Cuántas veces volveremos a encontrarnos.
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Las grandes preguntas de la vida están directamente conectadas con pequeños pasos de la cotidianidad. Un hombre kaqchikel camina por su natal Comalapa y sintetiza en dos encuentros algunos de esos cuestionamientos. Hombre, mujer, mayas, tierra, el Sol, al final todo está conectado, hasta los asteroides.


Hoy es día de mercado en el pueblo, decidí ir temprano para no encontrarme con mucha gente. Preparé el costalito que siempre llevo para las compras, esos que surgieron de los costales que se usan para sacar cosechas de los campos, al adaptarlos se les puso colores y tiras para colgarlos del hombro, son muy útiles y espaciosos, se lavan y se vuelven a utilizar. Pero calculé que el costalito no iba a alcanzar para todas las cosas que tenía que traer, así que decidí llevarme una canasta, de esas que algunas mentes pobres dicen que solo las mujeres deben llevar. Me puse el costalito al hombro y la canasta la llevé colgada de una mano. Me sentí poderoso, listo para hacer las compras del mercado. Antes de salir de casa, vi que el calendario Maya marcaba un día E y el calendario gregoriano un día Domingo, me quedé pensando si importa para el Universo que día es en los calendarios humanos. Cada día sale el sol, y sale al siguiente y al siguiente y al siguiente. Este pueblo ha tenido habitantes desde hace tres mil años, van y vienen las generaciones, se siembra la tierra, se cosecha, llueve, sale el Sol, se pudren las cosas, se corroen los metales, vuelve a salir el Sol.

Antes de abrir la puerta hacia la calle, recordé que no había revisado mensajes en el teléfono, quizás pasó algo importante durante la noche -pensé-, me topé con publicaciones de facebook, se descubrió un asteroide llamado Psyche 16 o Asteroide dorado, se trata de una roca gigante que se encuentra dentro del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter, se cree que puede contener platino y oro. El valor económico de los metales de Psyche podría superar los US$10,000 cuatrillones, esa cantidad de dinero alcanza para que cada habitante de nuestro planeta reciba un billón de dólares. Es absurdo ponerle precio a un asteroide –pensé-, aunque ciertamente no caería mal un billón de dólares para cada persona, un problema menos para todos.


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Me estaba perdiendo en la lectura de esa nota científica. Recordé que el mercado esperaba y que no tenía ese billón de dólares en los bolsillos, había que apresurarse para conseguir los mejores precios en las verduras y frutas. Al abrir la puerta, noté que el día estaba nublado y una leve llovizna caía, esa idea de que el Sol sale todos los días había que repensarla. Aun con esa llovizna, empecé a caminar, vi a personas viajando en pick ups, venían de las aldeas a vender sus productos. A la esquina siguiente, justo al ingreso a las calles donde se ubican las ventas del mercado, hay una cantina semi autorizada semi clandestina, no se sabe qué oficina municipal debe autorizar, si la policía de tránsito o si el alcalde o si salud pública, mientras las autoridades se ponen de acuerdo, la cantina está con una puerta abierta. Vi a unos cuantos hombres borrachos, eran apenas las siete de la mañana, seguramente habían pasado toda la noche en ese lugar. El alcoholismo en los jovenes mayas actuales se debe a la contención emocional, no solo en la niñez sino en generaciones pasadas, desde que tatarabuelos se quedaron sin tierra donde sembrar, hasta la muerte de los abuelos y padres durante la reciente guerra interna. Alguien dirá que son vicios o que a “los indígenas” les gusta chupar. No es tan sencillo como eso. Históricamente se arrastran invasiones, guerras perdidas, incluso la misma historia se ha perdido, aquella grandeza de la civilización Maya, la ciencia que se tenía, la fuerza emocional y espiritual se ha olvidado. Pero, también las mujeres mayas sufrieron junto a los hombres ese aplastamiento emocional, arrancadas de su forma de vida, tuvieron que orillarse, sembrar en pequeñas parcelas, en laderas, en abismos… las mejores tierras, las más fértiles, quedaron como propiedad privada de pocas personas. En medio de éstos pensamientos me encontraba ya entre las ventas del mercado, la mayoría de puestos eran atendidos por mujeres. Las familias campesinas se las han ingeniado para cosechar productos sin plaguicidas ni abonos químicos. Esos mercados guatemaltecos a los que se les ha folclorizado como “coloridos y en los que hay de todo”, realmente son el esfuerzo de mujeres y hombres que no han sucumbido, aún, a la opresión histórica de falta de tierras, de caminos enlodados, de pasar hambre y frío.

