habían envuelto en sábanas y fundas, acomodándolos en las mismas camas en las que habían fallecido, sobre las que rociaron cal para contrarrestar el olor de la descomposición. Las funerarias privadas cerraron, incapaces de sostener el ritmo que la muerte exigía: 300, 400, 500 muertos diarios.
No había quién se hiciera cargo de los cuerpos. Sus familiares, dolidos y desesperados, tuvieron que romper el aislamiento obligatorio para recorrer morgues y contenedores refrigerados atestados de fundas negras. Buscaban a sus muertos. Pero en la mayoría de casos era en vano: no había cómo encontrarlos y no había quién ayudara a llevarlos a camposantos y crematorios.
Fueron tantos que se acabaron los ataúdes y empezaron a usarse féretros de cartón. Es difícil imaginar algo más indigno que ver pudrirse a un ser amado o tener que enterrarlo entre cuatro endebles paredes corrugadas.
La gente pedía a sus muertos y la gente pedía que la cuenta fatal fuera precisa. La cifra oficial era una mueca de la realidad. Hasta que el Registro Civil, el órgano estatal que inscribe nacimientos, casamientos, divorcios y defunciones, reveló que en Guayas, la provincia donde se ubica Guayaquil, hubo casi 11 mil decesos en marzo y abril: tres veces más que en enero y febrero. Eran tantos y tanta la ineficiencia que muchos cuerpos se perdieron.
El paroxismo del absurdo llegó a ser tal que una mujer que había sido declarada muerta y sus cenizas entregadas a su familia, reapareció al pie de su casa unos días después. Nadie sabe aún de quién eran los restos que entregaron a sus hijos.
Como si eso no fuera suficiente, como si la plaga estuviese determinada a no llegar sola, durante esos 75 días el precio del principal producto de exportación ecuatoriano, el petróleo, cayó por debajo de cero por primera vez en la historia. Además, al país se le rompieron sus dos oleoductos por un socavón de tierra en la Amazonía, donde otra tragedia se cuece lentamente.
Al menos 150 mil personas se quedaron sin trabajo y se estima que la pérdida acumulada de 2020 será de 12 mil millones de dólares ‒la mitad de los ingresos del país‒.
Tras los peores días de la crisis de los cadáveres, empezó a supurar uno de sus males crónicos: la corrupción. Una red de sobreprecios y tráfico de influencias en los hospitales del país quedó en evidencia cuando se supo que, entre otras cosas, había contratos para comprar equipos de protección con sobreprecios de hasta 9 mil por ciento.
Aun entonces, la gente volvió a las calles. Mucho antes de lo que las autoridades están dispuestas a admitir. A seguir buscando a sus muertos: hasta el 18 de mayo, 90 cadáveres seguían sin ser identificados en Guayaquil. La gente volvió a la calle a intentar salvar a sus enfermos: decenas de pacientes con condiciones crónicas y catastróficas no han recibido sus tratamientos desde finales de febrero.
La gente volvió a las calles para escapar (aunque sea por unas horas) de sus hermanos golpeadores, abuelos violadores y maridos asesinos con los que habitaron un claustro que fue un agujero negro violento, desde el cual los pedidos de auxilio eran imposibles y que contaba 12 asesinatos de mujeres y 10 de niños al 21 de mayo.
La gente volvió a las calles con barbijos y guantes. Algunos lograron incluso tomárselo con humor: “Esta es la oportunidad de los feos con ojos bonitos”, bromea, acomodándose la mascarilla, el yerno de un hombre que estuvo 31 días en cuidados intensivos y, al final, logró sobrevivir al virus. La vida es un cúmulo de risas, llantos, silencio y esfuerzos.
La gente salió a las calles porque tiene que ganarse la vida. “Si yo no trabajo hoy, yo no como”, dice un vendedor callejero en Quito. Otro, un migrante que cuida carros, formula una aritmética de la supervivencia: “En el pueblo de donde yo vengo, me dio cuatro veces malaria. Si sobreviví a eso, sobreviviré al coronavirus”.
Darío Figueroa, un hombre que tuvo que hacerse un traje protector de fundas de basura para buscar el cadáver de su madre en la morgue de un hospital en Guayaquil, sabe que salir es lo único que puede hacer. “Yo hago lo que tenga que hacer para sobrevivir. Si tengo que hacer de albañil, hago; si tengo que ser gasfitero o electricista, soy; y si tengo que vender cosas en la calle, las vendo”.
