#YoMacho
LA VOZ DEL CUARTO DE ARRIBA
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La adolescencia es un tiempo de transición, de descubrimiento y memoria. Un padre ve a su hijo entrar en ella y se ve a sí mismo atravesándola, qué ha de suceder en ese tiempo para pasar del niño al hombre en un país de machos, en un continente de machos, en un tiempo donde la masculinidad exige esas armas sensibles de las que también trata esta historia.


La voz venía del cuarto de arriba, lo oí claramente. Ya no era la de un niño, era más grave, era la de un niño-hombre. Risas con tono de hombre como reacción a charadas de compañeros niños que entran día tras día a otro mundo más grande y más complejo.  Comentarios lanzados hacia una pantalla digital a seres etéreos y bidimensionales, aun así, humanos en desarrollo. Con kilómetros de distancia entre sí, un grupo de adolescentes se intercambiaban datos, anécdotas, comentarios en pequeñas tribus digitales. Los meses de encierro hacen que la vida se componga de reuniones en cuartos solitarios, pero contradictoriamente también acompañados. La pandemia del segundo milenio abonando en la imaginación de autores apocalípticos sentados frente a su computadora.

Los patios del colegio están vacíos, llevan meses así. Conquistados por los zanates y los gorriones, con suerte habrán quitado las malas hierbas de los vértices de las banquetas, una pequeña selva miniatura estará tomando las bancas duras y descascaradas. Donde las patas se anclan al suelo, estarán creciendo las margaritas silvestres. Como los programas de la tele: Las ciudades después de los humanos. Los colegios después de la desaparición de los niños. Un flautista en forma de virus se los llevó y no los ha regresado.

El niño-hombre que vive en mi casa parece que no lo nota, sigue riéndose con estruendos, diciendo apodos, gritando como que estuviera alrededor de la cancha de fut viendo de reojo a la que le gusta. Ella y él, no podrán adivinar esos matices que las cámaras web no captan. El murmullo después de pasar, las excusas para cruzar alguna palabra, hacer comentarios ocurrentes y dejar pasar el tiempo sin decir nada, porque a esa edad, no se sabe nada. Todo es descubrimiento, todo son preguntas, todo son silencios rellenados con bromas y estruendos.

Veo y siento su transición, las horas lentas de la pandemia se reflejan en sus pantalones cada vez más cortos, las camisas reventándose como un Hulk infante, avanzando día a día en el abandono inexorable de la casa familiar. ¿Cuántos años estará aquí? Tres y pico. No es mucho. Si pienso qué estaba haciendo yo en el dos mil diecisiete, lo recuerdo perfectamente, eso fue apenas antes de ayer. Así que pasado mañana él ya no estará, solo sus ecos de niño-hombre, las risas ausentes, los juegos en línea, las conversaciones afianzando identidades y roles con su grupito más íntimo, serán desechos en el tiempo y espacio. Los basureros operarios de la relatividad lo recogerán y guardarán para que mi yo del futuro lo despliegue sobre la mesa del comedor de un domingo cualquiera, y piense en ese niño-hombre evolucionado en una pandemia de final incierto.

Mi hijo será hombre y estará en el mundo. ¿Será hombre bueno? Será macho, será solidario, tendrá conciencia de su rol, será compañero. Será voz grave, ¿pero será voz tierna?

Estará solo y decidirá si patear una lata vacía o recogerla, o tal vez la pateará, avanzará unos metros atrás de ella y después la recogerá. Yo hice muchas veces eso.

El placer de oír el eco del murmullo metálico contra las piedras en una calle desierta a las dos de la mañana, caminado a un cuarto cualquiera, pensando en cosas que treinta años después no recordaré. Solo el sonido metálico contra las piedras que quedaron alojados en unas cuantas neuronas y que hoy se me revela o lo invento, no lo sé (Estoy casi seguro de haber estado en una calle lateral a la Santader, caminando a las dos de la mañana, bajo una farola amarillenta, medio lúcido, medio tomado, medio cansado, caminando y pateando latas vacías, con ese sonido evidente pero sorpresivo).

