LA TRAYECTORIA POLÍTICA DEL EJÉRCITO DE GUATEMALA
CONTINUA PERO NO LINEAL (Parte 2)
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La trayectoria del Ejército en relación con la vida política de Guatemala ha sido continua pero no lineal. Ha estado marcada por contrastes que van desde la subordinación, al empoderamiento legal, pasando después al control total del Estado; afirman los autores. ¿Cuál es ahora el rol del Ejército? En este ensayo, parte de una investigación regional desarrollada por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll, los autores hacen un recorrido histórico, analizan, y trazan algunas respuestas. Esta es la primera entrega.


Este artículo es parte de un proyecto de investigación regional desarrollado por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll. 


De la represión extrema a la instauración de la democracia

El movimiento pendular de la función militar en la política guatemalteca alcanzó niveles extremos en el período que inició en 1970 y que finalizó en 1986: del control total del Estado y del ejercicio de la violencia y el terror institucional, así como de la corrupción y todos los excesos de poder imaginados, a la instauración de la democracia tutelada por militares convencidos de que la guerra había llegado a su fin militar pero no político. El Ejército no estuvo solo en la tarea contrainsurgente. Estados Unidos también transitó del apoyo irrestricto a las operaciones militares tanto abiertas como encubiertas, legales o extralegales, al bloqueo de la ayuda militar – que se trianguló igual a través de otros países – y a los señalamientos por violaciones a los derechos humanos. Las élites empresariales y terratenientes que anteriormente exigieron al Ejército apoyar la cruzada anticomunista, empezaron a ver con recelo que algunos oficiales aumentaban su poder económico a través de adquisición de tierras y el control de negocios vinculados al Estado y las economías ilegales. Sin embargo, también esperaban de los militares ser los guardianes fieles de las propiedades y de los bienes de las familias acaudaladas del país, ya sea vía la disponibilidad de policías y militares o bien a través de los escuadrones de la muerte que proliferaron en esos años para cumplir tareas contrainsurgentes pero también para tomar el control de las actividades delictivas del país, como el secuestro y el robo a bancos y viviendas.

Los trece años que van de 1970 a 1983 son los del terror institucional en Guatemala. El ejército de este período fue el resultado del proceso de homogenización ideológica que Peralta Azurdia llevó a cabo para acabar de raíz con los conflictos internos derivados de la crisis de 1954. Los generales Carlos Arana Osorio (Julio 1970-julio 1974), Kjell Laugerud García (Julio 1974-julio 1978) y Romeo Lucas García (Julio 1978-marzo 1982) fueron presidentes-soldados en el sentido más militar posible. Entendieron la administración del Estado como un instrumento para llevar a cabo la tarea militar de acabar con el enemigo interno. Eso implicó hacer lo que fuera necesario para cumplir con la misión encomendada, desde el terror en extremo hasta la corrupción y la delincuencia.

Un gobierno civil surgido de elecciones libres era inviable en ese período. Por un lado, la última experiencia, la de Julio César Méndez Montenegro (julio 1966-julio 1970), fue esencialmente de carácter militar en tanto que garantizó la autonomía del Ejército, especialmente en lo referido a la estrategia contrainsurgente. Por otro lado, el terror inhabilitó cualquier intento de participación política y la élite empresarial y terrateniente no tenía ningún interés ni necesidad de inmiscuirse en los asuntos de administración del Estado dado que estaba asegurado lo necesario para garantizar sus beneficios. La corrupción e ineficiencia del gobierno de Méndez contribuyó a fortalecer la creencia dentro de la élite política y empresarial de que era necesaria una solución militar a la crisis pública.

De esa manera, el ejército pasó de tener un papel protagónico en la administración del Estado hasta controlarlo en su totalidad, lo cual rebasó sus capacidades. El país entró en una crisis social, política y económica que para finales de la década de 1970 hizo evidente que una transición controlada hacia un gobierno civil era necesaria. De hecho, la crisis económica era regional y el resultado de un progresivo deterioro de las economías de exportación, afectadas por crisis internacionales que impactaron significativamente en países con alta dependencia de unas pocas exportaciones. En los inicios de la década de 1980, los ingresos fiscales de los gobiernos cayeron y para responder a la demanda social, se expandió el gasto público lo cual a su vez aumentó el déficit fiscal. Una de las salidas que buscaron los gobiernos centroamericanos fue el endeudamiento externo pero eso requería estabilizar a los países que se encontraban sumidos en conflictos armados y administraciones militares.

