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Guatemala: Violencia sexual y genocidio // Victoria Sanford

Los libros son tecnología de la memoria, y el genocidio es parte de la memoria de Guatemala. De los múltiples horrores del conflicto armado interno en este país, la violencia sexual es uno de los menos contados. De ahí que publiquemos acá el prólogo de Carolina Escobar Sarti al libro de Victoria Sanford, publicado por FyG Editores en Guatemala.

Si tratáramos de leer este libro como si fuera una obra de arte, quizás lo compararíamos con un tríptico al me­jor estilo de las pinturas sobre la guerra, realizadas por …

Violencia sexual y genocidio en Guatemala

Si tratáramos de leer este libro como si fuera una obra de arte, quizás lo compararíamos con un tríptico al me­jor estilo de las pinturas sobre la guerra, realizadas por el pintor español Francisco de Goya, en las cuales el horror se muestra desnudo y lacerante. En Violencia se­xual y genocidio, los cuerpos asustados, masacrados, ate­morizados, torturados y violados definen la inter­sección de una trama de sentido que se inscribe en un continuum de violencia. Es precisamente en esos cuer­pos físicos, emocionales, mentales y espirituales, don­de se grabaron las etapas más dolorosas y sangrien­tas de nuestra historia. Y sólo desde allí, desde sus osa­mentas, desde su carne torturada, desde su sangre, des­de sus ojos que todo lo vieron, desde sus relatos y correlatos, es que puede reescribirse y resignificarse nuestra historia.

La primera parte de este tríptico, habla sobre la Ma­sacre de Acul, en Nebaj. Los testimonios de las mu­jeres y hombres ixiles sobrevivientes de aquella ma­sacre cometida por el ejército de Guatemala en 1981, van trenzándose con una rigurosa investigación rea­lizada por Victoria Sanford, que se ha dedicado en los últimos años a estudiar el genocidio, el femicidio y la violencia sexual padecida en Guatemala durante la guerra. Es este capítulo el que nos permite compren­der a profundidad las expresiones que hemos escuchado tan­tas veces en las voces de mujeres y hombres que vi­vieron de cerca la violencia de la guerra, cuando ex­pre­san cosas como: “la tristeza se me puso en el cuerpo”.

Y es que el genocidio en Guatemala, como práctica so­cial sostenida, tuvo en las masacres su punto más ál­gido, pero revela en esencia un proceso continuo que toca nuestro presente, y que ha sido construido a partir del miedo, la violencia, el silencio y la impunidad. “Teníamos que entender cómo era la vida antes y des­pués de la masacre”, señalan las autoras en el primer ca­pítulo. A partir de allí reconstruyen, desde diversos tes­timonios y fuentes documentales, una realidad que co­mienza a delinearse entre 1976 y 1977, cuando los ha­bitantes de Nebaj notan la expansión de las tropas mi­litares en su territorio. En aquel momento, “la violencia de la guerrilla y el ejército parecía muy lejana a la vida cotidiana de los ixiles de Acul”. Fue entonces cuando, en una emboscada guerrillera realizada en el camino de Chemala a Nebaj en 1980, mueren varios sol­dados. A partir de entonces, el aire de Acul se en­ra­rece y jamás ese lugar vuelve a ser el mismo. Día a día, crece la cantidad de muertes violentas por arma de fuego, estrangulación, apuñalamientos y golpes, has­ta la masacre del 16 de abril de 1981, cuando el ejér­cito asesina a 65 ixiles, de los cuales 34 eran niños y niñas, 5 adolescentes, 23 adultos y 2 ancianos.

