LA TRAYECTORIA POLÍTICA DEL EJÉRCITO DE GUATEMALA
CONTINUA PERO NO LINEAL (Parte 1)
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La trayectoria del Ejército en relación con la vida política de Guatemala ha sido continua pero no lineal. Ha estado marcada por contrastes que van desde la subordinación, al empoderamiento legal, pasando después al control total del Estado; afirman los autores. ¿Cuál es ahora el rol del Ejército? En este ensayo, parte de una investigación regional desarrollada por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll, los autores hacen un recorrido histórico, analizan, y trazan algunas respuestas. Esta es la primera entrega.


Este artículo es parte de un proyecto de investigación regional desarrollado por Alianza para La Paz con apoyo de la Fundación Heinrich Böll. 


Para inicios de marzo 2020, justo antes de que la pandemia por COVID-19 fuera la preocupación central del nuevo gobierno de Guatemala, el presidente Alejandro Giammattei había decretado cinco estados de prevención en diferentes municipios del país con el argumento de enfrentar a grupos criminales y pandilleros dedicados a la extorsión y el narcotráfico. Los estados de prevención no han durado menos de seis días y no pueden, por ley, superar los quince. Se movilizaron miles de miembros de la Policía Nacional y del Ejército en operativos de saturación del espacio público a través de puestos de registro y patrullajes, utilizando equipo móvil terrestre y aéreo. De manera inmediata, el gobierno atribuyó a esos operativos el éxito de haber reducido los homicidios y desarticulado bandas delictivas.

Los estados de prevención reactivaron la participación masiva del Ejército en la seguridad pública que había sido reducida desde 2018. Asimismo, el Ministerio de la Defensa recibió un aumento de Q. 99 millones respecto del presupuesto del año anterior, sumando un total de Q. 2,627 millones para 2020. Fue el ministerio que recibió el mayor aumento presupuestario después del de educación. En sentido contrario, al Ministerio de Salud le redujeron Q. 214 millones de su presupuesto para 2020, año de la pandemia.

El debate sobre la función actual del Ejército se centra en los temas de seguridad. Sin embargo, hay poca o nula evidencia – válida, independiente y consistente – sobre la ventaja o desventaja de usar al Ejército en la seguridad pública, aparte del costo que implica para el Estado y el efecto negativo que tiene en la Policía Nacional Civil y en la misma institución militar. No es posible, con la información disponible, atribuir el descenso de los homicidios registrado en los últimos años al despliegue de los militares en el espacio público, mucho menos en unos pocos meses de gobierno.

La pandemia dejó en segundo plano la preocupación sobre la función de los militares en la política gubernamental que se expresa en dos sentidos: uno formal institucional y otro vía la incorporación de exmilitares en el gabinete de gobierno. En Guatemala, hablar de la función militar requiere tomar en consideración el rol que tienen los exmilitares en la política y en las instituciones, en los negocios con el Estado y en muchas de las conocidas mafias -antiguas y nuevas- que, ya se sabe, son el aceite del motor de la política en el país. Ser “ex militar” en Guatemala significa estar en condición de retiro o de baja, que implica la pérdida del poder de mando administrativo sin perder el poder de mando informal, el que se rige por la antigüedad o el reconocimiento o prestigio. Realmente, un retirado no deja de ser militar nunca, es parte de su identidad y, sobre todo, es parte de la naturaleza corporativa del Ejército el preservar lealtades más allá de ser activo o no en la institución. Es parte de la tradición latinoamericana que el grado militar se conserva por siempre, se antepone al nombre por el resto de la vida del oficial y, con el grado, los privilegios y la subordinación de las generaciones de militares que le siguen.

En el gabinete de Giammattei fueron nombrados algunos militares retirados que ocuparon puestos clave durante importantes momentos del proceso de transición a la democracia. El Ministro de Gobernación, Edgar Godoy, que fue destituido meses después de su nombramiento, fue subdirector de inteligencia militar durante el primer gobierno democrático en la transición, el de Vinicio Cerezo Arévalo (1986-1991); fue también sub- jefe del Estado Mayor Presidencial durante el gobierno de Serrano Elías (el presidente del «auto golpe» en 1993). También se nombró al general retirado Roy Dedet Casprowitz para el gabinete de seguridad e inteligencia, un militar con trayectoria en diversos partidos políticos y que representa a un sector de extrema derecha de militares en el país.

Guatemala es una sociedad en la que el tema militar produce tensiones, polariza y termina por zanjar posiciones “anti”, ya sea anti militares, como anti civiles. Las heridas que dejó el sangriento conflicto armado siguen abiertas, la justicia transicional ha tenido que enfrentar grandes obstáculos y algunos de los procesos de justicia más importantes son constantemente amenazados hasta con la excusa del COVID-19, como recientemente sucedió con los militares condenados por el caso Molina Theissen.

Profundizar sobre lo sucedido durante el conflicto armado es una necesidad urgente no solamente por el tiempo, que literalmente se acaba para juzgar a los perpetradores de las violaciones a los derechos humanos, sino porque sus efectos y su impunidad continúan causándole daño a la sociedad. A pesar de que la mayoría de los militares que hoy forman parte del Ejército no participaron en esas operaciones que dieron lugar a las conocidas violaciones a los derechos humanos durante el conflicto armado, pesa sobre la institución la sombra de los militares retirados que un día fueron parte de poderosas estructuras criminales y políticas y que tuvieron alta incidencia en las decisiones gubernamentales. Ellos son hoy personas que por su edad vivirán su retiro con impunidad o bien tendrán un proceso judicial que difícilmente llegará a una sentencia mientras los acusados estén aún con vida.

