Cada vez que me preguntan cuál es mi religión digo más o menos lo mismo: “católico cultural”; y entre esas dos palabras cabría una tesis de doctorado. Soy hijo de …
Cada vez que me preguntan cuál es mi religión digo más o menos lo mismo: “católico cultural”; y entre esas dos palabras cabría una tesis de doctorado.
Soy hijo de una familia muy católica, mi madre es una mujer devota y amorosamente piadosa; mi padre más bien teológico, su onda es el estudio duro, baste decir que fue sacerdote salesiano y que se retiró esencialmente como respuesta al poder de una institución gigante y, a sus muchas maneras, aplastante: la iglesia católica.
Otra de mis frases comunes es que lo mejor que me dio a mí la iglesia fue una familia, amo a mis padres y hermanos y ellos me aman, y sí, crecí escuchando dichos romanos en latín, y mi segundo nombre es Francisco, por el de Asís.
Empiezo este testimonio hablando del amor, pues sí, vengo de una familia que cuido y me ha cuidado, y por eso parto de ahí para hablar de esta historia de rabia, tristeza y liberación.
Soy de Xela, una ciudad fría, bella y conservadora en todo lo que se les ocurra que la palabra pueda significar. Estudié en un colegio salesiano entre 1988 y 1998, aún conservo hermosas amistades, pocas pero hermosas. Era un colegio solo para varones, con esa palabra: varón. Como imaginarán la testosterona acumulada era un pandemonio. Me gocé esa temporada de colegio, sin duda, pero también me la sufría de otra forma.
Entonces la autoridad en un colegio religioso de varones casi siempre estaba representada por los curas. De esas autoridades se me ocurren tres perfiles: el cura de a huevo, que te permitía ciertas libertades y aprendizajes “inesperados”; el cura tirano que casi nunca coincidía con el de a huevo, cuyo objetivo en la vida era ese, ser un tirano eclesial que disfrutaba castigando; y el cura indiferente, que es el que porcentualmente más había, eran tipos anodinos que rellenaban planillas -la verdad no tengo ni idea del sistema de jubliación para curas- para la tercera edad y solían tener roles secundarios. Esta taxonomía me sirve para contar mejor mi historia antes que para meter a todos en costales específicos, no dudo que a su manera todos transitaban entre esas y otras muchas arenas.
Al haber crecido tan cerca de la iglesia católica, entre mi familia, el colegio y una breve temporada en un club del opus dei -del que con orgullo digo que me echaron-. Puedo decir que, en ese mundillo educativo eclesial, una de las principales y más obsesivas preocupaciones era el sexo.
Entrando a primero básico se convertía aquello en un tema poco hablado, como una realidad que irremediablemente vivíamos a ciegas, en silencio o torpemente entre compañeros, e igual de torpe en las aulas. Se hablaba de ello en las confesiones, en algunas homilías y muuuy raras veces en la clase de religión, en la de ciencias naturales lo recuerdo poco, y en la de sociales nunca. Hablar de sexo era siempre algo reservado a las charlas de corredor y del recreo con el derroche de patanadas entre adolescentes y al tono en reprimenda de los curas viejitos que eran casi siempre los de las misas y confesiones.
Antes morir que pecar
Mi primera reprimenda la gané de gratis. Andaba yo muy triste por haberme peleado con uno de mis mejores amigos, básicamente por uno de esos catastróficos trabajos grupales: yo la cagué y aquel perdió el curso. Entonces se me ocurrió buscar a un diácono irlandés que era algo así como voluntario en el colegio, era de los viejillos anodinos.
Claramente uno lo hacía en horas de clase porque era un excelente pretexto para zafarse al menos un período. Le conté lo que me tenía triste, la culpa que sentía, y pues era un trabajo de computación, a lo mejor la clásica “historia de la computadora” que nos dejaron a todos. Pero no, para el diácono era un problema sexual. La versión corta es que el diácono insistió con necedad en que yo me había masturbado frente a mi amigo, no sé cómo mierdas llegó a él esa idea. El hecho es que para entonces yo no había conocido el maravilloso mundo del conocimiento de mi cuerpo, pero la conversación para calmar mi espíritu se convirtió en tener que confesar algo que no había hecho para que el señor me dejara ir y que pensara que mi falta académica era en realidad un pecado de naturaleza sexual que incluía, nada más y nada menos, que pajearme frente a mi amigo.
