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Nos están matando y tenemos miedo. No es nada nuevo para nosotras. Hemos crecido con miedo, conocemos a la perfección una serie de códigos sociales que en otras latitudes parecen extremos, pero a nosotras nos parecen tan solo naturales. Tenemos un código de vestimenta para salir a la calle, sabemos qué horarios y qué circunstancias resultan más riesgosas y si podemos, siempre las evitamos. Caminamos siempre a cierta distancia de las personas en la calle y sabemos que si alguien camina detrás de nosotras, tenemos que vigilarle constantemente, para adelantar nuestra reacción frente al ataque.

Yo, por ejemplo, puedo recordar a la perfección las distintas estrategias de defensa que he implementado a lo largo de mi vida, desde caminar siempre con el manojo de llaves en la mano y escondida en la bolsa del pantalón, estudiar concienzudamente, artes marciales de defensa, correr y ejercitarme para tener un cuerpo fuerte y ser capaz de defenderme; hasta la más reciente decisión de mujer madura dispuesta a todo, de llevar una navaja pequeña para pelar manzanas en la bolsa. En mi familia, compuesta por 5 mujeres, el tema de la muerte y del ataque jamás ha sido vedado. Mi madre nos habla a mis hermanas y a mi de la violencia sexual y nuestro riesgo, desde que tengo memoria. Además discutimos también sobre la posibilidad del secuestro, llegando a las afirmaciones tajantes de “yo hago que me maten antes que me lleven, preferiría que ustedes encontraran mi cuerpo antes de vivir con esa angustia de la desaparición”.

Sé que mis palabras son fuertes y me disculpo si al leerlas sienten conmoción. Tengo que decirlas porque están dentro de mí, y dentro de las mujeres que conozco, aunque la mayoría de veces no se atrevan a decirlas, lo ponemos de manifiesto en nuestros pequeños rituales de protección y cuidad mutuo: al escribirnos mensajes para saber si todas llegamos a casa después de una reunión, en esa forma en la que nos despedimos esperando que nada malo nos pase “te vas con cuidado”. También tengo que escribirlas porque ya es suficiente de cargar con este peso en soledad. Ya nos toca asumirlo como sociedad, y nos toca encontrarle el remedio, porque las mujeres tenemos miedo, y es un miedo milenario. Pero ha evolucionado y ahora se está transformado en un miedo colectivo a que las cosas sigan así, y no estamos dispuestas a tolerarlo. Voy a decirlo de nuevo para que me entiendan, tenemos miedo de que nos maten y nos violenten, pero tenemos más miedo a seguir así más tiempo, porque esto no es vivir, eso es sobrevivir, y nosotras nos merecemos  mucho más que sobrevivencia. Las niñas y las mujeres nos merecemos tener la posibilidad de vivir vidas plenas y libres.

El miedo a seguir viviendo de esta manera, en esta sociedad que sigue pensando que las mujeres somos objetos a utilizar según conveniencia, es un miedo que nos mueve y nos está revolucionando profundamente; porque nos nace de la historia colectiva, de las vidas pasadas de nuestras abuelas que sobrevivieron y con eso hicieron el aporte más poderoso, lo que nos trajo aquí a nosotras, las otras, las que pondremos en marcha el cambio de este sistema.

Pienso ahora en mi abuela materna, una mujer que sufrió todas las violencias imaginables: una negligencia médica en su niñez que la dejó con una discapacidad, la discriminación en su familia central, que la dejo sin herencia y sumida en la miseria; la violencia sexual y física del hombre que “se la robó” y le dejó siete pequeñines con hambre, y el terror que ese hombre, que solo aparecía para golpearla, vejarla y embarazarla, se atreviera a ir un paso más lejos hasta dejarla sin lo único que tenía que era su vida. Esa mujer a quien yo recuerdo fuerte y hermosa como una ceiba pentandra, que nunca se vio a sí misma como una víctima, porque no le paso por la cabeza que las cosas pudieran ser distintas, vivió siempre con la certeza que era una mujer y eso le tocaba, que la única posibilidad que le quedaba era sobrevivir como pudiera y educar a esas pequeñas y pequeños para ver si ellas podían tener una vida distinta, un poco mejor, con un poco de menos sufrimiento.

Y aquí estoy yo, hoy, tejiendo a través de estas palabras los hilos de violencia y fuerza que nos unen, tejiéndomelos en la piel para hacerme más fuerte. No quiero que mis hijas ni las hijas de mis hermanas, ni las hijas de mis amigas, ni las hijas de ninguna otra mujer tengan que vivir con miedo. No queremos vivir con miedo. Estamos heridas, cansadas y hartas. Léanlo, sépanlo, no vamos a aguantar esto más tiempo.

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Evelyn Recinos Contreras es abogada penalista, se dedica a los derechos humanos, género y justicia penal. Escribe poesía para sobrevivir y documentos legales para vivir.


Las opiniones emitidas en este espacio son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan los criterios editoriales de Agencia Ocote. Las colaboraciones son a pedido del medio sin que su publicación implique una relación laboral con nosotros.

 

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