El gobierno de Romeo Lucas estuvo marcado, además de la crisis económica, por la violencia indiscriminada cometida especialmente por escuadrones de la muerte. La corrupción también había permeado el gobierno y el país se encontraba sumido en el aislamiento internacional por las violaciones a los Derechos Humanos. De hecho, la corrupción fue uno de los principales incentivos para controlar el gobierno durante el período contrainsurgente. Los militares de alto rango se encargaron de la dirección de unas 43 instituciones estatales y crearon su propio canal de radio y televisión, así como una red financiera de empresas, un banco y su propio sistema de pensiones. Las prerrogativas eran muchas, así como las oportunidades para aumentar los ingresos vía corrupción, la cual estaba garantizada por la impunidad en todos los ámbitos.

En lo político, los militares mantuvieron un sistema de elecciones pero la competencia electoral se restringió a los partidos controlados directamente por militares o por civiles comprobadamente anticomunistas. Eran elecciones abiertas entre facciones militares que competían por el control de una administración que se regía por las reglas de la contrainsurgencia pero que ofrecía todos los beneficios propios de la corrupción y la impunidad. En lo económico, los militares impulsaron iniciativas nacionalistas que retomaron algunos de los objetivos del intento de modernización económica de la década anterior, por ejemplo, transformar el modelo agroexportador centrado en pocos productos por un estímulo a exportaciones no tradicionales. También se buscó elevar el nivel de vida de la clase media dependiente de la burocracia del Estado a través de proyectos habitacionales y otros beneficios gremiales. Si bien esto tuvo apoyo incluso de los Estados Unidos, la conflictividad en el país hizo inviable la combinación de una tímida diversificación económica con represión y violencia del Estado.

El gobierno de Lucas García evaluó la situación hacia 1980 y concluyó que era necesario transitar a un gobierno civil tutelado por los militares (al mejor estilo de Méndez Montenegro), con lo cual podría mejorar la imagen del país y evitar el desgaste que producía en la institución la corrupción y la violencia desmesurada de los escuadrones de la muerte y las patrullas contrainsurgentes. El país se encontraba al borde del colapso y la institución armada también. El alto mando buscaba controlar el Estado para asegurar su enriquecimiento pero eso no garantizaba el éxito militar en el conflicto armado.

Lucas García ofreció a varios civiles de su confianza el apoyo para que participaran en unas elecciones controladas en 1982. Como no hubo respuesta al llamado, la opción fue promover la candidatura del entonces ministro de la defensa, Ángel Aníbal Guevara, quien fue declarado ganador en medio de la protesta de los tres candidatos opositores – Mario Sandoval Alarcón, Gustavo Anzueto Vielman y Alejandro Maldonado Aguirre (posterior presidente transitorio entre Otto Pérez Molina y Jimmy Morales) – quienes denunciaron fraude y fueron golpeados por las fuerzas afines a Lucas García.

El control del Estado que el Ejército mantuvo durante los tres gobiernos anteriores se vino abajo y afloraron las luchas de poder expresadas en diversos intentos de golpe de Estado, de los cuales se impuso el promovido por Mario Sandoval Alarcón y Leonel Sisniega Otero, ambos del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), y el periodista Danilo Roca. Luego de un fuerte movimiento de tropas, Lucas aceptó renunciar con la condición de que lo sucediera un general para lo cual se propuso a Efraín Ríos Montt. El golpe fue apoyado por un grupo de oficiales jóvenes, conocidos como “la juntita”, quienes se declararon desmoralizados por los excesos cometidos por la institución, por la corrupción rampante y por la crisis en que estaba sumido el país.

Jennifer Schirmer, autora del libro Intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala, analizó el pensamiento del general Héctor Gramajo, uno de los estrategas militares más icónicos del país y que describió el golpe de 1982 como el resultado de una coincidencia de intereses de la extrema derecha del MLN, que al haber perdido las elecciones decidió tomar el poder a través de una conspiración militar, con un grupo de oficiales jóvenes inconformes, a los cuales se unió un general ambicioso de poder y fanático religioso convencido de que su tarea sería poner orden en la institución armada y en el país. Para completar el andamiaje del golpe, los intereses de los Estados Unidos, a través de la CIA, también encajaban con los planes de los golpistas. La región se encontraba en convulsión insurgente en tanto que la caída de Somoza en Nicaragua en 1979 y el aumento de las acciones guerrilleras en El Salvador a partir de 1980 elevaban la preocupación por Guatemala y la crisis en que se encontraba sumido el país.

A raíz del golpe de estado se impuso un estado de sitio, se establecieron los tribunales de fuero especial y se abolió el Congreso y los partidos políticos, entre un largo listado de medidas que sumieron al país en uno de los capítulos más sangrientos de su historia. Durante los 17 meses que duró el gobierno de facto de Ríos Montt se produjeron las más atroces violaciones a los derechos humanos mientras se controlaban las confabulaciones dentro del Ejército y se reprimía todas las manifestaciones de oposición en la sociedad. El objetivo fue estabilizar la sociedad como condición necesaria para instaurar la democracia electoral y transitar a un gobierno civil tutelado.