Llegué hasta el puesto de María Vicenta, la señora que viene del pueblo de San Martin Jilotepeque, un pueblo Kaqchikel vecino. Su característico traje Sanmatineco la delata entre las vendedoras, me recibe con un “ya vino”, cómo si ya fuera una costumbre mi visita o quizás más que eso, como si en otras vidas nos hubiéramos encontrado una y otra vez. Ella vende unos quesos con un poco más de sal, no son para derretirlos -me advirtió hace un tiempo-, y es verdad, porque los quesos para hacer quesadillas deben ser más cremosos y tener menos sal. María Vicenta aprovecha el tiempo con sus clientes para desahogar sus penas, mientras buscaba los quesos del valor que le pedí, me contó que una de sus vacas resbaló y cayó al barranco, y que había muerto, por lo que a partir de ese día no tendría muchos quesos para vender, ya que se quedó solo con una de dos vacas. Noté la tristeza en sus ojos, pero allí estaba ella, firme en su puesto de venta, dispuesta a sobreponerse, me ofreció chiltepes, le compré una onza. Noté que en su puesto también tenía pacayas, piedras de cal, unas hojas de apazote y manojos de ocote. Por la poca cantidad que tenía de cada producto, uno se da cuenta que son cosechas propias. A manera de conversación de despedida, me contó que ese día se le había complicado la llegada a Comalapa, por la lluvia los caminos están muy malos, pero que allí entre todos los que venían en el pick up iban empujándolo cuando se quedaba atascado en el lodo. Noté que su cabello estaba mojado por la lluvia. Me entregó los quesos, le dije gracias nos vemos otro día. Ella dijo, sí aquí estaré. Me pareció que María Vicenta estaba hecha de piedra, eterna, fuerte, inmortal. Me quedé pensando “cuántas veces volveremos a encontrarnos”. Tantas personas, tantas historias, tantas penas en un solo lugar. El mercado es un lugar de resistencia ante un mundo injusto.

Pasé comprando otras cosas, llené primero el costalito que llevaba en el hombro, para luego llenar la canasta, así es más fácil colocar las cosas. Por último, pasé comprando frutas, había granadillas locales, manzanas de Chichicastenango y bananos de San Martin Jilotepeque. El mercado se fue quedando atrás. La cantina ya estaba cerrada, solo la abren durante la noche hasta las primeras horas del día. Afuera había quedado un borracho en la banqueta, es triste ver esa escena que se ha repetido una y otra vez, desde hace cinco siglos. Me recordé de Psyche, el asteroide dorado, con un pedazo de esos metales, podríamos comprar la tierra que hace falta para sembrar, aunque tengamos que comprársela al mismo invasor.

Mientras llegaba a casa, fui pensando en el recorrido histórico del pueblo Kaqchikel, las generaciones pasadas y las que estarán por venir. Pensé en el hombre de la banqueta, en la mujer de los quesos, vi las montañas que nos rodeaban. La mañana seguía gris, pero había algunos tonos dorados que traspasaban las nubes, deseé que Psyche no estuviera tan lejos.


Edgar Sajcabun, escritor, guionista y director de cine maya kaqchikel, imagina y desarrolla sus proyectos desde comalapa. Algunos de sus guiones se han convertidos en largos y cortometrajes. Actualmente prepara su primer largometraje Marte al anochecer.


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