Imposible renombrar el horror relatado por las per­sonas sobrevivientes de aquella masacre, que luego se vieron forzadas a huir a las montañas cercanas, al com­pás de las aldeas quemadas, las fuentes de comida des­truidas, los escasos alimentos compartidos con gue­rrilleros, la organización en patrullas denominadas de autodefensa civil, los balazos de la tropa y los bom­bardeos aéreos. Todo, en un marco de control sobre la población civil, tanto de parte del ejército como de la guerrilla, que mantenía en permanente tensión y an­gustia a los sobrevivientes. Según las investigaciones rea­lizadas, un 30 por ciento de quienes huyeron a las mon­tañas murieron en ellas. Sin embargo, en 1983, el hambre obliga al resto a buscar el apoyo del ejército, lo­calizado en Nebaj. Allí, en los archivos municipales, está la evidencia de la violencia ejercida contra esas po­blaciones reorganizadas bajo una estricta vigilancia mi­litar. Los hombres fueron obligados a patrullar, a rea­lizar trabajos extenuantes o sometidos a torturas y castigos que invariablemente llevaron a muchos de ellos a la muerte, mientras que las mujeres fueron re­queridas para servir al ejército, y luego muchas de ellas fueron violadas por grupos de soldados que las lle­vaban a la base, para terminar lanzando sus cuerpos al río. Sus casas no fueron reconstruidas como eran an­tes de la masacre, les habían despojado de sus tierras, y el ejército decidió cómo y dónde localizar a cada per­sona. Acul fue una de las primeras “aldeas modelo” cons­truidas bajo el mando del ejército, como parte de su estrategia de “polos de desarrollo”, pero sus pa­trulleros fueron de los últimos en desarmarse. Diez y seis años después de la masacre, la Fundación de An­tropología Forense en Guatemala (fafg) realizó una investigación sobre el caso que llevó a una posterior exhumación de los huesos. Todas las osamentas habla­ron de tristeza, dolor y memoria silenciada.

En el segundo capítulo, se habla de la violencia se­xual como arma genocida. Hay allí un trazo muy cla­ro entre el pasado y el presente. Las autoras parten de la sentencia dictada por la jueza Yassmin Barrios con­tra Efraín Ríos Montt, cuando es declarado culpable de genocidio y crímenes de lesa humanidad, el 10 de ma­yo del 2013. Este punto de partida define una in­ten­ción, y es la de sacar del ámbito del “secreto público” dos temas fundamentales: el del genocidio y el de la vio­lencia sexual organizada por el Estado. Durante ese juicio un tribunal guatemalteco reconoce, por pri­me­ra vez, la violación y la tortura sistemática de las mujeres ixiles, sometidas durante el régimen geno­cida de Ríos Montt.

Se acude a los informes de la Comisión para el Es­clarecimiento Histórico (ceh) y al Nunca más de la Igle­sia católica (remhi), para evidenciar que el ejército or­ganizó sistemáticamente la violencia sexual como ar­ma de contrainsurgencia. Es en este capítulo donde los testimonios de las mujeres dan cuenta de manos y pies atados, de trapos en la boca y cuerpos de soldados so­bre los suyos hasta perder el conocimiento. Es aquí don­de se habla de cuerpos sangrantes que no podían lue­go ni ponerse de pie. Es en este capítulo donde se nom­bran las consecuencias físicas, mentales y emocio­nales de las violaciones en sus cuerpos, desde embara­zos forzados hasta enfermedades de transmisión se­xual, además del estigma social que conlleva la violación sexual.

Y es en esta parte donde se descarta la teoría, ya en desuso, de que en la guerra todo se vale. Ninguna cir­cunstancia extraordinaria, ni siquiera una guerra, justifica las violaciones en los cuerpos de niñas, adoles­centes y mujeres. Las autoras afirman que la violencia se­xual inscrita en los cuerpos de las mujeres durante la guerra que se vivió en Guatemala, no fue una simple con­secuencia, sino parte de una estrategia de guerra bien planificada, lo cual suscribo.

Aunque Ríos Montt haya dicho al final del juicio por genocidio: “Yo nunca autoricé, yo nunca propuse, yo nunca ordené actos contra ningún grupo étnico o re­ligioso” (Burt, 2013), hay una clara responsabilidad tan­to desde su rol administrativo, como desde su rol de presidente de facto y primer eslabón en la cadena de mando que define a una institución de corte vertical, co­mo el ejército.