La descripción del horror vivido durante este período supera este y muchos espacios más de reflexión. No obstante, los militares se convencieron de que la represión no podía ser la única forma de continuar la guerra; se necesitaba utilizar otras tácticas que permitieran acercar a la ciudadanía a los objetivos contrainsurgentes. De ahí surgió el Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo que no solamente incluyó la conocida operación “fusiles y frijoles” – una combinación de represión y desarrollo local – sino que también contempló la instauración de la democracia y su tutela por los siguientes años.

El gobierno de facto de Ríos Montt finalizó con el golpe de estado de agosto de 1983 conducido por el general Humberto Mejía Víctores. La campaña militar desplegada por Ríos Montt en las áreas rurales había logrado el objetivo de acabar con las bases de la guerrilla a través del ejercicio de la violencia extrema contra la población civil. La corrupción había aumentado y el fanatismo religioso de Ríos Montt combinado con los intereses de las élites económicas interesadas en priorizar la estabilización económica a la política, elevaron la preocupación de la cúpula militar ante un posible intento de continuidad en el poder por parte de Ríos Montt. Mejía Víctores trazó la ruta necesaria para que el Ejército condujera la transición a la democracia que incluyó un conjunto de decisiones políticas claves como la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente en 1984 y elecciones generales en 1985.

Así mismo, se redujo la violencia en las áreas rurales aunque la represión y violencia selectiva continuaron en las áreas urbanas del país a la vez que Mejía Víctores retiraba progresivamente al personal militar de las instituciones públicas para preparar así la transición a una administración civil. El Ejército pasó de una estrategia centrada en lo militar a una que dio un amplio margen a la política para reducir la atención centrada en la institución militar debido a las violaciones a los derechos humanos y la corrupción. Además, garantizó que, independientemente de quién ganara las elecciones de 1985, el Ejército continuaría la estrategia contrainsurgente a través de gobiernos civiles tutelados.

Los cinco planes que se desarrollaron para llevar a cabo la “pacificación y reconciliación” evidencian la brutalidad de la represión. Pero esos planes también describen el paso forzado con el que se impuso la democracia. Los primeros dos planes dan muestra de la agenda represiva implementada por el Ejército: Victoria 82 u “Operación Ceniza”, que fue más conocida como tierra arrasada; y Firmeza 83 o Plan G, para el despliegue de tropas y patrullas de autodefensa civil. Estos dos planes fueron los que marcaron la violencia y el terror desplegado por el gobierno de Ríos Montt.

Los tres restantes tuvieron un cariz más bien político: “Reencuentro institucional 84” que contempló el retorno a la constitucionalidad por medio de garantías de legalidad de la elección de la Asamblea Nacional Constituyente en junio de 1984; “Estabilidad nacional 85” que incluyó la expansión de operaciones militares junto con la ampliación de la presencia institucional del Estado en áreas rurales a través de programas socioeconómicos y garantías de participación ciudadana bajo vigilancia militar; y finalmente “Avance 86”, el plan de transición al gobierno civil que condujo Marco Vinicio Cerezo Arévalo.

La institucionalidad democrática que instauró el Ejército entre 1983 y 1986 fue un ajuste institucional llevado a cabo para encauzar al país y proteger la imagen corporativa de los militares sobre todo cuando ya se tenía asegurada una victoria militar sobre las fuerzas guerrilleras que seguían operando. La democracia en Guatemala no fue el resultado de un movimiento cívico que exigió derechos e institucionalidad. La guerrilla tampoco se encontraba en capacidad de tomar el poder y no contaba con la legitimidad necesaria para promover procesos de cambio a través de la sociedad civil, la cual, además, se encontraba diezmada por la violencia y la represión.

Esta situación se extendió a los partidos políticos, los cuales eran dirigidos directamente por militares o por civiles de extrema derecha que incluso podían ser más violentos y represivos que los mismos militares. La democracia se instauró para preservar un modelo de estado – el contrainsurgente – pero revestido de procedimientos electorales dado que el conflicto armado aún se mantendría por los siguientes diez años y el Ejército tenía que asegurar su posición y prerrogativas en el nuevo Estado que inevitablemente había que configurar.

El Ejército instauró la democracia porque las fuerzas políticas existentes solo habrían llevado a más violencia. También controló a las facciones conservadoras dentro del Ejército heredadas de los gobiernos de las décadas de 1970 y 1980. Esto incluyó la amplia gama de grupos y estructuras paralelas ligadas al Estado: comisionados militares, patrullas civiles, escuadrones de la muerte y grupos encubiertos de la policía, entre otros. Se debía evitar que la transición fuera dominada por los civiles de extrema derecha o por los simpatizantes de la izquierda.

