En esta entrega de YoMacho, la serie para hablar de las masculinidades, Luis Morales “Niebla Púrpura”, escribe en “un diario que debió leerse en el pasado”. Un nostálgico y doloroso viaje que explora el “ser hombre” en Guatemala. El autor pone palabras “al silencio de ese niño que nunca supo decir qué le sucedía”. ¿Cómo se construye un ser humano entre las violencias y la ternura? Aquí la respuesta.
“No sé cómo escribir esto sin visitar una herida”, puedo empezar con un lugar común y así arruinarle casi toda posibilidad poética a este texto. Aquí me pesa algo más que el texto, algo más que la poesía, algo más que las palabras. Me pesa algo vital, en donde las palabras solo son un instrumento. Aquí me pesa decir la verdad y quizás descombrar asuntos que creía resueltos. Y nombrarlos porque existen, nombrarlos porque palpitan aún, nombrarlos para que la memoria se reconcilie con ellos, porque aquí no hay ficción. Estas ideas que acaso empiezo a organizar creo que se las debo al niño que fui y que siempre se culpó y se avergonzó de lo que sentía. Entonces, sin ficción digo: no sé cómo escribir esto sin visitar una herida.
Para escribir, que suele ser parte de mis rutinas, recurro a un ejercicio repetitivo, un poco ritual y un poco mecánico. Elijo un espacio grande en donde pueda desplazarme, ubico varios espejos o sombras que permitan reflejarme. Me muevo, pienso, desecho, recuerdo, hago pausas, me observo y anoto en mi libreta. Perdí la costumbre de escribir en teclados cuando mi teclear furioso o ansioso despertaba a mis amigos y a mis amantes en las madrugadas. Pero todo este ejercicio, de nada me ha servido. No sé cuántos borradores incompletos han antecedido a este texto, no sé cuantas veces lo he pospuesto porque cuando empiezo a pensar el tema en serio, no me queda más que el silencio. Esta vez mi única alternativa es escribir sentado, quieto, sin poder verme y sin el deseo constante de rectificar. Recuerdo y anoto, como si describiera fotografías, como sumergiéndome en mi cuerpo.
Me recuerdo como un niño frágil, sensible, con gustos, hábitos y costumbres que la norma dicta que son de mujeres. No me recuerdo de otra forma. Recuerdo desde niño mi escándalo, mi voz aguda, mis gestos grandes y mi timidez rotunda en cualquier lugar que no fuera mi casa. Mi casa siempre fue mi refugio porque ahí nunca me sentí juzgado. Ese mundo de adultos no solo parecía comprender sino alentar mis curiosidades y mis anhelos. Mis hondas libertades, de vestir como quisiera, de contar todas las historias posibles, de decidir mis planes y tomar decisiones, las aprendí ahí. Mis curiosidades armaban planes para aprender todo lo que mi abuela y mi tío podían enseñarme. Aprendí a bordar, a cortar leña, a cuidar flores, a cuidar animales, a cocinar, a sembrar la tierra, a curar con hierbas, a ser servido, a servir; y así muchas más ideas que parecen organizadas de maneras polares entre lo masculino y lo femenino, pero esa es también una ficción.
A ese niño que fui no le digo afeminado porque ahora me parece trivial, pero a él le hubiera parecido muy duro. Quizás nunca lo entendí pero también tenía muchísimo miedo, era un niño que se sentía muy frágil y muy propenso a la vergüenza y a la humillación. Me incomoda explicarlo como un todo, como si mi vergüenza, mi sexualidad, mi masculinidad, mis miedos, todo viniese del mismo lugar. Y me niego porque no sé si a la gente cis-hetero también lo explica, nunca les he escuchado, no sé si también les preguntan cuándo se dieron cuenta, o les piden explicaciones por ser quienes son. Pero aunque me niegue, no encuentro otra manera más que recurrir a esa edad en donde me sentía tan tambaleante y fronterizo como ahora.