Las autoras acuden a la figura del “enemigo inter­no”, definido desde los tiempos de la Doctrina de Se­guridad Nacional establecida por Estados Unidos en la era anticomunista de la Guerra Fría, para caracte­rizar a las víctimas de la guerra en Guatemala: “Una vez que las fuerzas de seguridad habían destruido la di­sidencia de las bases sociales en la ciudad y asesinado a los líderes de las comunidades rurales, la máquina de guerra establece su atención en las comunidades ma­yas”. Algo que no fue ajeno a un país de corte pa­triar­cal y racista, donde la exclusión de las poblaciones in­dígenas y las mujeres, ha sido un problema de larga data. Es en este caldo de cultivo donde la población se con­vierte en enemiga y las mujeres indígenas en obje­tivos primarios de la violencia sexual, con el fin de de­ses­tabilizar y destruir poblaciones enteras. Si ellas son consideradas las reproductoras biológicas e ideoló­gicas de una sociedad, es en sus cuerpos donde puede des­truirse esa sociedad y, de paso, vengarse del enemigo.

Para probar que la violación fue un arma de guerra y genocidio en Guatemala, las autoras aportan suficien­tes elementos para definir que los planes militares in­cluían el “descanso y la recreación” de los soldados, y que estos a su vez contemplaban el “contacto con el sexo femenino”. Este “entrenamiento” comenzaba con prostitutas que también fueron esclavizadas se­xual­mente; primero eran violadas por el teniente, para pa­sar luego por el resto de soldados que podían violar­las hasta diez veces cada uno, incluso durante toda una semana. Así, para un mejor control de los solda­dos, se normalizó la violación sexual en los cuerpos de miles de mujeres que no sólo eran ultrajadas en las po­blaciones durante las masacres, sino en los de aque­llas que fueron llevadas a las bases y destacamentos don­de los militares se encontraban. Bajo las funciones “tradicionales” asignadas a las mujeres (como llevar ali­mentos y lavar la ropa de la tropa), se escondía una per­versa esclavitud sexual ejercida por los soldados. Hoy, bajo nuestras leyes, esto sería considerado entre mu­chas cosas más, un delito por trata de personas.

Llama la atención cómo las autoras refieren que la ceh se queda corta en retratar la violencia sexual du­rante la guerra, y hasta es vaga en reportarla, usando el término “dar pase” en lugar de violación. Según ellas, la ceh falla en identificar la magnitud de la vio­len­cia sexual en contra de las mujeres durante la guerra y la impunidad absoluta en la que operaba el ejército. Sin embargo, aporta datos fundamentales para iniciar in­vestigaciones más profundas como las que realizan Sanford y sus colegas.

Uno de los testimonios más crudos de este libro, es el de un ex oficial de la G2, relatado a los investiga­dores del remhi: “Vamos, ¿no quieres agarrar culo?” Pensé “Wow, ¿así nomás?” Uno de ellos me dijo, “Hay al­gunas chicas y las estamos cogiendo”. Yo respondí, “Ya veremos”. Había solamente dos muchachas. Ellas eran prisioneras. Los hombres dijeron que eran guerri­lleras, ¿verdad? Y luego ellos las violaron masivamente. Cuan­do yo llegué, recuerdo una línea de 35 soldados o más esperando su turno. Ellos primero las rodeaban y luego las violaban. Uno se iba y otro entraba [énfasis del autor]. Luego ese soldado se iba y otro entraba [én­fasis del autor]. Yo calculo que esas pobres mujeres fue­ron violadas por 300 soldados o quizá más. El sar­gento Soto García las capturó. Él era un mal hom­bre. Él quería cualquier mujer que encontraba y le gus­taba violarlas porque sabía que igual las íbamos a ma­tar (remhi, vol. 3: 212-213). Los soldados que te­nían gonorrea o sífilis podían también violarlas, pero de último, luego de todos los demás.

