#EnelEspejo
Geografía doméstica
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Una mujer es muchas mujeres. El lenguaje es siempre un juego de puntos de vista, como la percepción. Esta mujer recorre, pues, una geografía en casa marcada por una pandemia, pero también por la imaginación y los reconocimientos de esas otras presencias que le acompañan y en las que se reconoce.


Estoy sentada en la esquina de la cama que da hacia la ventana. No tengo zapatos, la nueva costumbre. Afuera el viento puede atraparse en un vaso. Desde la cuarentena ya no uso brasier, tampoco tacones ni medias. La humedad arrasó con todo en mi guardarropa de secretaria, que ahora, es un nido afelpado de moho. Suelo ir a dormir tal como amanezco, el pasar en pijama el día entero me dislocó el tiempo, la ropa es un reloj averiado. 

Decidí sacarlo todo para que sirva de algo. El todo son vestidos cortos y pegaditos hechos con telas sintéticas que acaloran, son tacones altos y rollos de medias negras que interrumpen mi ira cuando se traban en medio de la gaveta al intentar cerrarla con un golpe. El algo es una excusa para suplir el impulso interrumpido por los rollos de medias negras, el algo es abrir la ventana y mandarlo a volar, abrir una jaula humana.

El todo vuela suspendido en pleno cielo. Una bandada de seres de poliéster a toda luz. Noto como el vestido negro de cóctel se queda flotando y rebotando entre correntadas de viento. Hay algo de bolsa plástica en su manera de ser pájaro, hay algo desechable en él, lleva contenida una ligera identidad y está a punto de caer. 

*****

Él es Mark, recién me dijo su nombre. Lo primero que hay que decir de él es que es un snob, de esos que mantienen la ceja derecha levantada como espiando la peor parte de ti, la peor parte de todo. Tiene un apartamento propio decorado por un arquitecto famoso de su reducido circuito social al que le pagó una parte con varias obras de su colección porque Mark, obviamente, está en el negocio del arte y es temido por su insaciable y exquisita selección.

Mark vive en la zona más gentrificada de mi cuerpo, en mi parte desigual, la marcada por jerarquías, la etiquetadora. Mark es el que casi no me deja escribir estas palabras, el que me cambia el color del hilo para bordar cada dos minutos, el que hace poco conocí como Mark porque antes se llamaba Madre y al que hoy decidí encerrar en una caja de cristal con sonido aislado para verlo y no escucharlo y al que voy a conservar solo porque existe y eso debe ser señal suficiente para saber que le importo.

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Navegar, entra la culpa de levantarme de la mesa sin recoger los platos suena a cosa cotidiana. Para mí es entrenamiento militar, algo que cuesta, que se suda. Estoy mordiéndome la lengua para evitar la fuerza que emana de los platos sucios, puestos allí donde fuimos comensales hace apenas cinco minutos. Me pregunto si la culpa cumple una función productiva como un motor o un estrés para llegar a algún lado, o si solo es el adorno de alguno de mis fantasmas. La pregunta hace temblar mi pierna sin parar, como quien espera un resultado crucial.

No sé si esta marea me va a devolver a los platos para recogerlos, lavarlos y guardarlos antes que regrese mi madre y se encuentre de nuevo con los quehaceres diarios que se ha impuesto como propios. Yo sé que si los platos tuvieran brazos serían los brazos culposos y enjabonados de mi madre estirándose para empujarme a la cocina, y que de una vez por todas, me decida a ser esa mujer que ella ha decidido ser, hacerle honor a nuestro nombre común.  

 

Mama Lela salía a bañarse al río con machete en mano por si se le aparecía una culebra, dice y mira la taza de café humeante. Ya sabía que se escondían bajo las piedras y por eso antes de meterse a la quebrada, las iba levantando, dice alzando con el cuchillo sucio una servilleta que cubre el plato de fideos fríos que no terminó en el almuerzo. Allí se la encontraba enrolladita, durmiendo y con la punta del machete la jalaba despacio para tirarla lejos, dice mi madre haciendo volar la servilleta por detrás de la silla.

Para llegar al río había dos caminos, vuelve a decir, siguiendo con sus dedos huesudos dos rajaduras del vidrio roto sobre la mesa. El primero se caminaba entre cercos y vacas amarradas y en el segundo se iba uno entre regadíos y árboles frutales. Allí salían serpientes al mediodía para quitarse el calor. Los dos caminos me daban miedo, pero había que escoger; dice, serpenteando con su dedo una línea más profunda y más rota del vidrio, desde el centro hasta la orilla de la mesa. Así era cuando el Río Rabinal estaba limpio, dice y revuelve el café oscuro con una cuchara.

*****

Julia habla con eco –¿mama, me vas a cortar las uñas, uñas, ñas, ñas?- Y entrecierra los ojos hasta que termina la oración. No sé por qué empezó a hablar así. Presiento que necesita un tubo, un tubo larguísimo que pueda llegar hasta la casa de Sara, su prima que también habla con eco – ¿querés ver cómo bailo esta canción, ción, ción, ón, ón?- Y uno más que se extienda hasta el otro lado de la ciudad, a la casa de Ema, que no habla con eco pero seguro aceptaría un par de tubos con tal de responderle a las primas. Tomarían turnos y se pelearían, estoy segura, por ser la primera en dejar resbalar la voz y atravesar esos toboganes telegráficos. Las niñas dibujando ecografías del encierro.