El recuerdo de lo espeluznante está tan vivo como en los días en que los muertos se contaban de 500 en 500, pero imaginar el futuro es casi tan sobrecogedor. Lo primero no tiene remedio: no hay vacuna ni tratamiento. Lo segundo, al menos para mucha gente, sí: volver a las calles.
Perú
Un país enamorado de su comida teme ir al mercado
Por Renzo Gómez Vega
En el Perú los mercados se han convertido en el tercer foco más infeccioso de COVID-19. ¿Cómo mantenernos protegidos cuando se trata de la única visita que ningún peruano puede evitar?
La cronología de esta pandemia indica que la primera víctima mortal de coronavirus fue un hombre de 61 años que se contagió en un mercado de mariscos en la tristemente célebre Wuhan. Y es desde ese mercado en China que una nueva enfermedad se esparció al resto del mundo. Ahora, con más de dos meses de aislamiento encima y sin poder aplacar la curva de contagios, los peruanos también hemos empezado a cuestionar la higiene y seguridad de nuestros mercados. En Lima, la capital gastronómica de América Latina, semana a semana van cerrando los centros de abastos de distintos distritos por presentar un alto número de vendedores infectados. Como ha repetido el presidente Martín Vizcarra, nuestros más de 2.500 mercados son uno de los tres principales focos infecciosos de la COVID-19 en el país.
El Gobierno peruano fue el primero en Latinoamérica en ordenar a sus habitantes recluirse en sus hogares para protegerse. Los peruanos estamos en estado de emergencia desde el 16 de marzo. Con esa pronta reacción nos ganamos una lluvia de aplausos virtuales en el continente. Cantamos a viva voz desde nuestras azoteas, ventanas y balcones el valse Contigo Perú durante tantas noches que desgastamos el sentido de sus versos. Pero fuimos demasiado optimistas. Quizás ingenuos. Creímos que estábamos haciendo las cosas bien y resulta que ahora somos el país con más infectados, 124 mil, en América Latina solo por detrás de Brasil, ocupando, además, la duodécima casilla en el mundo.
¿Qué pasó? ¿Por qué hemos alcanzado los 3.500 muertos? Probablemente porque una vez más se comprueba la inmensa brecha que existe entre la teoría y la práctica. Si hay un virus letal y contagioso en las calles, lo más seguro es dictar una cuarentena nacional y que todos se mantengan resguardados. Sin embargo, ¿pueden los peruanos quedarse en casa? Casi el 70% de la población son trabajadores informales y su supervivencia depende del ingreso diario que consiguen en las calles. Además, nuestras carencias sanitarias y estructurales de las que muy pocos gobiernos se ocuparon en el pasado ahora se manifiestan con numerosos casos positivos de COVID-19 a raíz de sitios que se pueden visitar en cuarentena como hospitales, bancos y mercados.
El investigador Eduardo Zegarra dice que existe un profundo desconocimiento de parte de las autoridades sobre nuestros hábitos de desplazamiento y de compra. Nuestra predilección por la comida fresca, por ejemplo. Los peruanos elegimos el pescado del muelle para nuestros ceviches y nunca en la sección congelados de un supermercado. Si a esto le sumamos que, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares del Perú (ENAHO) de 2019, solo el 21,9% de hogares pobres en el país cuenta con una refrigeradora, la recomendada visita quincenal al mercado resulta imposible de seguir. Somos un país sin refrigeradoras que ama la comida fresca.
Quizás por eso ahora en los mercados más representativos de la capital el índice de contagios es una invitación a quedarse en casa: Mercado Modelo de Frutas de La Victoria (86%), Mercado Mayorista de Frutas también en La Victoria (79%), y Mercado de Santa Anita (70%). Todo como parte de una muestra de más de cinco mil comerciantes de distintos rincones del país a quienes se les realizó pruebas rápidas de descarte. Y donde un poco más de la tercera parte (36%) dieron positivo.
Eduardo Zegarra señala que los mercados mayoristas reúnen entre 20 mil y 30 mil personas a diario. El economista sospecha que ese mar de gente no se ha reducido precisamente durante la cuarentena, pues fue un sector que no paró. Y cuya demanda más bien creció. De hecho, anota que los cierres temporales de mercados infectados solo generaron que vendedores informales ofrecieran sus productos alrededor.