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Todavía no entiendo de dónde le vino esa imagen pero recuerdo aquella reprimenda masturbatoria por haber faltado a mi trabajo de computación.
No mucho tiempo después, llegó al colegio un cura -mezcla de tirano con de a huevo- al que desde el seminario le apodaban “el loco”, porque era la intensidad encarnada. Le sobraba energía a este cura, lo vi igual jugar al fut como un rinoceronte, como meterse a una bronca entre colegios a repartir golpes para separar a la patojiza encendida.
A este cura le obsesionaba el sexo, este sí que no tenía empacho, hablaba de ello todo el tiempo, donde “hablar” es un eufemismo, parte de su excentricidad era predicar a los gritos. Tenía la didáctica bien decimonónica de repetir cosas, de dejar planas -las famosas veces- y de transmitir su mensaje por las malas, “pero era buena onda”. En lugar de dar misa decía “bueno pues, hoy no se va nadie de la capilla sin confesarse”, y en aquel pequeño altar hacia que todos pasáramos a decir más o menos lo mismo: pronunciar malas palabras, faltarle el respeto a los padres, por ahí robarse alguna cosa y el pecado más severo: masturbarse.
Insistía en que cuando confesáramos este pecado dijéramos si lo hacíamos solos o acompañados, y si era acompañados que dijéramos con cuántas personas. Por aquellos años empezaban las primeras experiencias sexuales del grupo, y uno sabía que alguien lo confesaba porque en más de una ocasión, el compañero que confesaba haber tenido relaciones sexuales recibía una cachetada en el confesionario improvisado en el altar, es decir, frente a todo el mundo, aquello implicaba un silencio incómodo y una envidia profunda.
Claramente con mis compañeros sabíamos que aquello no era una confesión, ni un ejercicio espiritual sino un trámite, decíamos cualquier cosa para pasar rápido, como quien dice “ciudad” en la dirección de la factura.
Aquel cura tenía también otra excentricidad, decía poder hipnotizar. Usaba la hipnosis como terapia para cualquier cosa. De ahí que una vez que me dolía el estómago mal, no de esas para zafar, sino de la de a de veras, el cura me ofreció eso, curarme. Me llevó a la capilla me pidió que me acostara en la alfombra, que me abriera el pantalón y pues con una de sus manos en mi cabeza y la otra en mi abdomen, me “hipnotizó”.
Recuerdo su manota áspera y pesada sobándome la panza hasta el borde de mi pubis que empezaba a pelechar. No se me curó el dolor, pero me sentí horriblemente incómodo. Le dije que me había curado y que gracias, y me tocó pasar el resto de la jornada aguantándome el dolor de panza porque, de plano.
A este cura, además del tema sexual, le obsesionaba Domingo Savio, un niño santo al que la tradición salesiana le adjudicaba la frase “antes morir que pecar”, y era como el slogan del cura cuyo mensaje me caló lo suficiente para que dejara de masturbarme. Pasé casi cinco años a puro sueño húmedo, los mejores años de las pajas me los perdí: entre los 13 y los 18 pensé que “no hacerlo” me daba una altura moral sobre mis compañeros pecadores. No se me ocurre ninguna razón para reprimir ese encuentro con uno mismo, que no fuera un cocowash severo a un patojo que en vez de recibir educación sexual y reproductiva, le calaron las puteadas.
¿La representación del gozo?
Me nacieron las ganas de irme del pueblo, muy pronto. Me abrumaba su abierta prisión ladina (ahí otra tesis), y en enero del 99, a los 15 años, me mudé a vivir a San Salvador para estudiar el bachillerato en un colegio técnico, también salesiano, que se hizo mixto en el último año que estudié ahí.
Irse de Xela a la capital cuscatleca a los 15 años era como mudarse de Alaska a Río de Janeiro -supongo, porque francamente no he estado en ninguna de las dos-. Y allá viví solo, pagando un cuarto con una beca de un diácono alemán que generosamente compartía su jubilación con mis hermanos y conmigo (gracias Federico). Era huesped en casa de una dama viuda del único general comunista que tenia el ejército salvadoreño. No les puedo decir lo hermosa que era su biblioteca. Eso no es para tesis pero da para un cuentito. Aquellos tres años fueron de los más trascendentales de mi vida, ahí nació la poesía, la música, la autonomía.