Luego de 34 años de haber iniciado el período democrático y 24 años después de firmados los Acuerdos de Paz, profundizar sobre la función militar en la democracia en Guatemala es necesario porque las alarmas se siguen encendiendo cuando un presidente, civil y electo democráticamente, hace alarde del apoyo que encuentra en el Ejército para poder llevar a cabo su gestión y la institución armada no escatima recursos para demostrar su capacidad de cumplir con dicha insinuación. ¿Nos encontramos ante una democracia que, por la debilidad o incapacidad de sus autoridades civiles, no puede escapar de depender de la institución armada? O, más bien ¿estamos ante un Ejército que, por obligación constitucional o deber patriótico no puede replegarse a los cuarteles y dejar de ser la “muleta” de la gobernabilidad civil?

Esas preguntas implican dos problemas. El primero refiere a una ausencia o escasez de personal calificado para ocupar puestos de dirección o tareas técnicas en el gobierno. Esa ha sido la excusa para que los militares asuman la administración de la seguridad en el país, a veces como asesores o bien a través de su participación directa en operativos conjuntos, fuerzas especiales e inteligencia.

El problema se extiende a otras funciones del Estado, por ejemplo, atención a desastres naturales o la protección de proyectos extractivos. Los militares son llamados a cumplir esas tareas por razones de su disciplina, eficiencia e incluso por la poca sustentada fama de no ser corruptos y no inmiscuirse en asuntos de política.

Al margen de las diferentes perspectivas sobre esta situación, un hecho concreto es que desde mediados del siglo pasado, la única institución que forma a su personal para administrar el Estado es el Ejército; de ahí su flexibilidad para adaptarse a cumplir las tareas no estrictamente militares, o tareas de apoyo institucional, que se le delegan.

Así se instaura un ciclo en que las autoridades demandan tareas no militares al Ejército para lo cual, la institución armada requiere más recursos que, por otro lado, son tomados de las instituciones que deberían cumplir con esas tareas.

El segundo problema es de tipo político, el de una seguidilla de gobiernos que necesitan proyectar una imagen de fuerza en la forma de una alianza con los militares que en ocasiones puede expresarse en declaraciones o medidas de apoyo abierto (como lo ha hecho Giammattei) o bien viceversa, es el Ejército el que rechaza cualquier expresión de oposición al gobierno de turno a cambio de las prebendas que piden (más presupuesto, más nombramientos).

El Ejército apoyó a Jimmy Morales públicamente en su cruzada contra la CICIG. En cadena nacional de televisión, rodeado por la cúpula del Ejército en uniforme de combate y con el pabellón nacional de fondo, el Presidente Jimmy Morales anunció el 30 de agosto de 2018 que el mandato de la CICIG, que vencía en septiembre de 2019, no sería renovado por su gobierno. Esa acción fue seguida del despliegue de vehículos militares frente a la sede de la CICIG. Es más, Morales dejó asegurado el aumento del presupuesto militar al final de su mandato.

El análisis puede centrarse en el recorrido de una institución altamente corporativa que busca insistentemente justificar su lugar en el Estado y con ello las prerrogativas para sus elementos activos y retirados, o en el de una democracia defectuosa, de élites políticas que durante los últimos 34 años han recurrido a los militares – ambos activos como retirados – para preservar el funcionamiento del Estado. Ambos enfoques son igualmente válidos y sus resultados dependen del momento que se analiza.

La trayectoria del Ejército en relación con la vida política del país ha sido continua pero no lineal. Ha estado marcada por contrastes que van desde la subordinación casi humillante y utilitaria a los dictadores del Estado oligarca de la primera mitad del siglo XX, al empoderamiento legal para incidir en las decisiones gubernamentales durante la década revolucionaria de 1944-1954, pasando después al control total del Estado a través del ejercicio de la violencia extrema durante las décadas contrainsurgentes para luego gestionar la instauración de la democracia y la posterior reforma de la institución en el marco de los acuerdos de paz y volver, con ello, a ampliar su presencia en la vida social y política durante los últimos años. Una trayectoria que requiere tomar en cuenta a gobiernos civiles – igualmente contrastantes –, élites empresariales y una relación cambiante y muchas veces contradictoria con Estados Unidos.

En Guatemala hay períodos en los que se define con relativa claridad la función militar en el Estado y más allá de éste, cuando esas funciones se apoyaron en grupos paramilitares ligados al Ejército o en grupos de crimen organizado incrustados en las instituciones. También, durante la instauración de la democracia en 1986, los militares tuvieron un papel claro, tutelar, que permitió que el tránsito de la conducción del Estado a los civiles ocurriera sin poner en riesgo lo logrado a través de la acción bélica del Ejército y se preservaran las prerrogativas institucionales, incluida la impunidad por las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto armado.

Tuvieron que transcurrir 10 años más para que el conflicto armado terminara, período durante el cual los militares enfrentaron pugnas internas, un quiebre institucional con Serrano Elías y la firma de la paz. Nada de eso puso en peligro a la democracia representativa a causa del rol de los militares en el conflicto armado.