*****

Doblo un calcetín cuando debería estar haciendo otra cosa. Cualquier otra cosa menos doblando un calcetín, que ni siquiera es mío porque es calcetín y no calceta, y esas palabras que te marcan el género yo las cargo hasta en los pies. Este calcetín lo encontré tirado en el piso, es de Paul. Es su bandera, señala que ahora es territorio compartido, vivimos juntos. Se mudó a la casa más por coacción que por decisión. Intentaron robarle el carro a punta de pistola frente a su apartamento y ante un asalto así, nada mejor que la mudanza inmediata al lugar seguro más próximo y, declarada la cuarentena, el indefinido encierro en pareja.

Es primera vez que mis papás dejan que un hombre se quede a dormir en mi cuarto y primera vez en mi cama. Vivir con papás y pareja es jodido, vivo en sesión de psicoanálisis permanente. Esa voz interna lleva días acaparando el volante y este día no es la excepción. 

Me enojo con Paul por dejar los calcetines tirados, armo una escena de esas dramáticas escenas del calcetín tirado donde las opciones son el divorcio o el divorcio, esas que a veces armo para no escribir en mi proyecto durante los veinte minutos que marqué en siete días del calendario. Paul me recuerda cómo detesta los rombitos, se amplía en explicar por qué prefiere el blanco algodón entre sus dedos y me aclara que esos calcetines no son suyos, son de mi padre.

*****

Para llegar a mi casa primero debo amarrarme el suéter en la cintura y caminar rumbo a la cafetería San Carlos. Abro la puerta y me asomo al pasillo que da hacia las gradas. A partir de esa esquina decido si tomo el camino corto por la línea del tren, o el largo por el Mercado Colón. Bajo las gradas y encuentro las luces apagadas, apacho el botón para encenderlas y me da mucho frío. Si voy por El Colón debo pasar por las cantinas y el basurero del mercado, allí siempre apesta el acoso. Tengo mucha hambre. Llego a la cocina suscrita al miedo de encontrarme alguna cucaracha aferrada al mueble de los sartenes. Me decido ir por la línea, así que cruzo corriendo la 11 avenida, atravieso las piñaterías. Me sirvo un plato de granola y sirvo la leche. Voy jugando al equilibrio saltando los rieles. La línea del tren me recuerda a mi abuela. Me siento en la mesa y como sola, todos están durmiendo menos mi apetito.

Una vez, de niña, le pedí a mamá que me dejara dormir donde la abuela, quería probar a quedarme sola con ella. Me acurruqué en la noche a su cuerpo esbelto y duro, pero ni pude cerrar los ojos. Me ganó el miedo y lloré por horas hasta que la abuela, Maura Susana, prendió la tele, puso Cantinflas y me prometió que madrugaríamos para regresarme temprano a la casa. A las cinco de la mañana estaba de pie, cambiada y lista para ver a mamá. Mientras como el cereal veo la ventana, la noche está en el jardín y mi reflejo sobre el cristal no existe. Tomé la mano de mi abuela y cruzamos la línea llena de neblina todavía de madrugada. Caminamos desde Gerona hasta la 16 calle. No había nadie más, éramos ella y yo. Bajo la mirada y desde una foto puesta entre el vidrio y la mesa me ve una Maura Susana más joven, más seria. Mi madre ha puesto fotos suyas por toda la casa. La extraña tanto que tampoco ha podido dormir.

*****

Una habitación propia ha vuelto hacia mí por azares del encierro. Me lo topé en el baño con el pipí del amanecer durante una mañana en la que me acostumbraba a no madrugar. Desde allí se fue pegado a mi mano y no lo suelto, tampoco lo leo, es mi nuevo accesorio para andar en casa. Hace poco lo cambié por la taza de té, que tampoco bebo y que suele enfriarse horas después del segundo sorbo.

El libro y el té son pequeños placeres que no llego a consumar. Los he olvidado en lugares de la casa que no había identificado antes, el segundo entrepaño de la repisa del pasillo, la mesita de los trofeos rumbo al cuarto de mis padres, la esquina de la quinta grada justo atrás del sillón. Desde el encierro hay espacios que ya no existen aunque aquí dentro se inauguran rincones por doquier.

El libro y el té marcan mi breve recorrido cotidiano. Si algo se le escapa a mi memoria, son la marca de la carretera que me auxilia a recordar, son las miguitas en el bosque, el hilo en el laberinto. Podría trazar un mapa por cada espacio donde han posado, un mapa de lugares salvajes, rincones jamás explorados, una nueva geografía doméstica.

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Anita García Ortiz

Trabaja sobre todo con las manos, escribe, borda y entre una y otra también hace gestión cultural.

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