En El Salvador aprendí que tenemos siempre dos familias, donde nacimos y la que elegimos, y ambas dan cosas distintas, y en mi caso ambas fueron con amor. Así que también, bien cuidado estuve.
La cultura salvadoreña es realmente admirable, hay tantas cosas del ser guanaco que desearía para esta Guatemala tan lastimada, empezando por el gozo, vaya si no saben encontrarle el lado sabroso a la vida estos hermosos vecinos, sea prueba básica de esto que la mejor cumbia centroamericana sigue siendo salvadoreña.
Estudié electrónica en un colegio técnico salesiano, y todavía me sirve lo que aprendí. En el colegio había, como siempre, todo tipo de curas, y pues ya uno en la adolescencia avanzada tiene otro tipo de trato y de búsqueda.
Ahí conocí al más encantador de todos los religiosos que he conocido, un cura brillante, culto como él solo, buen bebedor de cerveza, transgresor. Era de hacer amigos cercanos -entre los alumnos, profesores y administrativos- y de involucrar al estudiantado en las decisiones del colegio, de ahí que formara una asociación de estudiantes bastante efectiva y que, en muchos sentidos, giraba en torno a su amistad y dinámica de trabajo.
En clase nos ponía a leer textos de Freud sobre sexualidad, y era alguien con quien se podía hablar de cualquier tema con libertad, no me parecía que, a diferencia de otros curas, el tema sexual le provocara algún tipo de escozor. Por el contrario, lo llevaba a uno a explorar en conversaciones intelectuales la temática del cuerpo.
Recuerdo que, en algún momento de la amistad más cercana, nos empezó a hablar a mi mejor amigo y a mí, sobre la expresión del cuerpo, el teatro, la dramatización. Y aunque no recuerdo detalles no dudo en decir que era no solo interesante sino, de nuevo, encantador.
De la conversación pasamos a “ejercicios”, específicamente a representar ideas, representar en un sentido teatral ideas como la vida, la pasión, el gozo o el amor. A todo esto, éramos dos jóvenes de 17 años hablando en la oficina de este sacerdote hasta las 9 de la noche, digamos un horario bastante anormal en un colegio matutino-vespertino. Sí, era la amistad, las largas charlas y el colegio vacío.
Aquellos ejercicios teatrales rápidamente se convirtieron en otra cosa, algo absolutamente incómodo. Recuerdo bien la dinámica, éramos tres en la oficina, mi mejor amigo, el cura y yo. Entonces él, el maestro, le susurraba al oído a uno de los dos qué tenía que representar, acto seguido el alumno tenía que meterse al baño a prepararse para representar la idea y salir a que el otro alumno adivinara. Era una especie de juego de adivinanza a las 9 pm, con el colegio vacío en la oficina del cura. Solía rematar estas experiencias pidiéndonos que no le contáramos a otros compañeros porque era algo que hacía solo con nosotros y que los demás no entenderían.
En una de las sesiones le tocó el turno a él, entró a su baño y salió desnudo con los brazos abiertos en forma de cruz diciendo que él representaba al amor de cristo. Luego, al vestirse, añadió que había querido provocarse una erección pero que hubiera sido demasiado fuerte para nosotros. De cómo aquello era una clara manipulación para vernos desnudos no tengo la menor duda, pero es una vuelta más larga para explicar.
Algo pasó ese día, y los días siguientes cuando le dije a él que me sentí incómodo, y cuando se lo dije a la sicóloga del colegio con quien yo iba a terapia. De aquella incomodidad empecé a intuir que su cercanía -la del cura- se enredaba de una forma, hasta el día de hoy, para mí inexplicable en palabras. En mi ingenuidad adolescente me sentí manipulado en muchos sentidos, y se lo hice ver, le dije que me sentía manipulado para hacer cosas que yo no quería hacer.
Recuerdo perfectamente el cambio de su gesto esa tarde en la que no hubo ni cerveza ni teatro, hacerle ver lo que yo sentía hizo que se convirtiera en el cura más pura mierda que he conocido: tirano, cruel. Quien entonces era mi referencia de autoridad, de admiración, digamos mi maestro, no perdonaba el hecho que yo lo hubiera confrontado y zaz, la ley del hielo y sí, contarle a otros compañeros que yo era un exagerado.
Y pues sí, la sensación era bien pesada, era sentirme fatal por haber cuestionado a mi maestro a la vez que sentirme fatal por haberme sentido manipulado, y para eso la cristiandad es experta, me sentí asquerosamente culpable.