Pero el siguiente período, de 1996 a la actualidad, es el más complejo porque la función de los militares se adaptó para compensar las debilidades de la democracia al punto de ser imprescindibles para la conducción del gobierno, todo esto sin violentar el orden democrático. Durante la primera década de ese período, se sobrepusieron procesos de cambio institucional en el Ejército y en el sistema político en el país. Por un lado, los militares aceptaron los cambios pactados en el Acuerdo de Paz, especialmente en el acuerdo para el fortalecimiento del poder civil y la función del ejército en una sociedad democrática. Por otro, poco a poco se fueron ampliando sus funciones en la seguridad pública y otros asuntos considerados de seguridad, como los conflictos socioambientales.

Sin embargo, el resultado del referéndum de 1999 fue negativo en tanto que despejó el camino para que el estado conservara el lugar que constitucionalmente habían ocupado los militares desde 1954. La polarización ideológica de ese momento justificó la continuidad del estatus constitucional de los militares: el estado continuaba protegido por su institución más fuerte y fiel a los principios conservadores del país. Sin embargo, 20 años después, esas reformas siguen siendo una deuda con la democracia aunque su viabilidad sea cada vez más lejana.

En Guatemala se fortaleció el poder civil, pero uno que a lo largo de siete gobiernos ha demostrado que las mafias y la corrupción no eran exclusivas de los militares de los años ochenta. Si las estructuras que hacen posible el nexo político criminal fueron heredadas de los gobiernos militares, los políticos civiles no solo las han aprovechado, sino que las han defendido, expandido y consolidado. En Guatemala no hay guerra ni amenazas externas, no hay desorden público que no pueda ser controlado por la fuerza policial, el crimen está bien organizado por lo que no hay riesgo de eventos violentos de gran escala, las pandillas (la gran excusa de los gobiernos) podrían controlarse sin necesidad de desplegar fuerza militar – porque eso no funciona y porque es desproporcional al tamaño de la amenaza – y los desastres producidos por fenómenos naturales seguirán ocurriendo porque la infraestructura del país nunca se ha adecuado a la geografía o el clima del país, además de que las pérdidas materiales, en particular las pérdidas de infraestructura, son la mejor excusa para alimentar la corrupción año con año.

El Ejército de Guatemala ha tenido en los últimos 35 años una actitud de tolerancia (más creciente que decreciente) hacia los gobiernos electos y las crisis de gobierno (las de Serrano Elías y Otto Pérez Molina). Por más que los gobiernos civiles han tergiversado la Constitución y las leyes del país, los militares no han saltado a tomar el poder vía golpes de Estado. La función de garantes últimos del orden constitucional que se les delegó desde 1945 parece hoy – por suerte – no ser lo que le da sentido a la institución militar aunque así lo diga la misma Constitución. Los últimos tres presidentes del país parecen sentirse cómodos con la compañía de los militares, a pesar del costo que eso ha tenido para la institución (dos ministros en prisión investigados por actos de corrupción).

Para los militares, las tareas de apoyo institucional – las que no son rigurosamente militares – siempre implican riesgo debido a la desproporcionalidad de sus capacidades de fuerza y porque pesa sobre la institución actual la sombra de su historia de violaciones a derechos humanos. ¿Por qué seguir así? ¿Por obligación constitucional? ¿Por inercia corporativa, por responsabilidad – motu proprio o por ser el socio confiable de USA – ante la incompetencia de los gobiernos civiles? ¿Hasta dónde puede avanzar una democracia cargando el peso de la institución militar? ¿Hasta dónde el Ejército podrá justificar su naturaleza militar si se dedica cada vez más a tareas no estrictamente militares? ¿Cuál es el Ejército idóneo para una democracia o es este acaso el Ejército idóneo para esta democracia?

Trayectoria de la función política de los militares

Guatemala es uno de los países en los que la institución armada ha tenido más peso en la estructuración del sistema político y de las relaciones sociales. Los militares construyeron Estado. Un recuento de los 173 años de vida republicana (1847-2020) demuestra que a la democracia le hace falta mucho tiempo para superar los años que el país ha sido gobernado por mandatarios militares de alta o retirados, ya sea electos o de facto.

Las instituciones son el resultado de largos procesos de cambio, continuidad, adaptación y en algunos casos, ruptura. Cuando se refiere a las trayectorias de las instituciones para explicar el estado actual de una de ellas, se parte del principio de que los individuos deciden de acuerdo a sus intereses dentro de los límites de las normas, costumbres y símbolos que constituyen una institución. A veces eso se expresa de manera formal, es decir, por escrito y legislado y otras veces sucede de manera informal, sin estar escrito pero igual de válido, conocido y sancionado. Incluso para transgredir la normativa de una institución se necesita de otra, a veces informal como los pactos políticos-criminales.

Las trayectorias ejercen en las instituciones actuales el efecto acumulado de sus cambios y en algunas ocasiones, de su falta de cambio, sus continuidades. En Guatemala, los militares tienen una institución formal, antigua y robusta, normada desde un alto nivel constitucional pero, también, esa misma institución funciona a partir de un complejo conjunto de normas informales, de tradiciones y códigos que garantizan lealtad, secretismo, disciplina y, en muchos casos, impunidad.