Quizás no tenga que decir esto en voz alta, porque nadie quiere hacerlo y eso me reconforta. Es como escribir en un diario que debió haberse leído en el pasado. Es la única manera, porque pensarlo y verbalizarlo me ha paralizado las manos. No quiero darle vueltas y evito pulsar las teclas para escribir algo coherente y pospongo este momento para el último y el más tenso. No sé cómo empezar a escribir un texto sin tener que confrontarme a mí, a mi historia y peor aún a la manera en la que he decidido recordarla y contarla.
El colegio
Recuerdo aferrarme al cuello de mi madre antes de entrar al colegio porque me parecía un lugar hostil. Recuerdo el miedo al salir de casa y sentir que algo malo podría suceder, a veces ese ahogo me acompaña. Tuve mucho miedo en ese lugar. Y aunque el acoso de los niños siempre existió, aprendí a esquivarlo con ser estudioso. Tengo muchísimas fotos de abanderado y en ninguna me recuerdo feliz. No sé si de verdad disfrutaba tanto estudiar o era simplemente una forma de buscar la protección de las maestras, su agrado. Muchas veces era agotador mantener la pose y las cargas, pero valía la pena porque al menos era un poco más seguro. Recuerdo a muchas y muchos compañeros diversos en ese colegio, que no eran estudiosos, y les fue peor y sin adultos para usar de escudo, como los usaba yo, en esa guerra cruel de los niños.
En el colegio, el niño grácil y juguetón que yo era, se convertía en un niño tímido, serio, sin sentido del humor y con el temor constante de que alguien descubriera ese juego de dobles y personajes. El colegio tenía una biblioteca grande y una biliotecaria con un corazón más grande que la biblioteca. Quizás no lo sabe, pero mi infancia hubiera sido menos amena sin sus risas, sin sus lecturas, sin sus regaños y sus alientos; nunca hubiera imaginado el mundo tan grande, sin sus anhelos. Y ahí me encontré, también, con mi amada amiga, la futura arqueóloga, la que siempre fue más fuerte que yo y con su dureza muchas veces me sostuvo. Muchas maestras y muchas niñas me salvaron del hastío y del ruido cruel de los otros niños a los que yo no entendí y seguramente ellos tampoco a mí.
También recuerdo a las y los maestros que sin ninguna sensibilidad eran silenciosos y risueños ante las maldades de los niños e incluso ante las propias, a ellos los acuso con estas palabras. Pero sin duda a quienes más compadezco es a quienes aun sabiendo que estaba mal lo que me pasaba y que era cruel permitirlo, nunca pudieron hacer nada. Y no les culpo, debió ser difícil cumplir las órdenes casi militares que daba la directora, sabía perfectamente camuflar su odio entre arengas, rezos y lágrimas de cristianismo y moral.
Recuerdo que amaba la música y ansiaba convertirme en músico. Tuve al peor de los maestros. Bastará una breve anécdota de muchas, habré tenido doce años. Mis compañeros insistían en llamarme Huequito. Yo, más bien risueño y muriendo de miedo, les decía que, por favor, no me dijeran así. ¿O no sos hueco?, me decían mientras agarraban sus párvulos miembros para mostrármelos y reírse. Ojalá no entendiera por qué los hombres parecen querer mostrar su violencia con formas tan cercanas al sexo. De pronto, el maestro de música se acercó. Ya les dije que no es hueco, solo es artista, ¿o sos hueco?, soltó la pregunta retorcida para mí, mientras también imitaba el gesto lascivo y violento de los niños con su miembro.
Nunca pude tener paz en esa clase y tuve que soportarlo varios años más. Después de querer ser músico, solo quería silencio y me convertí en un torpe con los sonidos, pero aún amo leer partituras y escuchar la música que algún día deseé haber compuesto. Muchos años después, cuando gané un premio de poesía, me escribió para decirme que siempre supo que sería un gran artista. Lo maldije tanto y quizás fue la última vez que lo hice.
La clase de deportes y de artes industriales las resumiré en que es muy incómodo ser un niño marica y tener que enfrentarse con la explosión hormonal y violenta de la pubertad de niños heteros que insisten en dominar con juegos que rayan en lo sexual. Esto, además, con el aliento homofóbico de maestros que no perdían oportunidad para las indirectas sobre lo débil o femenino que yo les parecía. Terminé cambiando esas clases por las de danza y de educación para el hogar, con las niñas. Al principio era más difícil tener que dar explicaciones, pero valía la pena para tener esos momentos seguros. Yo espero no haberles sido incómodo. En casa nunca fue un problema, yo por igual aprendía con curiosidad todas las tareas. Del colegio diré que me dio las herramientas para irme lejos y nunca querer ser como la gente buena y silenciosa que ahí vi.