Por otro lado, el gobierno de Estados Unidos osciló entre una oposición a los gobiernos militares durante la presidencia de Jimmy Carter (1977-1981) para luego convencerse de que el único socio fiable para el interés del momento era, otra vez, el Ejército.

El Ejército de Guatemala tuteló la democracia luego de un largo período en el que transitó del aprendizaje y empoderamiento de su función política, al control total del Estado, que a su vez condujo a una profunda crisis y al derramamiento de mucha sangre. Asumió entonces la tarea de enderezar lo torcido y garantizar su rol de guardián de lo que de allí resultara.

Ejército para la democracia sin cambio constitucional

No hay otra institución en Guatemala que haya asumido su misión constitucional de la misma forma como lo ha hecho el Ejército. Muchas cosas han cambiado en la institución armada luego de que en 1986 los militares propiciaron el tránsito a un gobierno civil y que en 1996 se firmaron los Acuerdos de Paz que pusieron fin al conflicto armado interno. El Ejército se reformó y la mayoría de sus miembros activos no tienen ya vínculos con el pasado represivo de la institución. Lo que no cambió fue la misión y el lugar que se le define al Ejército en la constitución actual, lo cual es tan determinante como la existencia misma de la institución.

Los aspectos clave del estatus constitucional actual del Ejército son herencia de la constitución de 1945, especialmente en lo que se refiere a la función del presidente de la república como comandante en jefe del Ejército, la garantía de la seguridad interna, la defensa de la constitución y la potestad de llamar al Ejército para tareas que no son estrictamente militares (es decir, de apoyo institucional). Pero los cambios y procesos ocurridos en los años desde 1986 son igualmente importantes, en especial el acomodo del Ejército a la democracia, una reforma militar y un reposicionamiento de la institución en tareas fundamentales del Estado, como la seguridad pública. Se puede observar que los militares transitaron de la desconfianza hacia el poder civil al acomodo de la institución según los vaivenes políticos propios de cada gobernante.

Más complicadas han sido las otras facetas de su presencia política y económica. Transitaron del control de las redes de corrupción al interior del Estado a participar en su carácter de jubilados en esas redes ahora controladas por civiles. También han tenido que enfrentar el cambio de haber sido un Ejército victorioso militar y políticamente a ser una institución nacional e internacionalmente emplazada como responsable de crímenes de lesa humanidad que apenas se empiezan a llevar a juicio. Finalmente, los militares pasaron de la instauración de una democracia tutelada a ser el sostén aparentemente indispensable de gobiernos incapaces de fortalecer la institucionalidad civil sin necesidad de recurrir a los militares para cumplir funciones cuestionadas por su pertinencia y elevado costo.

Todo eso ha ocurrido – y podría seguir ocurriendo – porque el núcleo de la función militar, el ADN de la institución, no cambió en la única oportunidad que se tuvo para hacerlo a través de mecanismos democráticos: el referéndum constitucional de mayo de 1999. La ruta trazada por los Acuerdos Paz fue inviable cuando las reformas constitucionales necesarias fueron rechazadas. La democratización del país sufrió con eso su principal revés ya que la promoción de las reformas dependió de la voluntad de los gobernantes. Los Acuerdos de Paz no tuvieron obligatoriedad por parte de ningún actor político y quedaron en las manos de una sociedad civil organizada y comprometida pero dependiente del apoyo de la comunidad internacional que, por definición, es siempre limitado.

Con independencia del resultado del referéndum, la reforma del sector seguridad contemplada en los Acuerdos de Paz recibió apoyo técnico y hubo apertura para ello por parte de la institución militar. Una generación de profesionales civiles se formó en ese período y aportó a la creación de instituciones que buscaron redefinir la estructura institucional de la seguridad. El componente de “Fortalecimiento del poder civil y la función del ejército en una sociedad democrática” contemplado en los Acuerdos de Paz dispuso que la función del Ejército sería únicamente la defensa nacional, es decir, la seguridad externa. También se dispuso la reducción del Ejército, además de impedir que se involucrara en proyectos de desarrollo y medio ambiente y en la seguridad pública. Y se acordó abolir el Estado Mayor Presidencial y sustituirlo por lo que fue después la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad encargada de la seguridad del Presidente y Vicepresidente, reformular la doctrina militar y disolver los grupos paramilitares como las Patrullas de Autodefensa Civil.