El conteo de meses y años no explica por sí solo los procesos de cambio institucional, pero sí ayuda a ilustrar el peso y efecto acumulado que produce la continuidad y sus rupturas. De marzo de 1847, año de la fundación de la república de Guatemala, a marzo de 2020 hay 2,076 meses (173 años). El 62.4% de esos meses, equivalentes a 108 años de vida política y administrativa del Estado, ha estado conducido por militares. Se incluye en este conteo a Miguel Ydígoras Fuentes y a Otto Pérez Molina, ambos militares retirados que llegaron a la presidencia mediante elecciones pero que no terminaron su período de gobierno. Ahora bien, un 38% de esos 173 años, equivalente a 65.8 años, corresponde a administraciones civiles, entre las que se incluye la más larga dictadura de Guatemala, la de Manuel Estrada Cabrera que abarcó 22 de esos años y que demuestra que no hay una necesaria correlación entre autoritarismo y gobierno militar.

El período democrático que ahora vivimos, instaurado en 1986, suma 30.5 años excluyendo, como se dijo, los casi cuatro años de Otto Pérez Molina, lo cual demuestra que un gobierno conducido por un militar retirado no significa devolver el poder al Ejército aunque sí le permite aprovecharse del poder simbólico que implica ser “ex militar” en Guatemala y del acceso a redes corruptas que eso posibilita. Ese período equivale al 46.45% del total de meses que los civiles han tenido el control del Estado y equivale solamente al 17.7% del tiempo total de vida republicana.

La democracia no se mide solamente por su duración sino también por su calidad, por su profundidad y lo fuerte de sus instituciones. Lo que las trayectorias de las instituciones permiten entrever en el caso de los militares en Guatemala, es que el Ejército ha sido una institución que ha incidido directa o indirectamente en los cambios de la forma del Estado. Pero el Ejército de Guatemala ha sido, y seguramente es, una institución con profundas contradicciones internas que se manifiestan en posiciones que a veces respaldan la democracia y luego la destruyen, o que delegan el control del Estado a civiles y luego lo asumen – o lo arrebatan – para caer en los extremos y luego reconstruir lo destruido por ella misma.

Los momentos que evidencian esos giros en la trayectoria de la institución demuestran también que el Ejército es una institución que responde a la presión de agentes externos, pero relacionados e interesados con la institución. Ya sean empresarios y políticos, el crimen organizado, los Estados Unidos o presidentes civiles electos democráticamente, todos de una forma u otra, han buscado balancear la competencia por el poder del Estado – o los negocios con o gracias al Estado – a través de alguna influencia sobre el Ejército o un allegado militar retirado. Esta tendencia a recurrir al “amigo” militar o ex-militar es característica de Guatemala. Desde un partido político, una empresa o una familia, siempre hay alguien que dirá algo parecido a “yo tengo un conocido militar que puede resolver eso”.

La trayectoria del ejército ha cambiado al punto de estar hoy en una situación que podría ser parecida a la que hubo durante la primera mitad del siglo XX cuando los dictadores usaron a los militares a su antojo. Hoy son presidentes civiles los que ordenan el uso de los militares de acuerdo a las necesidades de su gobierno. Por su parte, el Ejército ahora defiende intereses de tipo corporativo, que benefician a la institución, a los que fueron parte de ella y a los que algún día serán los militares retirados del futuro.

Las siguientes páginas presentan un recorrido por los momentos en que la institución dio golpes de timón, con los cuales cambió el rumbo del país y de la institución misma. Esos momentos demuestran cómo el Ejército ha construido y destruido para luego volver a construir, pero siempre preservando la integridad constitucional de la institución, su última y más valiosa garantía en un país convulso. Al Ejército le toca ser una de las principales muletas de la democracia que esa misma institución instauró y de la cual se hizo imprescindible, tal vez a costa de su propia integridad.

De la subordinación al empoderamiento

La presencia y participación de soldados en la toma y conservación del poder político en Guatemala se remonta prácticamente a los inicios de la república en el siglo XIX. El más importante jefe de estado de Guatemala en esos tiempos, Rafael Carrera, llegó al poder por la vía de las armas en 1844, derrotó a sus enemigos en el campo de batalla y amenazó con violencia a sus opositores. Murió en 1865 cuando todavía ocupaba el cargo de presidente de la república. Durante los años restantes del siglo, la fuerza de las armas siguió siendo fundamental para ejercer el poder político en ausencia de una institucionalidad y una base material suficientemente abundante como para sufragar los gastos asociados con el mantenimiento de un estado fuerte, incluyendo un ejército profesional. En consecuencia, la fuerza militar siempre estuvo asociada con la lealtad hacia un individuo determinado, el llamado caudillo, el hombre fuerte a quien todos recurrían en su carácter de “el señor presidente”. Carrera fue uno de ellos, al igual que Justo Rufino Barrios (presidente durante 1873-1885) y José María Reina Barrios (presidente durante 1892-1898).

Todos ellos ostentaron un grado militar aunque ninguno se había formado como oficial de milicia. Por eso no debería causar sorpresa que el caudillo-presidente más longevo de todos, el abogado Manuel Estrada Cabrera (1898-1920), nunca se haya presentado en galas militares aunque fue tan caudillo como sus predecesores uniformados. Lo que había cambiado cuando Estrada Cabrera llegó al poder fue la creciente y determinante presencia del capital extranjero en el país, especialmente el de la empresa bananera United Fruit Company y sus grandes fincas en la costa del Atlántico de Guatemala junto a una red de vías férreas para transportar la fruta y un puerto especializado para embarcarla. La presencia de la empresa se volvió todavía más importante cuando ésta terminó de construir y operar el ferrocarril desde la capital al Atlántico que el país tanto necesitaba para exportar su café a los mercados en el norte. El presidente Estrada envió soldados en varias oportunidades a la costa Atlántica para suprimir huelgas de obreros en las plantaciones y el puerto cuando los cuerpos de seguridad de los enclaves de la empresa bananera se vieron abrumados.