La casa
Las mañanas lluviosas, como hoy, me recuerdan a ser niño. Mi paso vigoroso frente al paso cansado de mi abuela y mi tío. Mi alegría súbita y primeriza frente a su impavidez, su calma, su pausa, su angustia de años, hambre y trabajo. Recuerdo mis días más tiernos y frágiles rodeado del entusiasmo de mi abuela por sus flores y sus recetas, de la alegría casi lacrimógena de mi tío cuando ve retoñar una de sus siembras. Crecí rodeado de esa alegría que con su sagacidad rompe la calma inercial de los adultos que parecen poco dispuestos a la risa y se les escapa a borbotones por la boca, como si su historia de despojo y dolor no les dejase sonreír sin culpa.
A veces creo que también la pobreza y el trabajo les robaron las sonrisas. Decía mi abuela “tanta humillación que pasé por un plato de comida” y esas palabras no me las borro porque todos los días son mi motor, porque anudo mis lágrimas para pensar que un mundo con menos humillaciones y más dignidad es posible. Decía mi tío que casi deja sus ojos en los incendios de los cañaverales y que su trabajo no le sirvió más que para sobrevivir, siempre lo pienso cuando, sentado cómodamente, trabajo para ganarme el dinero que me permite más que sobrevivir. Esos dolores pretéritos y aparentemente enterrados, eran interrumpidos por mi escándalo, mi curiosidad incesante por sus vidas y sus historias.
A veces volvía del colegio sin querer hablar, a veces volvía de los entrenos de béisbol sin ganas de pensar en nada. Pero toda mi nebulosa infantil era dispersada por el entusiasmo lento y potente de mi tío que había atrapado algún animal en el bosque y quería que yo lo viera, o había preparado varas y horquetas para que construyeramos una pequeña casa en medio del bosque para jugar. Y toda mi perturbación inocente era de pronto aliviada por el “me va a ayudar” de mi abuela antes de que cocináramos juntos o hiciéramos delantales y limpiadores con sus vestidos viejos. No sé cuantas veces me salvaron, los salvé, nos salvamos del hastío, de la pena, del dolor y quizás también de la muerte con nuestras carcajadas y nuestros secretos. Estoy seguro que el pequeño brillo que guardo en los ojos me lo heredaron con su mirada profunda y a eso me aferro cuando pienso en el niño que fui.
Crecí con todas las contradicciones y contrastes que un hogar tiene. Crecí rodeado de amor y de adultos, los niños siempre me parecieron anómalos y crueles, a veces su abrupta honestidad aun me intimida. Pero nunca sentí ni el más mínimo desprecio en casa. Como dije, me recuerdo más que siendo maricón, escandaloso, afeminado y lleno de dudas que nadie, ni yo, ha podido saciar hasta hoy.
Recuerdo el día en el que encontré a mi abuela quemando fotos y cartas en nuestra vieja estufa de leña. Lloraba en silencio y en cuanto me vio, me abrazó como intentando que yo no notara su dolor. Muchos años después, yo lloraba desconsolado y ella en silencio me abrazó como esperando que yo no notara mi propio dolor. Recuerdo, también, el día en el que mi tío en sus balbuceos ebrios me pedía que aprendiera de él solo lo bueno, mientras lloraba con hierbas y frijoles tiernos en las manos que recién traía de la milpa. A veces me he despertado, aún ebrio, sin dejar de pensar en las lágrimas de mi tío. Y sobre todo les recuerdo enseñándome todo lo que necesito para sobrevivir a este mundo que a ellos los trató tan mal y en respuesta le devolvieron sonrisas y trabajo. Y aunque sé que ellos no quisieran saber que heredé su dolor, lo hice y también su calma y también sus laberintos que a veces recorro para entenderme en ellos. En las noches, cuando ellos duermen, yo pienso en la hermosa paradoja del cuidado entre niños y ancianos, pienso en la hermosa casualidad que nos hizo acompañarnos en los momentos límite y frontera de nuestras vidas.