Además de esas medidas, los Acuerdos plantearon una serie de reformas a la Constitución orientadas a redefinir la función del Ejército, incluyendo la supresión de privilegios y fueros especiales para los miembros de la institución y del requerimiento de que el Ministro de la Defensa sea un militar. También se contempló retirar a los militares de los espacios que ocupaban en las áreas de educación, comunicaciones y economía y desmilitarizar los servicios sociales de emergencia (Comité Nacional de Emergencia, Consejo Nacional de Salud, etc.). Se pactó también reformar el sistema de inteligencia militar y darle prioridad al sistema de inteligencia civil y otras más relacionadas al acceso a la información y archivos militares.

Los Acuerdos se orientaron a ajustar la institución militar a las necesidades de la democracia y priorizó el fortalecimiento del poder civil dado el desequilibrio que en ese momento existía entre el Ejército y el resto de instituciones del Estado. La premisa central de los Acuerdos fue que el fortalecimiento del poder civil, necesario para la democracia, requería transformar la función del Ejército y su naturaleza. Mucho de lo planteado por los Acuerdos se llevó a cabo durante los primeros 10 años: se redujo el número de efectivos del Ejército y el presupuesto, se creó la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad (SAAS) y se reformó la doctrina militar, entre otros.

La formalidad de esos cambios persiste hoy en día con excepción de lo relacionado con el presupuesto y el número de efectivos del Ejército, pero los cambios sustanciales que la democracia requiere quedaron frustrados cuando el referéndum de 1999 se inclinó por el “no” a las reformas. Parte de la explicación de este fracaso tiene que ver con la turbulencia política del período 1986-1999. Los militares tuvieron que enfrentar conflictos internos que incluso llevaron al país al borde del quiebre institucional cuando ocurrió el denominado auto golpe del presidente Serrano Elías en 1993. Las pugnas se han analizado entre los bandos de “duros y blandos” en que los últimos lograron imponerse y evitar que la nueva democracia sufriera su primera caída, ya no en la forma de un golpe militar sino a través de la manipulación de un gobernante incapaz, fanático y carente de legitimidad.

Por otra parte, los Acuerdos de Paz fueron un parteaguas en la historia del país al poner fin a un sangriento conflicto armado interno y obligaron al Ejército a negociar su futuro institucional. Sin embargo, no lo fueron en cuanto a la sostenibilidad de la reforma del Estado. El balance de poder se inclinaba en favor del Ejército y del apoyo que las élites políticas y económicas le daban para evitar que la insurgencia ya desarmada transitara a convertirse en una fuerza política que pudiera retar el estatus quo nacional. Adicionalmente, el presidente Álvaro Arzú (1996-2000) inauguró la modalidad de defenestrar cúpulas militares para asegurar el apoyo de facciones afines en momentos turbulentos, modalidad que luego sería replicada por otros gobernantes y que motivó fuertes pugnas al interior del Ejército. Por una combinación de motivos personales e ideológicos, Arzú cambió la cúpula militar que había apoyado la firma de la paz y dejó que opositores a ese proceso tomaran el control del Ejército, una fuerza militar ligada a las tradicionales operaciones de inteligencia para la represión, ocultamiento de crímenes y, por supuesto, negocios.

Las incertidumbres se resolvieron cuando el referéndum fue convocado y no hubo, otra vez, fuerza política para hacer de ese proceso un honesto ejercicio democrático. Los mecanismos definidos para el referéndum fueron perversos dado el contexto del país, con una ciudadanía apática y afectada por el reciente conflicto armado y por la cada vez más intensa desconfianza que producían los gobiernos civiles. No se invirtió en tiempo ni procesos de información ciudadana sobre las reformas. La consulta se redujo a cuatro preguntas que agrupaban un total de 50 reformas desconocidas para la mayoría de la ciudadanía sobre temas relacionados con la definición de la nación y los derechos sociales, la reforma del Congreso, del poder Ejecutivo y del Judicial. El referéndum tuvo solamente el 18.5% de participación ciudadana. Todos los intentos de reforma política que se han impulsado desde ese momento cargan con el lastre que dejó el referéndum de 1999 en la frágil democracia del país.