Por lo demás, el control social en el resto del país quedó esencialmente en manos de los grandes intereses agrarios, especialmente cafetaleros, quienes amparados por diversas leyes de control de la mano de obra, organizaban la fuerza de trabajo necesaria en las explotaciones agrícolas con ayuda del Ejército. A su vez, los líderes indígenas tradicionales se encargaban del gobierno de sus comunidades, que todavía constituían una gran mayoría de la población del país. No había necesidad de un ejército grande para el país a pesar de que se hicieron varios intentos durante el gobierno de Estrada Cabrera por establecer un sistema de reclutamiento, incluyendo a la población de varones indígenas, sin mayores resultados. Más bien, al gobierno de Estrada Cabrera se le recuerda por el uso frecuente de policías secretos para perseguir, intimidar y eliminar a sus enemigos políticos que se encontraban más que nada en los principales centros urbanos del país.

La caída de Estrada Cabrera en abril de 1920, después de varios días de agitación y represión, abrió las puertas para que generales del ejército se hicieran cargo de la presidencia (intercalados por algunos episodios breves de gobernantes civiles): José María Orellana (1921-1926), Lázaro Chacón González (1926-1931) y finalmente Jorge Ubico (1931-1944). Ninguno de estos generales había recibido una formación militar completa sino que fueron incorporados al ejército por conveniencia del presidente Estrada Cabrera, bajo quien todos tuvieron algún cargo en su gobierno. Por lo tanto, el paso de éstos por la presidencia no supuso cambio alguno en las principales políticas de estado y en la relación servicial hacia las empresas de propiedad extranjera, a las que se le sumaron otras en las áreas de generación eléctrica y telefonía. Es más, la crisis económica que afectó al país después de 1929 fue enfrentada principalmente por un incremento de las medidas represivas, al igual que en los demás países del norte de Centroamérica. El levantamiento indígena-campesino en enero de 1932 en El Salvador tuvo un impacto especialmente fuerte en los sectores dominantes de Guatemala, por el miedo que les provocaba la población indígena de su propio país, muy superior a la de cualquier otro centroamericano.

Si bien Estrada Cabrera y Jorge Ubico fueron dictadores que militarizaron la dirección de la gestión pública, eso no significó el fortalecimiento de la institución armada como tal. Los grados militares eran otorgados por designio del dictador de turno a civiles allegados que ejercían autoridad territorial, constituyéndose así en jefes políticos y comandantes de armas al mismo tiempo. Eso hacía posible el control político, incluyendo la represión cuando era necesaria. También les permitía incursionar en negocios que tenían el único objetivo de generarles riqueza y preservar la lealtad al dictador, tales como la adquisición de tierras y el control del contrabando. La función militar estaba subordinada a una estructura de poder dictatorial, personalista, caudillista y autoritaria, ejemplificada vivamente por las giras de inspección del general Ubico a ciudades y pueblos del interior del país donde impartía bendiciones y regaños a funcionarios y pobladores por igual.

Pero a la par del continuismo político heredado de los veintidós años de gobierno de Estrada Cabrera, se estaban formando en la academia militar de Guatemala – la que terminó llamándose Escuela Politécnica – varias generaciones de oficiales profesionales quienes llegaron a cuestionar y rechazar las grandes desigualdades e injusticias sociales de Guatemala y de un sistema político que estaba reñido cada vez más con las corrientes políticas democráticas del mundo occidental, especialmente cuando la Segunda Guerra Mundial colocó a Guatemala a la par de las potencias que luchaban contra el fascismo totalitario. Esta “concientización” de los militares jóvenes eventualmente los llevó a declararse en abierta rebeldía frente a los oficiales de mayor gradación y a identificarse con un nuevo proyecto político para su país.

Fue precisamente a raíz de la revolución que se inició con el derrocamiento cívico-militar de Ubico en julio de 1944 que se produjeron los cambios más importantes que ha tenido la institución militar. Fue en la década de 1944-1954, revolucionaria y democrática, que el Ejército se incorporó a la política como una institución autónoma y profesional. Los militares descubrieron que tenían capacidades para tomar decisiones políticas dentro del Estado y desarrollaron la institucionalidad necesaria para hacerlo de forma legal y legítima. También ocuparon puestos en otras instituciones diferentes a la militar y hasta tuvieron diputados en el Congreso de la República.