El testimonio anterior no merece más comenta­rios, y se suma a los cientos de otros testimonios que ha­blan sobre cuerpos de mujeres mutilados, cortados y ultrajados, así como de fetos extraídos de sus vientres. In­cluso hay testimonios que hablan sobre ancianas ase­sinadas de “manera salvaje e incomprensible”. Jean Fran­co concluye que “tal ferocidad puede ser solamente ex­plicada en base a que las mujeres representaban una po­derosa amenaza”.

Fue un secreto a voces, durante y después de la gue­rra, que el ejército cometía violaciones contra las mu­jeres de manera sistemática. Pero nadie se atrevía a decirlo, porque eso significaría la propia muerte. Y fue justamente ese marco de impunidad y silencio el que favoreció la gestación y crecimiento de una espiral de odio practicada, principalmente, en los cuerpos de mujeres indígenas de todo el país. El poder en manos de un mestizo (Ríos Montt) que dirigió la fuer­za de su ejército principalmente para acabar con po­blaciones indígenas, se sumó a la ideología patriarcal pre­valeciente en nuestra sociedad, desde la cual muchas mujeres eran (y son) consideradas una “propiedad” del hombre. Combinación perfecta.

Y si aún nos quedara duda de que la violencia se­xual en los cuerpos de las mujeres no fue parte de una estrategia diseñada específicamente por el ejército, va­le la pena acudir a los datos de Michelle Leiby, citados aquí: a pesar de que la guerra en Guatemala termi­nó hasta 1996, sólo un 11 por ciento de las violacio­nes ocu­rrieron después de 1984. Esto prueba que en nues­tro país la violación sexual fue un instrumento ex­plícito de represión, aplicado indiscriminadamente du­rante la guerra, sobre todo en poblaciones indíge­nas, con un fin ejemplarizante. El miedo fue siempre el recurso para sostener este estado de cosas.

El genocidio guatemalteco no fue la obra de un so­lo hombre, de un partido de gobierno o de un ejér­cito, sino la práctica de un Estado represor bien orga­ni­zado, integrado por personas diversas, entrenadas pa­ra cumplir distintas tareas durante la guerra. Desde sol­dados hasta médicos, y otros profesionales de dis­tin­tas disciplinas, fueron entrenados o llamados a par­ticipar en el genocidio de manera directa o indirecta. Sin embargo, al hablar del genocidio como un hecho de Estado, hay una cadena de mando que nos lleva cla­ramente a identificar una responsabilidad mayor en el hombre que tenía en sus manos la conducción de ese Estado durante la etapa más dura de la guerra: Efraín Ríos Montt. Esto nos lleva a la tercera parte de este tríptico, donde se habla de la Responsabilidad de mando y del genocidio como plan militar del Ejército de Guatemala bajo las dictaduras de los generales Lu­cas García, Ríos Montt y Mejía Víctores.

Las prácticas de tortura, detenciones arbitrarias, ejecuciones extrajudiciales y graves violaciones a dere­chos humanos, sostuvieron un mismo patrón desde el gobierno de Lucas hasta el de Mejía Víctores, pero se aceleraron e institucionalizaron en la cúspide del ge­nocidio, bajo el mando del general Efraín Ríos Montt. De marzo de 1982 a agosto de 1983, Ríos Montt tuvo el control total de las fuerzas armadas. Era el máximo poder del ejército, de la fuerza área, la fuerza naval, la policía nacional, las unidades para­militares, las patrullas de autodefensa civil (pac) y has­ta de sus estructuras clandestinas. Documentos de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Uni­dos(cia) así lo demuestran. Hubo un elemento común a los tres gobiernos, un hilo conductor: la presencia del general Mario López Fuentes, como subjefe y jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, ligado a pro­ceso por genocidio y crímenes de lesa humanidad des­de el 2011, y quien muriera sin que el proceso lle­gara a sentencia firme en el año 2015.