Desde niño me sentí adulto, desde niño parecía haber en mí algo que los otros niños no sabían comprender pero mi abuela y mi tío protegían y cuidaban con esmero, como si eso extraño y frágil que me habitaba fuese un tesoro. Desde muy niño sentí, con inocencia, mi posibilidad de llenar de alegría el mundo, a veces triste y tenso de los adultos. Desde niño, mi ímpetu inquieto parecía sacudir la nostalgia infantil de los adultos y los veía jugar conmigo y sonreír conmigo como si fuesen niños ahora arrugados por los años, ahora lentos por el letargo cansado del trabajo. Dejé de ser niño sin darme cuenta, de pronto todo ese mundo de barriletes hechos de varillas de pajón, de azadones pequeños para trabajar el campo, de zapatos sucios de lodo y polvo, cambió por la ciudad que tantos males me arrastra.

El béisbol
Crecí rodeado de béisbol, mi padre lo ama. Ese gusto aparentemente exótico y sofisticado era un buen lugar cuando era niño y llegaba con mi papá. El ambiente era extrañamente diverso y relajado con la presencia de algunos extranjeros y gente de otras partes del país. Parecía al menos más relajado que la mala imitación de valores pequeño-burgueses que impera en Xela. Ahí yo parecía tener un lugar en el juego y también entre los hombres. Pero aquel lugar era un comodín comprado con la presencia de mi padre, porque luego se esfumaba y yo solo era el maricón. Nunca lo dijeron, no hacía falta.
Yo veía béisbol, jugaba béisbol, leía acerca de béisbol, entendía hasta las reglas más obtusas y bizantinas del béisbol; y por supuesto, pensaba en la posibilidad de jugar en serio. Pensaba que un día después de tanto entrenar, llegaría alguien y vería lo virtuoso y entregado que era para el juego y me invitaría a ir a otro lugar a jugar. Y quizás en ese anhelo también germinaba ya mi constante huida. Por supuesto, nunca sucedió. Pero también dejé de entrenar y de sentir el béisbol como un lugar seguro porque los otros niños y adolescentes con los que jugaba me hacían sentir un miedo silencioso.
Muchas veces me culpé por no entender su humor, por no encajar con otros niños y adolescentes, por ser demasiado sensible. Los dugouts eran uno de esos espacios en donde yo no entendía los códigos. Los dugouts son los espacios en donde los jugadores esperan su turno, aquí también sirven de vestidores porque no hay otro lugar. Recuerdo a esos niños adolescentes en un grosero espectáculo de vestires y desvestires que mucho tenía de violento antes y después de un juego o un entreno. Les recuerdo con la curiosidad morbosa de cuerpos que cambian y no tienen más que el malogrado camino de la duda malsana. Les recuerdo cuando me obligaban a escuchar sus charlas sexuales sobre sus novias, o lo que ellos inventaban como novias. Les recuerdo obligándome a mí y a un pequeño niño rubio a ver sus erecciones y a dar explicaciones de porqué nosotros no teníamos una. Les recuerdo sacando de sus bolsones de entreno álbumes con pornografía que nos obligaban a ver y a inventarle relatos “eróticos” para demostrar que éramos hombres. Aun no entiendo cómo explicar que con su violento deseo intentaban despreciarnos pero se despreciaban ellos.
Antes de irme recuerdo una de las experiencias más agridulces. Todos los días de entreno debíamos sacar los implementos de un cuarto diminuto, oscuro y húmedo debajo de los graderíos. Los niños grandes, que debieron tener quince o dieciséis, nos enviaron al pequeño niño rubio y a mí a buscar guantes para zurdos. En cuanto estuvimos dentro nos dejaron encerrados y aunque gritamos nadie nos oyó. Después de un rato ahí, seguíamos asustados, en algún momento me dio su mano y estrechó la mía y ese instante valió todas las humillaciones que ahí pasé. Algunos minutos después, entre risotadas, llegó el entrenador. Nos sacó mientras el bullicio de los demás intentaba hacer pensar que éramos novios o algo así. El entrenador, entre sus propias carcajadas, intentaba convencernos de que había sido un accidente. Intentaba convencerme sobre todo a mí, para no meterse en problemas con mi papá. Y quizás me convenció, durante años pensé que eso había sido un accidente.
