La pobreza, la desigualdad y la debilidad institucional son factores que desembocan en explotación laboral en Centroamérica.
Texto: Vinicio Chacón
Centroamérica vive un ciclo de migraciones particular, en el que factores como la crisis sanitaria o la inseguridad se unen a causas estructurales ya conocidas de desigualdad y pobreza, y en el que ya no es inusual niños y niñas emprendan en soledad un camino lleno de peligros.
A Costa Rica le ha tocado jugar el papel tanto de ser país de acogida como de tránsito. Desde Colombia y Panamá llegan al país importantes grupos de personas sudamericanas, caribeñas -sobre todo haitianas- o africanas, que buscan ese largo camino hacia Estados Unidos. Desde Nicaragua, al tránsito constante e histórico de la migración económica se ha sumado el flujo de personas que huyen ante la represión política desatada por el régimen de Daniel Ortega.
Cifras oficiales de la Dirección de Migración y Extranjería costarricense hasta el mes de noviembre, 30,688 solicitudes de refugio de personas nicaragüenses, con lo cual parece mantenerse el nivel de 31,604 registradas en 2019 antes de la pandemia.
Los cierres fronterizos y restricciones de movimiento con que se atendió la crisis sanitaria, incidieron en un pronunciado descenso registrado en 2020, cuando, a pesar de todo, las solicitudes aun así sumaron 9,416.
En declaraciones ofrecidas al Semanario Universidad, Gonzalo Carrión, exiliado nicaragüense y parte del Colectivo Derechos Humanos de Nicaragua “Nunca Más”, explicó que las elecciones realizadas por el régimen de Ortega, el pasado 7 de noviembre, no cuenta con el respaldo del pueblo nicaragüense, ni con el reconocimiento de buena parte de la comunidad internacional. Manifestó que ese “fraude” aumentará el aislamiento de “un régimen peligroso para la vida del pueblo y ahora está en desarrollo una nueva oleada de exiliados. Para adelante el panorama es turbio con esta dictadura”.
Por otra parte, consultado respecto al tema del volumen del flujo migratorio en el país, Alonso Soto, comandante y subdirector de la Policía de Migración costarricense, expresó que “ha estado permanente desde 2009, en se perciben primeros movimientos. Luego, en 2015, cuando se evidencia el flujo ya fuerte de personas cubanas, seguido de 2016, de personas africanas, y ese mismo año, de personas haitianas”.
Añadió que, a partir de la apertura de las fronteras en los diferentes países, se ha percibido un “fuerte incremento en la llegada de estas personas provenientes de Panamá, a su vez, provenientes de Colombia”.
“Nuestro enfoque -aseveró- ha sido de contención, nos hemos mantenido rechazando personas a las que hemos detectado tratando de ingresar. A otras personas las hemos detectado ya en el interior del país, hemos analizado poco a poco el perfil migratorio de cada uno de los individuos para poder realizar las diferentes acciones que la ley nos permite”.
Según datos de la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME), el año pasado fueron rechazadas 28,660 personas en todos los puestos de control migratorio del país, de las cuales 1,741 correspondieron a Paso Canoas, en la frontera con Panamá, y 10,903 a Peñas Blancas, en la frontera norte.
Esa cifra parece consolidar una tendencia de aumento en la cantidad de personas migrantes que hacen este recorrido, pues en 2019 fue de 16,392 y en 2018 de 10,741.
Para el primer semestre de este año, en los diferentes puntos de control de la frontera norte se ha rechazado el ingreso de 7,488 personas, mientras que, en el sur, fueron 5,032.
Soto sin embargo reconoció que “sabemos que nuestras capacidades realmente se ven superadas en muchos casos”.
La respuesta policial se ha ensayado en toda la región, pero la presencia de niños y niñas en los flujos migratorios no disminuye y causas, como la violencia o las desigualdades, que obligan a migrar se han exacerbado durante la pandemia.
Los flujos migratorios y el trabajo infantil
Entre 2015 y 2019, la cifra de los niños, niñas y jóvenes migrantes no acompañados procedentes de Honduras, detenidos en la frontera de Estados Unidos, prácticamente se cuadruplicó, pasó de poco más de 5,400 a 20,398. Aún más dramático fue el aumento en la detención de familias hondureñas en esa frontera que, en el mismo periodo, pasó de 10,671 a 188,416. Ello según datos oficiales de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, incluidos en el VI Informe del Estado de la Región 2021, publicado por el Programa Estado de la Nación, del Consejo Nacional de Rectores (Conare) que agrupa a las máximas autoridades de las cinco universidades públicas de Costa Rica.
El caso hondureño es un ejemplo de una tendencia regional. En otro apartado del mismo informe, se señala que el periodo entre 2005 y 2015, marcó “el mayor crecimiento histórico de la movilidad en Centroamérica”, ya que alrededor de 1 millón 250 mil personas dejaron sus países, y más de la mitad de ellas fueron mujeres.
“Aunque esas cifras pueden estar subestimadas, su magnitud reabre la historia de quienes huyen de amenazas como la persecución, el conflicto, la degradación ambiental y frente a la cual no encuentran ningún amparo en sus lugares de origen por la fragilidad del Estado”, apuntó en ese análisis el sociólogo Abelardo Morales, de la Universidad Nacional, de Costa Rica.
Según cifras de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), 322,223 personas originarias del norte de Centroamérica fueron “retornadas” desde Estados Unidos entre 2016 y 2019. Durante el mismo periodo, desde México, hubo un total de 409,759.
“En Mesoamérica lo que vemos es que los flujos migratorios se están complejizando”, expresó en una entrevista para este medio Noortje Denkers, especialista en migración laboral de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
“Los flujos migratorios existentes, como las caravanas, son las nuevas manifestaciones de esas desigualdades que, más que todos, sufren estas personas, que incluye muchas veces a niños y niñas”, apuntó.