No es posible que en medio de una guerra, un hom­bre con tanto poder como Ríos Montt, no supiera del todo lo que hacía su ejército. En cambio, su justifi­cación para cometer las más graves violaciones a de­re­chos humanos, fue la existencia de la guerrilla y el co­munismo. Tanto la existencia de la guerrilla como un contexto de Guerra Fría fueron hechos concretos, es cierto, pero él pudo haber evitado muchos de los des­manes y de la brutalidad cometidos por su ejército en su afán de destrucción casi total de las comunidades in­dígenas.

Su carrera militar muestra que tenía el entrena­miento suficiente en todos los aspectos de la guerra, que tenía también la experiencia práctica de la guerra, y que comprendía profundamente la estructura del Ejér­­cito de Guatemala y la importancia estratégica de su figura en ese contexto. Un documento desclasificado del Ejército de Estados Unidos señala, además, que ha­bía visitado las instalaciones militares en la Zona del Canal y en los mismos Estados Unidos, y un co­men­tario de agosto de 1972 de la misma fuente lo se­ñala como un “nacionalista” que “expresa una polí­ti­ca de línea dura”, dispuesto a apoyar “una intervención militar contra facciones izquierdistas” para “lograr los objetivos nacionales”. Tenía la teoría, la práctica, el entrenamiento y las ideas que, en cualquier parte del mundo, alimentarían una guerra. Nada era nuevo pa­ra él, menos la idea de una intervención militar. “De hecho, en mayo de 1973, menos de un año después de este informe, Ríos Montt encabezó la masacre de San­si­risay”, revelan las autoras.

De allí en adelante, otros documentos desclasifica­dos dejan constancia de que el día del golpe (23 de mar­zo de 1982), Ríos Montt acepta integrar la Junta de gobierno provisional, habiendo aceptado antes (a Es­tados Unidos) dirigir esa Junta. También queda cons­tancia en varios documentos sobre el control to­tal del ejército por parte de Ríos Montt, del restableci­mien­to inmediato del principio de la jerarquía militar, de la percepción que tenían de él los oficiales “junior”, y de que todo aparentaba ser “el espectáculo de un so­lo hombre” que amaba el poder. Incluso se relata en esos documentos sobre cómo Ríos Montt se reúne con los partidos políticos para formular una nueva ley electoral y de partidos políticos, en una maniobra maquiavélica, ya que él no creía que ellos estuvieran de acuerdo. Cosas como éstas permiten afirmar que era el “jefe de Estado de jure y de facto”.

De allí en adelante vinieron sus declaraciones a la cineasta Pamela Yates (“El ejército está listo y capaz pa­ra actuar porque si no puedo controlar el ejército en­tonces, ¿qué estoy haciendo aquí?”), la consolidación de su poder, la imposición de estados de excepción en varios departamentos del occidente del país, hasta su declaración del 18 de agosto de 1982 a un grupo de ocho políticos: “Declaramos estado de sitio para po­der matar legalmente”. Las tropas fueron instruidas es­pecíficamente para destruir pueblos y aldeas, se eje­cutó la orden de Quitarle el agua al pez, y lo demás es historia.

Otros documentos desclasificados de la cia indican que el alto mando del Ejército de Guatemala y la mis­ma cia, sabían que ese ejército estaba llevando a cabo una destrucción estratégicamente planificada de po­bla­ciones enteras principalmente indígenas, así como la quema de aldeas y cosechas, obligando desplazamien­tos forzados de sobrevivientes civiles, y violando mu­jeres de todas las edades. Una prensa silenciada o cóm­plice en el país, ofreció estimaciones y opiniones con­servadoras sobre los hechos de violencia que se es­taban dando en el interior del país.