Hace poco, el dirigente Andrés Tupiño de la Federación Nacional de Trabajadores en Mercados (Fenatm) reconoció a la agencia EFE que las condiciones de salubridad en los mercados no han sido óptimas. Pero que eso se debe, en gran medida, a que los edificaron solos, sin ninguna guía del Estado. Según dice, el 90% de los mercados de Lima son particulares.
Por realidades como esta se ha prorrogado por quinta vez el aislamiento social obligatorio. Ya no de quince en quince sino en cuarenta días hasta el 30 de junio, convirtiéndonos en el país con la cuarentena más larga del planeta. Los peruanos aún no podemos salir a las calles porque sistemas esenciales como los mercados y el transporte público no están listos para brindarnos seguridad.
Esta prórroga, además, ha traído consigo una nueva convivencia social. O, en todo caso, se han establecido los lineamientos a través de un decreto supremo. El toque de queda, que llegó a ser de 4:00p.m. a 5:00a.m. en los departamentos de la costa norte del país, se ha estirado de 9:00p.m. a 4:00a.m. a nivel nacional, salvo esa misma cadena de ciudades norteñas y algunos departamentos de la selva en estado de vulnerabilidad. La salida de los domingos, eso sí, continuará prohibida para todos. En el Perú no hablábamos de toques de queda desde la época del conflicto armado interno allá por los ochenta.
Si bien el cierre de fronteras persistirá, así como el transporte interprovincial de pasajeros, en ese decreto supremo se ha aprobado la reanudación de una serie de actividades como el uso de vehículos particulares, aunque solo dentro del distrito de residencia; el desplazamiento diario de niños menores de 14 años por media hora a no más de cinco cuadras de distancia; y una lista de servicios como odontología, informática, comercio electrónico, delivery por aplicativos móviles, jardinería, carpintería y peluquería. Es más, se ha habilitado nuestro aún endeble fútbol profesional pero sin público. Después de la comida, nada entretiene más a los peruanos que ver rodar una pelota aunque sea a puertas cerradas.
Los mercados, supermercados y establecimientos minoristas de alimentación han merecido también algunos renglones en esta nueva convivencia social. Funcionarán a la mitad de su aforo, previa desinfección al ingreso, y el uso obligatorio de mascarillas. Además de una distancia entre los clientes no menor a un metro. Correcciones en marcha después de setenta días.
Venezuela
La resistencia de un país que aprendió a vivir en crisis
Por Edgar López y Mariana Souquett
Varios servicios de salud venezolanos funcionan sin agua y jabón en medio de la pandemia. La llegada del coronavirus a un país que ya vivía una crisis humanitaria compleja hace que su población ponga a prueba una vez más su capacidad de resistencia.
Venezuela enfrenta a la COVID-19 como lo haría un joven boxeador amateur frente a un experimentado profesional que le dobla el peso y la potencia: con mucha voluntad y con la esperanza de que la letalidad de los golpes le cause los menos destrozos posibles.
La voluntad y la esperanza, sin embargo, no alcanzan a cubrir los visibles huecos de un sistema público de salud atrofiado, disfuncional desde mucho antes de que la pandemia arribara al país.
Eso lo saben millones de ciudadanos y mejor lo saben los profesionales de la salud que han lidiado desde hace años, y hasta límites difíciles de imaginar, con las carencias en los hospitales públicos.
Human Rights Watch y los centros de Salud Pública y Derechos Humanos y de Salud Humanitaria de la Universidad Johns Hopkins lo han dicho sinconcesiones: “El sistema de salud de Venezuela ha colapsado. La escasez de medicamentos e insumos médicos, la interrupción del suministro de servicios públicos básicos en centros de salud y la emigración de trabajadores sanitarioshan provocado una reducción progresiva de la capacidad de proveer atención médica”.
¿Cómo detener la propagación del virus con un sistema de salud precario, en el que despiertan particular preocupación la escasez de agua, algo ya endémico en Venezuela, y la falta de medios de limpieza e higiene?