A partir del resultado del referéndum, el futuro constitucional del Ejército quedó intacto y eso inauguró un proceso de doble vía. Por un lado, se implementaron de forma limitada las reformas al Ejército que ya se han mencionado y, por otro lado, los gobernantes tuvieron la posibilidad de redefinir la función militar de acuerdo a los problemas que enfrentaba la sociedad. El primero de ellos y el más visible de todos fue la seguridad pública. Durante el gobierno de Alfonso Portillo (2000-2004) la criminalidad aumentó en el país. Se dispuso entonces hacer uso de los militares para apoyar a una Policía Nacional Civil que ya empezaba a dar signos de debilidad pese a su reciente creación. Portillo cambió otra vez la cúpula militar y llegó al poder de la institución una mezcla de militares afines a la reforma y militares vinculados a poderosas redes de corrupción y crimen organizado. Durante ese gobierno hubo cuatro ministros de defensa, cada uno representando una facción diferente del Ejército. A pesar de eso, durante este gobierno se inició la reforma del Ejército para cumplir con los compromisos de los Acuerdos de Paz. Esto incluyó, además de la reducción del presupuesto, la disolución del Estado Mayor Presidencial. Estas reformas no fueron obstaculizadas incluso por Efraín Ríos Montt que en ese período fue presidente del Congreso de la República.

El gobierno de Oscar Berger (2004-2008) puede ser considerado como el último intento de la élite tradicional del país, la de empresarios urbanos y terratenientes, de apostar por el control del Estado vía la conducción del gobierno. Berger se distanció del Ejército y forzó las reformas para llevarlo a un nivel que incluso sobrepasó lo establecido en los acuerdos de paz. Se redujo el presupuesto militar en un cincuenta por ciento más de lo pactado y se cerraron bases militares y redujo el número de efectivos.

Por otro lado, Berger le apostó a enfrentar el problema de la inseguridad a través de la Policía Nacional pero entregando la institución a civiles que demostraron su capacidad para ejercer excesivos niveles de violencia extrajudicial sin depender de los militares de forma directa ya que de todas maneras militares jubilados fueron incorporados como asesores a la Policía y al Ministerio de Gobernación. La policía fue conducida por Erwin Sperinsen (condenado en Suiza por los crímenes en el caso “Pavo Real”) y el Ministerio de Gobernación por Carlos Vielman (juzgado en España y puesto en libertad), apoyados ambos por personajes conocidos por su afinidad con la violencia y el control del crimen en su favor. El resultado fue desastroso para el país, en vista que los índices de violencia homicida se dispararon y la Policía quedó debilitada y deslegitimada.

Berger utilizó a los militares jubilados mientras redujo la capacidad de la institución militar.

A pesar de múltiples resistencias entre los oficiales, el Ejército fue paulatinamente recuperando su protagonismo a través de la ampliación de sus funciones en la seguridad pública e incluso en materia de control de la creciente conflictividad socio ambiental. La herencia del gobierno de Berger consistió, entre otras cosas, en abrir la puerta del país a una guerra interna del narcotráfico que durante el gobierno de Álvaro Colóm (2008-2012) llegó a extremos escandalosos. Las masacres y enfrentamientos entre narcotraficantes en ese período demostraron diversos vínculos con miembros del Ejército, desde oficiales de alto rango hasta kaibiles reclutados por cárteles del narcotráfico. Y eso que el Ejército asumió tareas de combate al narcotráfico a través de diferentes unidades especializadas en conjunto con la Policía y con el apoyo de los Estados Unidos.

La Comisión Internacional Contra la Impunidad, CICIG, creada en 2006, no había sido aún una amenaza al orden corrupto del país. Fue con el caso Rosenberg en enero de 2010 que la CICIG demostró el potencial de impedir conspiraciones políticas a través de la investigación criminal independiente. La actuación de la CICIG y el Ministerio Público no solo aclaró un polémico caso sino que evitó un posible quiebre institucional.

Con la llegada a la presidencia de Otto Pérez Molina (2012-2015) se cerró un ciclo de la presencia política – formal e informal – del Ejército. Pérez Molina, un militar jubilado con trayectoria en el proceso de paz, supo reconocer la necesidad de satisfacer las dos bocas de la institución: la formal representada por los oficiales activos y responsables de la institución y la informal, representada por los militares retirados vinculados a la política, los negocios con el Estado, la corrupción y el crimen organizado. Durante ese gobierno, los militares fueron reasignados a tareas de seguridad pública y también de control de protestas, mientras que se aumentó el número de efectivos y el presupuesto. De hecho, la principal autoridad sobre la policía y las instituciones de seguridad fue el coronel retirado Mauricio López Bonilla quien fue nombrado Ministro de Gobernación. Paralelamente, la redes de corrupción y crimen organizado tuvieron la protección que el mismo presidente de la república podía ofrecer. Conocemos ya la historia de que eso no salió bien.

La CICIG logró demostrar con el caso de corrupción en las aduanas denominado “La línea” la existencia de un persistente legado de estructuras de militares jubilados que controlaban redes de crimen organizado y la financiación de partidos políticos vía fondos provenientes de la corrupción. Hasta resultaron implicados militares activos del Ministerio de la Defensa y militares jubilados con cargos en el Ministerio de Gobernación, como Mauricio López Bonilla, uno de los entonces oficiales jóvenes golpistas en 1982.

