Texto y fotografía: Julio Serrano Echeverría 500 años es una referencia temporal que, desde 1992 hasta todavía avanzado este siglo, seguirá siendo motivo de conmemoraciones y de controversias. La historia …
Texto y fotografía: Julio Serrano Echeverría
500 años es una referencia temporal que, desde 1992 hasta todavía avanzado este siglo, seguirá siendo motivo de conmemoraciones y de controversias. La historia es una máquina compleja que tiene un código muy particular en los sistemas calendáricos, para ponerlo en esa perspectiva ¿qué implica una conmemoración decimal en un sustrato vigesimal? Esa sería otra forma de complejizar lo que en este mes de mayo de 2024 sucedió en Quetzaltenango. 500 años de la fundación de la ciudad por, nada más y nada menos que, Pedro de Alvarado.
La historia es una máquina asombrosa, también. Es apasionante cómo estos movimientos temporales despiertan, señalan, recuerdan, iluminan símbolos esenciales de un pueblo que es muchos pueblos, como el quetzalteco. Belem Méndez Bauer es una arqueóloga quetzalteca que hizo su tesis de maestría en la Unam sobre la historia e identidad de Quetzaltenango, en ella señala la expansión del reino k´iche´ dirigida por el rey Q’uik’ab que implicaría la victoria de estos sobre los mames de Culajá, y por tanto la fundación de Xelajuj. Es arriesgado señalar una fecha, pero por cruce de distintas fuentes es posible pensar que esta expansión sucedió entre 1425 y 1475 de la era común; y que la población en el actual Quetzaltenango es rastreable arqueológicamente en al menos 15 sitios que recorren 1500 años por explorar y ser contados.
Igual se celebró.
Fiestas, conciertos, procesiones, convites, publicaciones, mantas de vinilo colgando de edificios bellos, Xela orgullosa y llena de contradicciones, algunas, es cierto, muy bellas. Uno de los eventos que conmemoró la fundación de la ciudad dentro del modelo de la Colonia, sucedió el domingo 5 de mayo de 2024. Una procesión de dos de las imágenes más amadas por la población quetzalteca, dos niños: el Niño del Santísimo y el Dulce Nombre de Jesús. Alrededor de estas imágenes se encuentra un largo e histórico culto ceremonial bajo la dirección de la élite cultural k´iche´. Una devoción a la que el término “ancestral” hace honor, y por la cual podemos seguir afirmando los quetzaltecos que somos orgullosamente, de pueblo. Némesis civilizatorio, la comunidad es un bosque que de tan tupido, a veces se oscurece.

Dada la conmemoración, salieron por primera vez en la historia ambos niños en la misma anda. Su salida las 9 de la mañana de un domingo coincidía no solo con las fiestas del quinto centenario, sino con la tradición local de hacer un pequeño mercado en el Parque a Centroamérica durante “primer domingo” de cada mes.
Al menos durante la salida, el público era relativamente discreto. Mirábamos con emoción familiar a bailarines de la danza del venado, niños danzantes con su máscara de mono, cofrades k´iche´ con su atavío de autoridad; y por supuesto, una elegante anda con los dos niños, otra vez para que no se olvide: el Niño del Santísimo y el Dulce Nombre de Jesús, nombres compuestos para bebés sagrados rodeados de iconografías de la ciudad: el monumento a la marimba, la casa de la cultura, el puente de los chocoyos, el quiosco del parque, todos en duroport, temblando al ritmo de las personas que le cargaban, y mezclando bolas de algodón con spray y brillantina con un hermoso cielo azul con algunos cirros casi mandados a hacer por aquellos dos pequeños dioses. Una banda procesional acompañaba solemne aquel evento único, placer incontrolable de cucuruchos, emoción maternal de una ciudad con hijos muy diferentes, pero hijos al fin.





Los dos niños alzados a hombros procesionales se encontraron con un joven indígena pintado en el siglo XVIII en el costado de la antigua iglesia colonial. Habían pasado 250 años de la llegada de Alvarado a estas tierras cuando hubo que volver a reconstruir la ciudad entre volcanes, y 250 años después -a medio camino entre la invasión y la celebración del mes- el mural pintado seguía teniendo el estilo de los códices mesoamericanos. La identidad irrenunciable manifiesta en cada esquina, y que, en esta pieza, probablemente una de las obras más importantes del país -el mural-; se mira también la indiferencia latente, es decir, la pulsión de olvido: expuesta a la intemperie, atravesada por un cable de corriente de plástico, a la espaldas de todo el mundo, incluída la Arquidiósesis de Los Altos y el IDAEH.
Salieron los niños sagrados, siguieron su rumbo rodeando el parque. Como suele suceder en las procesiones, la humanidad se partió en dos, quienes seguían y quienes la dejamos ir. En ese segundo grupo, nos quedamos saludándonos entre vecinos en la puerta de catedral, una señora -amiga de la familia como solemos decir por allá-, comenta “dicen que ahorita sale el Padre Eterno, con una prerrogativa por el agua”.