La respuesta, dice el reporte de los investigadores, es que no hay manera, según los testimonios que recogieron de personal de 14 hospitales públicos de Caracas y otras ciudades. “Prácticamente no hay jabón ni desinfectante en sus clínicas y hospitales. Con el aumento de la inflación y la devaluación de los salarios, cada vez les resulta más difícil llevar sus propios insumos, como jeringas o guantes”.
Es común que los cortes de agua afecten a los hospitales de la capital, pero en los ubicados fuera de las principales ciudades la situación es peor: “Los cortes de agua han durado semanas e incluso meses”.
El 9 de marzo, días antes de que se confirmaran los primeros casos, empleados del hospital José Ignacio Baldó, uno de los centros centinela de Caracas, denunciaron que no estaban en capacidad de atender la emergencia. No contaban con agua corriente, equipos de radiología ni capacidad de laboratorio para hacer un simple análisis de sangre completo.
Los pacientes y el personal se ven obligados a llevar su propia agua para consumo, “para lavarse las manos antes y después de procedimientos médicos, para limpiar insumos quirúrgicos y, a veces, para descargar los inodoros”.
Según la Encuesta Nacional de Hospitales, iniciativa de la organización Médicos por la Salud, 70 por ciento de los hospitales reportaron fallas en el suministro de agua durante todo 2019.
Esa acentuada escasez, advierte el reporte de Human Rights Watch, también ha provocado que no haya servicio de lavandería en los hospitales y que el personal se exponga a llevar infecciones a sus hogares si mezclan su ropa con las de otros familiares al lavarla.
Quizá por ello una de las primeras medidas tomadas por el presidente Nicolás Maduro para lidiar con la emergencia sanitaria fue monopolizar la información y perseguir y acosar a periodistas y médicos que ofrecieran una versión diferente a la oficial sobre la propagación en Venezuela.
Hay que decir que no todos los venezolanos están atentos a la alocución presidencial, transmitida en cadena de televisión al final de cada día. Y si hablamos de televisión, habrá que decir también que unos 10 millones de venezolanos (un tercio de la población) podrían estar más preocupados por la reciente suspensión de DirecTV, en acatamiento a las prohibiciones impuestas por Estados Unidos.
Aunque parezca una nimiedad en comparación con las deficiencias de gasolina, agua, electricidad, gas doméstico e internet en el país –agudizadas por dos meses y medio de aislamiento–, muchos resienten la pérdida de la televisión satelital como opción de información y ocio durante el confinamiento en casa.
El recrudecimiento de la escasez de gasolina en Caracas ha sido más determinante en aplacar el ritmo de la ciudad que las medidas de distanciamiento físico, aplicadas con mano militar incluso mediante las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional, agrupación “implicada en el pasado en ejecuciones extrajudiciales”, según reporta Human Rights Watch.
En Catia, al oeste de la capital, las estructuras de una red de vecinos y milicianos controladas por el partido de Nicolás Maduro se sumó a la instauración de toques de queda no reglamentados, pero cuya violación podría acarrear hasta arrestos.
Inicialmente prohibieron la circulación los miércoles y los domingos y expidieron pases de movilidad; un solo un miembro de cada familia saldría a la calle a hacer compras. “Pero eso no funcionó y toda Catia se ha mantenido atiborrada durante la cuarentena”, advierte una residente del sector.
El presidente Maduro insiste en que la pandemia se encuentra bajo control y se ufana de que se ha logrado aplanar la curva de contagios, lo que ha despertado suspicacias en la comunidad científica nacional e internacional, sobre todo porque sólo existe un laboratorio que realiza pruebas moleculares y porque el despegue de la curva epidemiológica parece haber iniciado: entre el 16 y el 29 de mayo se reportaron 901 nuevos casos, un incremento de casi 200%, para totalizar mil 370 contagios confirmados.
La cifra oficial de personas que han fallecido ha dejado a la comunidad científica con los ojos abiertos: sólo 14. Pero ese número ha sido desestimado por los especialistas de la Universidad Johns Hopkins. “La cifra real es seguramente mucho mayor debido a la escasa disponibilidad de pruebas confiables y la total falta de transparencia”, sostiene Kathleen Page, investigadora de la Facultad de Medicina de esa universidad.
Lo cierto es que, agravadas por la contingencia, las necesidades básicas de la población están insatisfechas. Casi todo escasea. Desde los medicamentos e insumos para atender a los afectados por la COVID-19 y otras enfermedades, hasta la gasolina, el agua y la comida.