No mucho tiempo después la sicóloga, a quien le guardo mucho aprecio, me contó que no podía seguirme atendiendo porque iba a poner una denuncia contra el cura, que habían sido varios compañeros estudiantes quienes le habían contado historias similares a la mía. De mi parte hice mis propias averiguaciones para saber si otros cercanos a él habían vivido el mismo juego, la misma dinámica, la misma retórica.
Justo antes de regresarme a Guatemala le pedí al cura que nos reuniéramos a hablar, quería yo dejar cerrado por las buenas el amargo episodio, cenamos en un comedor y ahí me contó así, casual, como si no supiera, que la sicóloga le denunció porque yo le había contado.
No, no es normal.
Pasó largo tiempo de aquella experiencia, lo hablé y no lo hablé, lo medio conté, lo sugerí, en fin, pensé que era cualquier otro evento. Ya cumplimos 20 años de habernos graduado y recién empezamos a hacernos ciertas preguntas, afortunadamente.
Y pues no, me tomó un largo tiempo sacar de mí la idea de que “tan quejón”, de que “a otros les ha ido peor”, de que lo hacían por buena voluntad, qué sé yo, cambiarse uno el casete. Ha sido un proceso largo y necesario durante distintos momentos de mi vida, repasar estos eventos en terapia, pensar que ningún niño, ninguna niña, ningún adolescente, ningún alumno tiene por qué aguantar nada parecido.
Nadie debería de soportar el hostigamiento de un diácono para verse obligado a confesar asuntos sexuales -reales o imaginarios-, nadie debería de crecer escuchando aberraciones sobre la masturbación, la sexualidad, y verse obligado a contarle a un desconocido su propio conocimiento del cuerpo. Nadie debería de abrirse el pantalón para que una autoridad religiosa le imponga sus manos. Nadie debería de ser seducido para poder ser manipulado hacia experiencias sexuales, bajo ninguna circunstancia, ninguna, menos ver a un cura desnudo abriendo las manos en cruz diciendo que representa el amor de cristo. En serio, coman mierda.
Llevo un buen rato de tratar todo esto de muchas formas, sigo entendiendo las implicaciones que tiene en la vida de un joven ser traicionado y abusado por una imagen de autoridad, y aún más, religiosa. Me parece absolutamente intolerable la manera en que la religión católica en general, y la educación religiosa en particular, abordan la sexualidad.
Cuando menos es irresponsable, cuando más, criminal. Sobre todo, cuando la iglesia protege a sus hijitos más descuidados, y los pone en cargos superiores para cuidarlos, como pasó con este último cura. De entradita tiene que estar algo muy mal en una institución que segrega hombres y mujeres, que no permite a estas últimas participar de su rol de autoridad eclesial, que se basa en un delirio de castidad; sin hablar de los símbolos cristianos de dolor, sumisión y silencio, que de eso sí que hay ya varias buenas tesis.
En general, a estas alturas del siglo XXI ha corrido suficiente sangre, sudor y lágrimas como para hacernos los pendejos de los abusos de las autoridades eclesiales, sea cual sea su adscripción religiosa. Por mi parte, veo con claridad la cantidad de tarea que me pusieron por largos años al joderme así la cabeza y el espíritu.
Las consecuencias de aquello me siguen pasando factura y lo mío es una especie de promedio, de apenitas por encima de lo que muchas personas vivimos en la educación religiosa. Mi solidaridad con quienes se las vieron peor. Y a las personas críticas, analíticas y sensibles dentro de las instituciones religiosas, sean implacables contra cualquier forma de violencia, demuéstrennos que Cristo no es ese tipo en bolas frente a dos estudiantes.
En países como Guatemala la separación estado-iglesia es una utopía -por no decir un abierto insulto mezclar ideas populistas religiosas para lanzar nubes de humo sobre la ciudadanía-, cada vez es más claro y descarado el uso y abuso en nombre de un dios: al poder le gusta el poder.
Pero viendo a lo más cercano, me parece urgente separar la religión de la educación, y que esta última ayude a niñas, niños y adolescentes a ser dueños de sus cuerpos, a reconocer las amenazas y a distinguir las implicaciones de lo simbólico.
*Julio Serrano Echeverría es poeta y artista multidisciplinar, es cofundador y coordinador creativo de Agencia Ocote