Muchas veces recuerdo a mi papá defendiéndome del juicio, de la mirada y del poder de otros hombres. Pero aun con su inmenso amor, nunca es suficiente para un mundo tan lleno de odio. Recuerdo cómo en esos espacios ninguno de los niños adolescentes con los que jugaba siquiera me dirigía la palabra, o apenas tenían gestos esquivos cuando estaba mi papá. Pero su silencio, sus miradas, sus chistes y sus secretos me señalaban a mí. Y cuando él no estaba, yo era débil y lo sabían; cuando él no estaba, yo era solamente una comidilla para ellos. Me alejé del béisbol sin dar explicaciones en casa. Nunca supe qué decir sin parecer yo el problema. Para decirlo, me parecía más fácil inventar cualquier historia que sentirme, otra vez, un niño débil que no pudo soportar esa relación que parece tan normal entre hombrecitos.

Las cicatrices
De esas heridas, me han quedado cicatrices que, a veces luzco orgulloso y a veces escondo; pero la vergüenza ya no es mía, esa es mi condena contra ellos. A veces pienso en los adultos en los que esos niños se convirtieron. Algunos me esquivan como si nunca me hubieran conocido, otros me saludan como intentando reparar algo. Yo a veces quisiera olvidar todos sus rostros, pero no puedo. Antes culpaba, sin ningún reparo, a esos niños, ahora lo pienso un poco más. Esos niños crueles y violentos no eran más que víctimas de sus padres y de sus madres, de una forma violenta de criarnos. Esos niños crueles, no eran más que imitaciones poco pudorosas y menos hipócritas del mundo de los adultos.
Quise ser músico y un muy mal maestro me arruinó. Hubiese disfrutado mucho de ser un beisbolista pero niños, quiero creer que sin darse cuenta, también lo arruinaron. Pude mudarme muy joven a Ciudad de Guatemala; mudándome, encontré otros refugios: los mundillos del teatro, el arte, la literatura, las universidades. Pero aun en esos espacios hay mucho de todo ese miedo y violencia que he narrado y aun siento que por momentos tengo que justificarme, tengo que disculparme, o entrar a jugar en esos pactos violentos de hombrecitos y no tengo tanta paciencia, pero soy un poco necio, y conozco gente necia y nos quedamos a veces solamente para incomodar. Espero algún día escribir de eso.
Sé que para algunos, esto que he escrito, puede ser escandaloso o victimizante, pero es algo peor: es verdad. Escribo pensando en las muchas y muchos niños diversos que crecemos deseando sentirnos menos solos, que crecemos con miedo, exponiendo el cuerpo todos los días. Ese miedo, esa angustia, nos lleva a caminos tan complejos en la vida, caminos que estoy casi seguro que nunca decidimos. Puedo decir que hoy me siento feliz con el adulto que soy, he sido lo más leal posible a ese niño dolido.
Y escribo sin otra pretensión más que ponerle palabras al silencio de ese niño que nunca supo decir qué le sucedía. Por lxs niñxs humilladxs que fuimos y que nadie merecer ser, tenemos muchos machos que patear, muchos espacios por ocupar y muchos discursos de odio por incendiar.
Luis Morales Rodríguez
niebla púrpura
Miembrx pasivx de la ODELCA, de lxs que se les nota. Nació en 1992. Originarix de San Mateo Tza’miximulew, Quetzaltenango. Egresadx de la Escuela Nacional de Arte Dramático (2010). Terminó los estudios de las licenciaturas en Letras y en Sociología en la Universidad de San Carlos de Guatemala (2016). Actualmente estudia producción audiovisual y artes cinematográficas. Ha sido ganador en dos ocasiones (2011 y 2014) de los Juegos Florales hispanoamericanos de Quetzaltenango en la rama de poesía. Ejerce la docencia universitaria y facilita talleres y charlas acerca de literatura maya y literatura colonial en Guatemala