Una de las imágenes más impactantes de la catedral de Xela es esta del Dios padre en una suerte de armadura de plata repujada, con un Cristo, su hijo, crucificado en las piernas. De un chat con amigos que sí saben de procesiones, me decían “nosotros siempre hemos querido verlo y nunca lo hemos cachado”. Porque sí, el Padre Eterno no sale, a él lo sacan para pedirle, me gusta esa palabra, “prerrogativa” que es un poco como “pedirle a Dios un favorón”. Imágenes de alta museografía que ese domingo de conmemoraciones salía por una razón absolutamente distinta a la de los niñitos, pero igual de absoluta en la coherencia, pedirle, y en este caso, suplicarle.
2024 está siendo el año más caliente en la memoria de la población, con suficientes referencias y mediciones que confirman el hecho. Una sequía abrumadora y una necesidad muy única de sacar al más poderoso de los representantes del panteón judeo-cristiano: el mismísimo Dios padre. “Esta procesión solo sale por peticiones” sigue explicando la misma señora. Costumbre antigua como la fe de las abuelas, y como esa misma fe, profunda e infatigable, cargar a la divinidad para cambiar el mundo. Salvo que, para crisis ambiental que pasamos, solo había una decena de brazos para cargarle, y otro par decenas para acompañarle, la atención se la llevaro los niños y el quinto centenario, la sequía la cargaría ese elegante y sencillo grupo de personas k´iche´ que intercederían por nuestro destino.
Recuerdo de mis clases de grecolatina en Letras en la USAC, a un profesor muy griego y muy jutiapaneco acariciando su barba mientras decía “no poder renunciar al sino trágico de los dioses”, tal es la esencia de la tragedia, verla venir y apenas tener tiempo para persignarse, el destino que no se tuerce, los dioses decidiendo por nosotros.
Segunda procesión, casi las 10 am, entre cargadores y público llegaríamos, exagerando a los 50. Sin mayor pompa pero con mucha devoción, atraviesa el pequeño anda la puerta del Altísimo en catedral. Emoción de atestiguar este segundo acto de amor. Nervios de atestiguar cómo se traba la corona del Dios en el cable que atraviesa tambié frente al rostro del personaje maya del mural. Pánico al ver caer la corona en la salida. Terror de pensar que aquello podría ser el peor de los augurios para nuestra petición del agua.
Inmediatamente los cargadores giran el anda y la colocan sobre el suelo. Miedo, cierta verguenza de haberle hecho eso al rey de reyes, duda de qué hacer. Buscan al más flaco mientras todos vemos la verdadera cabeza de Dios. Óvulo de madera muy antigua, calva de divinidad, secreto y curiosidad juntos, era un regalo verlo a la vez que miedo, verguenza, duda. Un joven k´iche ha coronado de nuevo al Divino Maestro.
Coronado el Creador, un anciano toma la iniciativa y se arrodilla. “a pedir perdón” se escucha entre los murmullos. Y de inmediato se vuelve aquello una reacción en cadena, de devoción, de amor, de urgencia. El anciano que se arrodilló, autoridad de la cofradía pero sin la parafernalia de los niños, nos dirigió, y de la disculpa pasar al agua, y al Padre Nuestro, y claro, Virgencita del Rosario, más agua, el Ave María.



Era un simple gesto de un territorio con sed manifiesto en las rodillas de sus habitantes. Las cosechas, eso, la sequía, eso, el hambre. El calor, este calor que solo empeorará con los años, sería cuando menos soportable de saber que el invierno llegaría. Pero ese domingo 5 de mayo, ya sobre la marcha, no queda nada que nos salve de nosotros mismos, salvo sacar en procesión al Dios creador, y arrodillarse el pueblo en medio de la calle, para pedir por la lluvia. Mientras, en la otra esquina, los niños y las figuras de duroport sufrían la inclemencia del sol ardiente de los 2300 metros sobre el nivel del mar. Alguien dijo en voz alta que lo de la corona era un mal aguero, alguien más dijo, “ojalá sea que vendrá mucha agua”, y por un instante recordé a la corriente del niño y las inundaciones. Será necesario volver a sacar al Divino Maestro pronto.