El Ejército se vio involucrado en situaciones conflictivas debido a su participación en acciones que no le corresponden. En octubre de 2012, seis personas murieron y 34 resultaron heridas en un confuso incidente en el que militares abrieron fuego contra una manifestación campesina en el departamento de Totonicapán. Otros incidentes ocurrieron durante el gobierno de Pérez Molina debido al uso de la fuerza militar en tareas que no son propias de su naturaleza. Si bien es cierto que miembros de la institución se oponían a que el Ejército fuera usado para esas tareas, el mandato constitucional de obedecer al Comandante General del Ejército prevaleció, especialmente cuando ese puesto lo ocupaba un militar de alto rango en retiro.

Otto Pérez Molina terminó como Ydígoras Fuentes, defenestrado y evidenciado por su incontrolable sed de corrupción. Su sustitución no ocurrió a través de un golpe de Estado, pero sí abrió el capítulo que ahora vive el país, la vuelta a la defensa corporativa del Ejército y la utilización de la institución por parte de gobernantes civiles incapaces y corruptos. Jimmy Morales se rodeó de una oficialidad del Ejército en activo y de un grupo de militares jubilados altamente cuestionados por su vínculos con violaciones a derechos humanos y corrupción en su cruzada contra la CICIG a cambio de aumentos presupuestarios y creación de condiciones para que el siguiente gobierno, el de Alejandro Giammattei, reposicionara a los militares a través de su participación masiva en la seguridad pública. Los militares de baja de diferentes facciones reafirmaron su participación en la política partidaria y algunos de ellos ocupan puestos en la administración pública.

Por negocios, por firme creencia ideológica o por convencimiento de que los civiles no son capaces de conducir al país, militares y militares de baja siguen amparándose en el mandato que la constitución le otorga al Ejército, ese que se instauró en 1945 y que no se pudo cambiar en 1999.

Reflexiones finales

El Ejército de Guatemala siempre ha estado muy cerca del poder político (léase dictador-caudillo, junta de gobierno, o presidente civil o militar) o de un proyecto político determinado (revolución de octubre, anticomunismo, aliado de Estados Unidos, etc.). Hasta podría suponerse que ningún gobierno en Guatemala es viable sin el aval explícito o implícito del Ejército; esto ha sido especialmente cierto cuando el Poder Ejecutivo es ejercido por un oficial militar a nombre del Ejército directamente (como en el caso del coronel Peralta Azurdia, quien además de jefe de gobierno ocupó el cargo de ministro de defensa a la vez).

El Ejército se vinculó con el proyecto de los gobiernos de la revolución de octubre pero no tanto con el liberacionismo de Carlos Castillo Armas, se mostró tolerante con un viejo compañero de armas (Ydígoras Fuentes), obediente bajo Peralta Azurdia, receloso cuando Méndez Montenegro, y comprometido con la guerra contrainsurgente de los tres generales (que le permitió hacer aquello para lo que se había preparado expresamente, la guerra), pero entendió y aceptó la necesidad de un retorno a la democracia no sin antes exigir una amnistía a cambio, y se ha mantenido quieto desde que no ha habido amenaza alguna a su monopolio del uso de la fuerza militar (salvo excepciones como las del narcotráfico en ciertos momentos y de la crónica situación de inseguridad pública).

Es decir, el Ejército se ha preocupado siempre, en primer lugar, por la buena marcha del Estado, del cual es parte, porque de la buena marcha del Estado depende su propia buena marcha como institución. En segundo lugar, se ha preocupado por la buena marcha del país, porque es la institución a la cual se recurre en última instancia para estabilizar la situación política o para acuerpar determinados procesos de desarrollo nacional, por ejemplo, en tiempos de la revolución de octubre cuando se asoció con un proyecto de modernización nacional o desde los acuerdos de paz de 1992 cuando ha respaldado a los políticos electos para que asuman la función de gobernar.

En diferentes momentos de su trayectoria, el Ejército ha justificado su función política con la defensa de la soberanía e integridad del Estado. La institución armada, así como diferentes actores que esperan de ella una reacción determinada, ha intervenido en momentos que varían de significado por su contexto, interpretación ideológica o intereses, pero que coinciden en el imperativo del deber de defender al Estado de una injerencia extranjera. El alzamiento de los cadetes de la Escuela Politécnica del 2 de agosto de 1954 estuvo motivado más por la indignación que produjo la incursión armada del ejército liberacionista y la injerencia de los Estados Unidos que por un ideal revolucionario o lealtad a Arbenz; el levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960 en contra de Ydígoras Fuentes por el entrenamiento de tropas cubanas en territorio nacional; los gobiernos contrainsurgentes de 1970 a 1985 que se justificaron por la amenaza del comunismo internacional que apoyaba a las guerrillas locales; y hasta los oficiales del Ejército que apoyaron a Jimmy Morales contra la injerencia extranjera a través de la CICIG.