Fundamental para ayudar a armar este rompeca­bezas y determinar la responsabilidad de mando de Ríos Montt, resulta el trabajo del periodista Jon Lee An­derson, quien visita el país a finales de 1982. Por me­dio de un salvoconducto otorgado por el mismo Ríos Montt, Anderson se convierte en testigo de una rea­lidad que –en sus palabras– lo horroriza. Anderson ha­bla “De un enorme aparato de terror”. Ropa ensan­grentada de mujeres, juguetes de niños quemados, in­terminables retenes de soldados analfabetas a lo lar­go del camino, armas de fuego por todas partes, in­dígenas “arreados” o torturados por soldados, silen­cios infinitos, traumas de guerra en los rostros impá­vidos de las víctimas. Todo queda en la memoria ce­lu­lar de Anderson, incluso la noche en la que a él y otros colegas los detienen hombres fuertemente ar­mados que se bajan de un Jeep Cherokee, hombres que “no eran soldados y no eran indios”. Él recuerda ha­berles entregado el salvoconducto, y también recuer­da que gracias a ello, los dejan ir. Así el tamaño del po­der de Ríos Montt. La estructura vertical de mando va perfilándose en varios casos más presentados en es­te libro, a través de la información que aportan in­nu­merables documentos desclasificados, testimonios y trabajos periodísticos de la época.

Ríos Montt tenía un poder casi absoluto y no cum­plió con su responsabilidad de prohibir, prevenir y castigar los abusos de derechos humanos y el geno­cidio. Tampoco queda evidencia alguna de audien­cias militares en tribunales militares para dirimir responsa­bili­dades de oficiales y soldados en crímenes de lesa hu­manidad. Por el contrario, Ríos Montt le abrió la puer­ta a un genocidio que se cuenta en “626 masacres co­metidas por las fuerzas del Estado, principalmente el Ejército, apoyado en muchos casos por estructuras pa­ra­militares tales como las pac y los comisionados mi­litares”.

El genocidio como práctica pactada en nuestro país, buscó una transformación total de las identidades que habitaron un territorio, y una reconfiguración de las relaciones sociales. Todo cambió en Guatemala después del genocidio o, mejor dicho, nada volvió a ser lo mismo. Y es aquí donde recupero las voces de los hombres y las mujeres ixiles que abrieron este li­bro, para abrazar la ruta de la justicia y cerrar determi­nando las responsabilidades por el horror vivido. Son sus voces las que despiertan la memoria de sus cuerpos pa­ra convertirse en relatos, las que han sido y seguirán sien­do escuchadas en todos los lugares donde la justicia es­pera hacerse cada vez más justa.

Desde allí, recupero la fuerza de este trabajo autoral que aporta elementos importantes para comen­zar a escribir un capítulo distinto de la historia de Gua­temala. Uno que aporte luz a las tinieblas del pasado y salga al encuentro de esa esperanza renacida du­rante el 2015 en nuestras plazas, calles, casas, tribunales, escuelas y lugares de trabajo. Un capítulo que dé un paso fuera de las investigaciones académicas pa­ra tocar las vidas de las nuevas generaciones que se asoman a la esperanza. Uno que sepa reconocer que el genocidio no termina, sino que comienza con las masacres y asesinatos que se dieron durante la gue­rra que se vivió en Guatemala. Porque el genocidio es una práctica no una casualidad, y queda grabado en nuestra memoria celular, hasta que la vida lo abraza.

Encuentra Violencia sexual y genocidio en la Filgua virtual, publicado por FyG Editores.

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Guatemala: Violencia sexual y genocidio


Carolina Escobar Sarti,

es poeta, investigadora social y directora de la asociación La Alianza, para cuidado, la protección y la garantía de los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes.


Las opiniones emitidas en este espacio son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan los criterios editoriales de Agencia Ocote. Las colaboraciones son a pedido del medio sin que su publicación implique una relación laboral con nosotros.

 

Carolina Escobar Sarti

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