La socióloga Denkers reconoció que en la mayoría de las investigaciones existentes no se ha analizado a fondo la relación entre trabajo infantil y migración, sin embargo, destacó el fenómeno de muchos niños y niñas, y particularmente adolescentes, sobre todo de los países del norte de Centroamérica, que emprenden solos la ruta migratoria.
Dijo que, en los flujos migratorios hacia Estados Unidos, muchas veces se encuentra “niños, niñas no acompañados que tienen que sobrevivir, que van con nada, que tienen que encontrar una manera de transporte para llegar a su lugar de destino. Y vemos que una de esas maneras, obviamente, es trabajando. La experta agregó que la definición de trabajo infantil, en estos casos, incluye las peores formas de explotación, como la trata de personas y la explotación sexual. Por todo ello, aseguró: “Sí vemos un vínculo importante entre la migración y el trabajo infantil”, indicó, a pesar de que “no tenemos datos exactos”.
En un reciente trabajo realizado en conjunto con la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) en centros de recepción en Honduras y Guatemala para niños y niñas retornados de Estados Unidos y México, al que se refirió la experta, se realizaron entrevistas a los padres o tutores que llegaban a recoger a esas personas menores de edad, y un gran porcentaje de esa población menor de edad ya trabajaba antes de emprender la ruta migratoria. “Eso nos dice que el hecho de trabajar te hace de alguna manera vulnerable o más propenso a decir ‘yo voy a emprender esta ruta migratoria’”.
Un aspecto muy relevante es que, “conversando con gente de las comunidades en Honduras, por ejemplo, decían los jóvenes y los adolescentes que no tienen nada que perder”. Ante realidades como la falta de opciones de empleo, “emprenden esa ruta cinco, seis, siete veces”.
Tanto más grave es que en ese ir y venir “para sobrevivir en la ruta y también en el destino -si no los agarran antes y lo retornan-, necesitan un ingreso y siempre hay un vínculo con el trabajo infantil”. Denkers hizo un llamado a las autoridades laborales de los diferentes países a “estar más conscientes de que, cuando se le agrega apellido “migrante” al niño trabajador, tiene un doble riesgo y, si hablamos de niños indígenas -que muchos los son-, o afrodescendientes, ya estamos obviamente ante una vulnerabilidad y una situación supercomplicada”.
COVID-19 + violencia
Denkers ponderó que, en Centroamérica, hay flujos ya estructurados y conocidos, por ejemplo, hacia el norte, Estados Unidos, pero “hemos visto que la COVID-19 ha traído mucha problemática para las personas migrantes”.
Se refirió así a quienes quedaron atrapados en diferentes países por el cierre de fronteras. Ello se suma a la pérdida de empleos, la xenofobia, y hasta la escasez de visas que no se pudieron extender por cierre o saturación de las instituciones.
Ya para mayo de 2020, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) alertó sobre las cifras de niños y niñas repatriados desde Estados Unidos a México, El Salvador, Honduras y Guatemala.
“Para los niños en tránsito en toda la región, la COVID-19 está empeorando aún más la situación. La discriminación y los ataques se suman a las amenazas que ya existían antes, como la violencia de las bandas que los llevó a huir”, explicó en ese momento Henrietta Fore, directora ejecutiva de Unicef, mediante un comunicado.
“Eso significa que muchos niños que regresan afrontan un riesgo doble y están más en peligro que cuando abandonaron sus comunidades. Obligar a un niño a regresar a una situación de inseguridad nunca es una opción si se quiere velar por su interés superior”, agregó.
Unos meses más tarde, en diciembre, la misma Unicef alertó que, en una encuesta realizada en conjunto con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más del 30% de los niños y niñas no acompañados identificaron “algún tipo de violencia como el principal detonante de su desplazamiento, lo que a su vez afectó su capacidad para acceder a los servicios esenciales, incluida la escuela en sus países de origen”.
Otra de las consecuencias de la pandemia ha sido un aumento de la vulnerabilidad de niños y niñas en albergues y centro de detención, pues se redujo el número de trabajadores humanitarios y han escaseado los recursos básicos.
En muchos casos, la situación empeora por la acción de los propios cuerpos de seguridad. En septiembre pasado, desde México, organizaciones como el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), Frontline Defenders o la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, emitieron un pronunciamiento conjunto en el que denunciaron el aumento de “violencia y el persistente clima de hostilidad en contra de las personas migrantes, periodistas, y defensoras y defensores de los derechos de las personas migrantes en el sureste mexicano”, particularmente, en los estados de Chiapas y Tabasco, donde “se han enfrentado a una nueva oleada de hostigamiento por parte de elementos de la Guardia Nacional y del Instituto Nacional de Migración (INM)”.
Una mención particular merece el caso del albergue para migrantes Casa Betania – Santa Martha, en Chiapas. En lo que va de 2021, en tres ocasiones, sujetos desconocidos han intentado entrar con el pretexto de buscar a una supuesta menor desaparecida. La última de esas agresiones fue particularmente violenta y se dio el 12 de octubre, cuando ocho sujetos armados y vestidos de civil irrumpieron en el albergue, alegando ser de “la fiscalía”, aunque no portaban identificación.
Luego de agredir a un migrante, quien grabó lo ocurrido con su teléfono, y de retener de forma violenta al psicólogo del albergue, los sujetos armados abandonaron el sitio tras confirmar que la supuesta menor de edad no se encontraba en el lugar.
Un informe de la propia OIM (“Implicaciones en las políticas de migración infantil a causa de la COVID-19”), apunta a que se ha terminado utilizando la pandemia como excusa para endurecer la acción de las autoridades y aumentar la devolución de menores.