Resulta obvio que el Ejército no es como las demás instituciones del Estado. Sus oficiales pertenecen a un cuerpo – permanente, profesional – al cual acceden por decisión propia por una sola puerta de entrada (la Escuela Politécnica). La tropa entra por la puerta de los cuarteles, pero no por su voluntad cuando han sido reclutados. En ambos casos, la organización jerárquica del Ejército no admite sino una obediencia prácticamente incuestionable, no deliberante (con muy pocas excepciones de reciente data) para sus integrantes. Estas características han eximido de responsabilidad a los que tienen que obedecer las órdenes pero también introducen un elemento de inestabilidad a las filas porque cuando alguno de sus miembros se ha sentido inconforme con alguna situación, decisión o política (del gobierno, del sector privado, o del mismo Ejército), tiene pocas opciones: conciliarse con su inconformidad, pedir la baja o participar (como en los tiempos pasados) en un golpe de estado. No tiene otros medios para expresar sus opiniones políticas porque le es vedado hasta el voto, una prohibición que no afecta a ningún otro empleado público. En este sentido, el Ejército es una institución del Estado guatemalteco realmente excepcional.

Por lo tanto, podría pensarse que la oficialidad y la tropa de un ejército permanente y profesional prefieren mantenerse al margen de la vida política de un país y limitar sus acciones y decisiones al campo estrictamente propio de la institución militar para evitar complicarse. Sin embargo, ha sido recurrente en Guatemala desde 1986 que la oficialidad en retiro participe en la vida política como asesores de partidos políticos, ministerios y otras dependencias y por supuesto, como candidatos a diputado o presidente.

Los militares retirados han conservado uno de los recursos más valiosos que otorga la naturaleza corporativa de la institución: las redes que se crean a partir de las promociones de la Escuela Politécnica y de los cargos y la formación militar posteriores. En Guatemala se ha evidenciado que los beneficios que las redes otorgan a sus integrantes incluyen la protección mafiosa, la garantía de la impunidad y las facilidades para entrar en los negocios ilícitos, además de la participación en alianzas político-partidarias. Muchas de las redes de militares jubilados heredadas del conflicto armado han mutado, ya sea por senectud, porque fueron superadas por otros competidores o porque algunos de sus miembros han sido capturados y procesados o están prófugos. Actualmente son las redes de civiles mafiosos y poderosos – en las que no suele faltar un militar o exmilitar – las que dominan la escena criminal del país y controlan las instituciones que una vez estuvieron en manos del Ejército.

Guatemala necesita salir del círculo vicioso que atribuye la precariedad de su democracia a la existencia de su Ejército porque, viceversa, el Ejército ha justificado su función política debido a la precariedad de la democracia. El apoyo recurrente que los gobernantes civiles demandan a los militares, ya sea como institución o a través de militares jubilados con influencia en la política, debilita la institucionalidad democrática y hace cada vez más atractiva la opción militar como solución de última instancia para una diversidad de gestiones públicas. A la larga, esto también daña a la institución armada a pesar de que le representa la posibilidad de hacerse de una porción significativa de los recursos financieros del Estado. Cuando los militares se ocupan de la seguridad pública o de vigilar el cauce de los ríos, siguen siendo siempre militares, con armas y entrenamiento adecuado para una reacción violenta de grandes proporciones. Eso será siempre un riesgo para ellos y para la población, además de ser un recurso costoso para el Estado.

Cuando los militares asumieron el control total del gobierno en las décadas de 1970 y 1980, ya había sido rebasada la capacidad del Estado de conciliar pacíficamente las diferencias entre los grupos opuestos. Se recurrió entonces a la opción militar porque nadie lo podía hacer mejor, o siquiera quería hacerlo. El Ejército asumió la tarea haciendo lo que mejor sabía hacer, usar la fuerza y la violencia al extremo de la saña y el terror. Para muchos militares – y civiles – gobernar un país es como dirigir un cuartel ya sea porque no tienen otro referente de cómo hacer las cosas o porque consideran que esa es la única forma en que se puede controlar a la mayoría de la población. ¿Qué nos asegura de que eso no suceda otra vez si la clase política delega en los militares la solución de problemas producto de su propia incapacidad, indiferencia o interés mafioso? Guatemala tiene una larga historia de experiencias que se prestan para responder a esa pregunta.

*Los autores agradecen los aportes editoriales y críticas que Jennifer Avila y Arnoldo Gálvez hicieron a este artículo.

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