Venezuela tenía la gasolina más barata del mundo: menos de un centavo de dólar. Ahora los venezolanos tienen que pagar precios de hasta cuatro dólares por litro. Y la importan.
La carencia de combustible dificulta además el acceso a los alimentos. Según encuestas realizadas por grupos afines al gobierno, esa es la principal preocupación de 88 por ciento de los venezolanos.
En medio de la pandemia, más venezolanos se han quedado sin agua. Procedentes de China, a mediados de mayo llegaron 250 cisternas, cada una con capacidad para transportar 30 mil litros de agua, con el propósito de paliar la crisis tras el colapso de los sistemas de bombeo.
No sólo es el hecho de que la población se vea impedida de practicar las medidas de higiene, como en el caso de Rosa Figueredo, una madre soltera residente de uno de los barrios de La Vega, en la capital. No tiene agua suficiente para lavar sus manos y las de sus tres hijos pequeños y cumplir así con la más básica de las recomendaciones.
Ahora que han llegado las cisternas chinas la gente se arremolina en torno a ellas, cuerpo contra cuerpo, ocupando todo el espacio de una estrecha calle del barrio caraqueño de José Félix Ribas, respirando y gritando a unos centímetros del otro, sin protección alguna, buscando que a sus tambos de plástico color azul les toque la mayor cantidad de líquido posible.
Hombres, mujeres, mayores, blancos, negras, buscan hablar más y más alto para que les hagan caso. El vocerío se eleva entre las casas a medio terminar cuando un grito cerca del celular que graba la escena este 27 de mayo lo sintetiza, no sin ironía: “Positivo para el coronavirus”. Muchos ríen.
La emergencia humanitaria se ha exacerbado durante la cuarentena y la supervivencia es lo que distingue a Venezuela y el ánimo de su gente. Algunos se hunden en la depresión que causa el desamparo y otros echan mano de la capacidad de resiliencia desarrollada en los últimos años.
La incertidumbre sobre el futuro también alcanza la posibilidad de que se flexibilice la cuarentena. El 21 de mayo, se avisó que se anunciaría un plan. Pero a la fecha aún se ha hecho.
Antes, en un primer ensayo, se permitió la circulación en espacios públicos de niños, niñas y adolescentes acompañados de sus padres o tutores, así como de adultos mayores, en horarios restringidos durante los fines de semana.
Sin embargo, ante un brote, las autoridades responden con la radicalización de las medidas. El plan en ciernes consiste en establecer franjas horarias. Pero en las fronteras se mantendrán las restricciones, incluso con ejercicios militares, anunció el Ejecutivo nacional.
Las condiciones de la vida real aumentan la posibilidad de contagio. Jesús González, administrador de empresas de 32 años, cuenta cómo su diario trajinar lo convierte en blanco potencial: “Pudiera trabajar desde casa, pero la conexión a internet es pésima. Tengo automóvil, pero no gasolina. Traté de tomar el Metro, pero el servicio está reservado para quienes trabajan en las áreas de salud y alimentos”.
Angustiado, se vio obligado a abordar una unidad de transporte superficial: “Por la escasez de gasolina, muy pocas están en circulación y por lo general están atiborradas”. Él lo sabe: “Salir a trabajar con tantas dificultades para movilizarse implica un altísimo riesgo de contraer el virus”.
Así que a Jesús poco le dice el discurso de que la epidemia está bajo control y que se ha aplanado la curva, sobre todo después de que la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, una de las más acreditadas autoridades científicas, difundió un estudio que ofrece una versión distinta.
La investigación calcula que existe un subregistro de casos de 63% a 95% y proyecta un pico que varía entre mil y 4 mil diarios entre junio y septiembre, datos que despertaron la irritación oficial.
Hubo ataques en su contra y ellos reaccionaron: “Nos preocupa como científicos que se nos persiga y señale por un informe técnico cuyo objetivo es el de contribuir al mejor manejo de esta pandemia”.
Y dejaron una última frase: Venezuela “debe prepararse para el pico de la epidemia, como lo han hecho otros países latinoamericanos”.
Estos reportajes forman parte del Programa Lupa, liderado por la plataforma digital colaborativa Salud con Lupa, con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).