El triunvirato revolucionario, que llegó al poder tras la destitución de los últimos herederos políticos de Ubico en octubre de 1944, estuvo integrado por un empresario civil y dos militares que representaban sectores diferentes del ejército (oficiales de escuela y de línea). Si bien es cierto que los militares tuvieron buena parte del mérito de haber derrocado al dictador e iniciado el proceso revolucionario, accedieron a que el primer gobierno de la revolución fuera encabezado por un civil luego de haber pactado una serie de condiciones en beneficio de la institución militar. Esas condiciones incluyeron la creación de una institucionalidad que garantizara la autonomía política al Ejército para reducir el riesgo de manipulación por parte de un caudillo. También exigieron ciertas medidas para asegurar la profesionalización del Ejército, incluyendo la nivelación de los oficiales de línea en la Escuela Politécnica. El Ejército también adquirió la potestad de fiscalizar las decisiones del gobierno, del presidente y sus ministros, como una institución separada políticamente del Ejecutivo, con autonomía de mando y de misión. El Consejo Superior de la Defensa Nacional, una de las instancias que se crearon bajo el liderazgo del coronel Francisco Javier Arana, tuvo más poder que incluso del Ministro de la Defensa, cargo que ocupó el coronel Jacobo Arbenz durante el gobierno de Juan José Arévalo (1945-1951).

Además del Consejo y del Ministerio de la Defensa, se creó la Jefatura de las Fuerzas Armadas, dependiente del Congreso y encargada entre otras cosas de nombrar a los miembros del Consejo. Esas tres instituciones cerraron el círculo de la autonomía política del Ejército pero también se convirtieron en fuente de pugnas políticas por el control del Estado. Es así que el primer gobierno de la revolución bajo el presidente Arévalo tuvo que sortear varios intentos de golpe de estado y el asesinato del mismo coronel Arana en 1948, que despejó la competencia electoral a favor de Arbenz, quien al asumir la presidencia en 1951 representó de forma unificada los intereses de la institución armada, al menos en apariencia.

El ideario de defensa del Estado que aún hoy define la naturaleza del Ejército se implantó durante el período revolucionario. El Ejército tuvo la misión de vigilar el proceso democrático y el cumplimiento de las leyes por parte de los políticos. La injerencia en asuntos gubernamentales no era intromisión, pues estaba legislada y legitimada por la Constitución de 1945. Pero el Ejército era autónomo en tanto que el gobierno no podía incidir en sus operaciones y procedimientos. Bernardo Arévalo de León, autor del estudio Estado violento y Ejército político, argumenta que esas ventajas institucionales no fueron suficientes para asegurar la lealtad absoluta del Ejército a la Revolución. Durante los gobiernos revolucionarios, se intentó comprar la lealtad del Ejército a través de aumentos de sueldos, asignación de altos puestos dentro de la administración pública y becas al extranjero. Fue también en esos años que se descubrió que la carrera militar era una efectiva opción de movilidad social para familias de estrato medio y bajo.

La institución dirimió un buen número de sus conflictos internos a través de la marginación de oficiales inconformes, muchos de ellos provenientes de los tiempos de Ubico. Otros aseguraron su posición a través de la amistad y la confianza. El Ejército de la Revolución en efecto revolucionó la institución, no necesariamente por un compromiso ideológico o respeto al orden constitucional, sino por las ventajas de crear y fortalecer un interés corporativo que marcaría a la institución armada por el resto de su historia.

Fue también en esos años que el Ejército tomó decisiones institucionales determinantes para el destino político del país. El retiro del apoyo del Ejército a Arbenz, cuando arreciaron las múltiples presiones internas y externas a la institución en 1954, evidenció la ausencia de unidad política entre la oficialidad. A nivel interno, oficiales jóvenes, identificados con los objetivos del gobierno de Arbenz, se mostraron inconformes con la presencia continua de oficiales antiguos, algunos de filiación ubiquista, quienes a su vez vieron con recelo la cercanía de miembros del partido comunista con el presidente Arbenz.

Cuando se conoció que unas columnas contrarrevolucionarias al mando del coronel Carlos Castillo Armas habían entrado a territorio guatemalteco desde Honduras, el Ejército se dividió entre los que vieron como una deshonra la participación de oficiales guatemaltecos en un ejército de mercenarios apoyados por civiles anticomunistas radicales y por el gobierno de Estados Unidos y los que, temerosos de ser superados militarmente por los aviones piloteados por estadounidenses que atacaron la capital, decidieron no actuar ni permitir que otros actuaran en defensa de la soberanía nacional. Desde el exterior, civiles anticomunistas y los Estados Unidos presionaron a miembros de la oficialidad para que intercedieran en favor de la contrarrevolución. El Ejército finalmente cedió a las presiones externas y las pugnas internas y decidió no apoyar al gobierno de Arbenz, el cual fue derrocado en junio de 1954.

Los acontecimientos que terminaron con el experimento revolucionario han sido estudiados extensamente en toda su variedad y complejidad. En lo que se refiere al Ejército, la revolución le permitió introducirse en el mundo de la política y de la administración del Estado, y tomó decisiones que tuvieron grandes costos institucionales y políticos para el país. Se puede afirmar que los militares fueron parte de la creación de la democracia y a la vez de su destrucción, pero también los mandos del Ejército tomaron decisiones que dividieron a la institución e introdujeron al país en una espiral de conflictos que no se pudo resolver del todo sino décadas después. Si bien es cierto que el Ejército no fue el único responsable de los acontecimientos de 1954, sí cayó sobre la institución la responsabilidad de estabilizar al país luego de dicha crisis. La siguiente década fue, otra vez, un período de reestructuración de la institución militar y hasta asesinato de militares inconformes, a lo que se agregaron el nacimiento de guerrillas integradas por militares rebeldes, la injerencia directa de Estados Unidos, y una crisis social acompañada por represión política intensa.