Yo también fui niño-hombre. También caminé en grupos alrededor del campo de fut, mientras los más aptos jugaban y entraban sudados a clases después de que sonaba el timbre. Ese olor del sudor húmedo, agrío y encerrado. Cuarenta adolescentes sentados después de recreo, aprendiendo a estar en el mundo. No nos enseñaron a revelarnos, solo a aceptar el ciclo guatemalteco. Nacer, crecer, ser productivos, reproducirse, ser más productivos, obedecer, seguir reproduciéndonos, proveer y morir.

Yo fui adolescente con muchas preguntas, tímido e insolente, sin esperar respuestas. Incómodo en un mundo de hombres, curas, profesores, compañeros, administrativos, choferes de bus, policías privados, entrenadores. Hombres y más hombres, imaginando el otro mundo, el que quedaba más allá del muro del que saltábamos de vez en cuando, del barranco donde alguna vez se escondieron guerrilleros, cerca de la U, de los coros de hombres-niños, cantando “my way” como borrachos despechados.

Es difícil ser hombre en un país de machos, es difícil ser Carlos abogado, padre, divorciado y vuelto a casar. Es difícil ser extranjero y guatemalteco, es difícil siempre tener distancia sobre todo y todos. Es difícil el silencio de la rabia. Es difícil ser producto de una familia nuclear en éxodo y aún así no sentirla totalmente tuya, hasta que formas la definitiva y le dices casa a tu casa, porque la de tus padres, nunca fue tuya. Nunca. Es difícil no entender las dinámicas de los colegios de hombres y curas. Es difícil el fracaso, que era también inconformidad.

Qué le puedo decir al niño-hombre que habita en mi casa para que sea hombre y no macho. Qué puedo enseñar sin ser una impostura total. Yo tuve mis letras, mis discos, la revelación y la rebelión. Yo tuve muchos noes y también los di con apremio. Yo besé, toqué y hablé al oído a mujeres que pasaron por mi vida y que tal vez me recuerdan. Cuál es el equilibrio y cómo lo intuí para que me quisieran a su forma, aunque sea en formas urgentes de niños-adultos. Talvez el ejemplo, o fueran los cuentos de Cortázar, o talvez la relación de Lucía y Serrat. No lo sé, los referentes e influjos son tan ininteligibles.

Me pongo a pensar qué puedo hacer para que ese niño-hombre que ahora vive en mi casa, siempre se pregunte y no acepte nada. Yo no vengo de un hogar especialmente combativo, ni liberal, ni conservador. Vengo de una clase media profesional y trabajadora. Luchando para llegar al fin de mes, como yo, como tantos otros que me leen y que conozco. Esperando que me toque la lotería, pensando ya en mi plan de vejez, en los cuidados paliativos de mi conciencia.

El niño-hombre tiene casi catorce años, tiene voz de hombre y risa de niño. Quiere hacerse un hoyito en la oreja para ponerse un arete. Seguro lo hará en unas semanas. Él es noble y es bueno y se ríe mucho, algo que yo casi no hacía. Talvez ese es el secreto para ser hombre en un país de machos, en un continente de machos, en un mundo de machos productivos superoptimistas. País de emprendedores, vendedores de humo, administradores de los contratos millonarios de papá, que entre putas y coca lograron conseguir la tranquilidad para que sus retoños florezcan en planes de negocios y cuadros de Excel. Recool.

Puede que el secreto sean los besos que nos damos todos los días. La seguridad en desechar los dogmas, catecismos, dioses mayores o menores que como lastres le quitarían el derecho decidir. Talvez esas culpas de tardes de domingos, del “yo confieso ante dios…” haya sido necesario en mi evolución para llegar hasta aquí y poder excluir “eso” de su vida y poder concluir que la ternura, la bondad y la risa, salvarán a mi hijo y que esas armas ya las tiene consigo.

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Carlos Ovalle,

es abogado, es columnista y es lector, y entre su legado está haber fundado el bar Esperanto, un espacio de encuentro y cultura esencial para la ciudad de Guatemala.

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