De la crisis al control del Estado

El problema inmediato con el cual se enfrentó el Ejército de Guatemala a raíz del derrocamiento del gobierno de Arbenz y la instauración de la presidencia del coronel Carlos Castillo Armas de signo ideológico y político marcadamente opuesto, se resumió en el papel que jugaría dentro del nuevo esquema de poder que comenzó a tomar forma en el país. Castillo Armas había asumido la presidencia de facto del gobierno en septiembre de 1954 después de sofocar una rebelión de cadetes de la Escuela Politécnica y fue confirmado por un plebiscito el mes siguiente cuando se le preguntó a los votantes si estaban de acuerdo con que ocupara la presidencia hasta 1960; en un clima de fuerte represión, más del 99 por ciento de los votantes se mostró de acuerdo. También fue electa una asamblea constituyente que habría de sustituir la Constitución de 1945, la cual ya había sido abrogada por Castillo Armas junto con los principales logros de los gobiernos revolucionarios, incluyendo la reforma agraria, los sindicatos obreros y todos los partidos políticos.

Como era de esperarse, la Constitución de 1956 reflejó la orientación anticomunista del gobierno de Castillo Armas. En lo político, solamente permitió la existencia de partidos políticos “que se normen por los principios democráticos” y prohibió “la organización o funcionamiento de todas aquellas entidades que propugnen la ideología comunista o cualquier otro sistema totalitario”. En su articulado económico y social, se identificó con la libertad de empresa, la armonía entre trabajadores y patronos bajo la tutela del Estado y la propiedad privada de las tierras de vocación agrícola. Con referencia al Ejército, abolió las instancias intermedias que le habían otorgado un rol prominente bajo los gobiernos de Arévalo y Arbenz como fueron la de Jefe de las Fuerzas Armadas y el Consejo Superior de la Defensa Nacional y concentró la dirección del Ejército en manos del presidente de la república en su carácter de Comandante General del Ejército. También subrayó el carácter apolítico de la institución militar: “El Ejército es obediente y no deliberante, y sus miembros están en la obligación de mantenerlo como una institución profesional digna y esencialmente apolítica”, a lo cual agregó que “la fuerza armada no puede deliberar ni ejercer los derechos de petición ni de sufragio”. Esta constitución preservó los artículos de la de 1945 que asignaban al Ejército la garantía de la seguridad interior así como la potestad del Ejecutivo de llamar al Ejército para apoyar tareas que no eran estrictamente militares como obras de comunicación, reforestación e incremento de la producción agrícola.

El gobierno de Castillo Armas pudo prohibir que los simpatizantes de la revolución siguieran actuando abiertamente pero no pudo suprimirlos, a pesar de que centenares de sus figuras más destacadas fueron obligadas a exiliarse sin posibilidad de volver sino después de cinco años según disposición constitucional. El mismo Castillo Armas fue asesinado en 1957, lo que obligó a adelantar las elecciones presidenciales previstas para 1960. La mayoría de partidos políticos que se organizaron e inscribieron a tal efecto se identificaban con variadas tendencias políticas de derecha, incluyendo resabios del régimen de Ubico así como aquellas de una derecha anticomunista radical más reciente, como el Movimiento de Liberación Nacional (MLN). Pero también se creó en 1957 el Partido Revolucionario (PR), conformado por simpatizantes de los gobiernos de Arévalo y Arbenz a quienes se les permitió legalizarse. El ímpetu contrarrevolucionario se estaba perdiendo en la medida que proliferaban los partidos en contienda.

Después de varios retrasos y confusiones, las elecciones se realizaron en enero de 1958, las cuales fueron ganadas por el general Miguel Ydígoras Fuentes, uno de los jefes políticos de Ubico quien le otorgó el grado de general del Ejército. Fue también uno de los principales opositores de Arévalo y estuvo vinculado a los múltiples intentos de golpe de estado durante ese período. Entre otros puestos, fue agregado militar en Washington y embajador en Londres. Se puede equiparar a Ydígoras con los militares retirados que después incursionaron en la política, como Otto Pérez Molina en 2012.

Con independencia de sus planes de gobierno, el presidente Ydígoras tuvo que enfrentarse a situaciones que se derivaron del triunfo de la revolución cubana de enero de 1959. Ydígoras autorizó a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) del gobierno de Estados Unidos para que utilizara territorio guatemalteco para entrenar a cubanos exiliados que se estaban preparando para invadir Cuba y derrocar al gobierno de Fidel Castro. Un alzamiento de oficiales jóvenes que se oponían al uso del territorio nacional para entrenar a fuerzas militares extranjeras terminó en fracaso pero sentó las bases de acciones de guerrillas en el oriente del país y puso en evidencia la inconformidad de oficiales formados durante la Revolución del 44 respecto de la conducción política del Ejército y del gobierno en general.

Para el Ejército, la guerrilla como medio para la toma del poder significó un reto adicional que se combinaba con la limitada apertura política que se estaba dando bajo el presidente Ydígoras. También debió tomar en cuenta la presión que ejercía Estados Unidos bajo el programa de la Alianza para el Progreso para que se impulsaran reformas sociales y económicas que le quitaran banderas a los grupos políticos que pretendían imitar la experiencia revolucionaria de Cuba. Pero lo que llevó al extremo las presiones sobre el Ejército fue la posibilidad de que en las elecciones presidenciales programadas para 1963 pudiera resultar electo el ex-presidente Juan José Arévalo, de momento exiliado en México, a cuya candidatura no se oponía el presidente Ydígoras. Esas presiones no solo provenían de las filas de la institución armada sino también de políticos anticomunistas y de empresarios recién agrupados en el Comité de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), además, por supuesto de los Estados Unidos cuya preocupación, más que una insurrección popular poco probable, era una división en las filas del Ejército que recién en 1960 habían protagonizado un alzamiento.

Ydígoras se negó a evitar el ingreso de Arévalo al país lo que hizo inevitable el golpe de estado en su contra a finales marzo de 1963 bajo el liderazgo del coronel Enrique Peralta Azurdia, hasta entonces ministro de defensa. El coronel Peralta Azurdia asumió el título de jefe del gobierno, para proceder después a disolver la Corte Suprema de Justicia y el Congreso y abolir la constitución de 1956. También suprimió con violencia a todos aquellos identificados con los gobiernos revolucionarios y con los pequeños grupos guerrilleros que se mantenían activos en el noreste del país. Para legitimar el nuevo orden político, convocó a una asamblea constituyente. La constitución de 1965, la tercera en veinte años, repitió el articulado de prohibición de partidos o agrupaciones de tendencia comunista pero contempló la realización de proyectos de reforma agraria y expropiación de tierras con miras a que el campesinado no se sintiera atraído por los ofrecimientos de la izquierda en armas. Esa constitución también suprimió todos los artículos relacionados con la Policía y otorgó al Ejército el control absoluto de las funciones de seguridad.

Bajo la nueva constitución, se convocó a elecciones para presidente en marzo de 1966. El único candidato civil fue Julio César Méndez Montenegro del Partido Revolucionario, quien resultó electo por el Congreso al no haber alcanzado la mayoría absoluta de votos. Para el Ejército, el triunfo de Méndez Montenegro resultó problemático porque contaba con el apoyo de muchas personas identificadas con los gobiernos de la revolución y gozaba de cierta simpatía entre los movimientos guerrilleros, con los cuales se suponía que quería llegar a algún acuerdo político para poner fin a los enfrentamientos armados. Por otra parte, si el Ejército desconocía el resultado electoral abiertamente se podría intensificar la conflictividad social y política. En consecuencia, la plana mayor del Ejército, encabezada por el mismo Peralta Azurdia, obligó a Méndez Montenegro a firmar un pacto que le permitiría acceder a la presidencia bajo ciertas condiciones.

Lo que más le preocupaba al Ejército era el compromiso del gobierno de no interferir en la lucha contra la izquierda en armas y sus aliados en el campo y las ciudades. Por lo tanto, una de las cláusulas del pacto reiteró la prohibición de las actividades políticas de los comunistas. En atención a las acciones militares contra la guerrilla, otra de las cláusulas obligó al gobierno a seguir la lucha contra “los grupos y facciones subversivos que perturban la paz y la seguridad nacionales y en ningún caso, ni bajo pretexto alguno, entrará en entendimientos o pactos con tales grupos y facciones, salvo que se tratare de proposiciones de rendición o capitulación de los mismos”. También se especificó que el ministro de defensa sería nombrado por el presidente pero a partir de una terna que le presentaría el Ejército. En resumidas cuentas, el Ejército adquirió un nivel de autonomía de operación y organización que lo convertía en un estado dentro del estado, al menos hasta que hubiera pasado la situación de emergencia militar bajo el cual operaba.

En consecuencia, los años de la presidencia de Méndez Montenegro se tornaron extremadamente violentos en tanto que la opción militar ganaba fuerza. Las acciones de la guerrilla en el noreste del país fueron contrarrestadas por operaciones militares muy duras a la vez que la guerrilla comenzó a operar en centros urbanos mediante secuestros y asesinatos de personas vinculadas con el régimen. El mismo embajador de Estados Unidos fue asesinado en 1968 cuando la guerrilla intentó secuestrarlo, al igual que el embajador de Alemania Federal en 1970 cuando el gobierno no accedió a las demandas de sus secuestradores. Las personas identificadas con la izquierda – entre ellos estudiantes, sindicalistas, profesionales – fueron igualmente señaladas y asesinadas por grupos irregulares de la derecha, los que se conocieron como “escuadrones de la muerte”. Esos grupos no solo tuvieron tareas contrainsurgentes sino que también se dedicaron a actividades delincuenciales (secuestro, robo, tráfico de drogas) cuya tolerancia por parte del Estado y de grupos de extrema derecha era una forma de pago por su lealtad.

Ante el deterioro de la seguridad y la paz social en el país, las elecciones presidenciales de 1970 favorecieron a los que reclamaban medidas radicales para terminar con la violencia y la inseguridad. El Movimiento de Liberación Nacional (MLN) se alió con un partido fundado por Peralta Azurdia y otros militares años atrás, el Partido Institucional Democrático (PID), y procedieron a lanzar la candidatura del coronel Carlos Arana Osorio, quien había comandado las operaciones militares contra la guerrilla en el noreste guatemalteco. Es decir, las opciones políticas se habían reducido a movimientos y partidos encabezados por civiles de centro o centro-izquierda inclinados hacia medidas políticas para dirimir la conflictividad y a partidos abiertamente identificados con el Ejército y una agenda anticomunista que abogaban por una salida esencialmente militar al enfrentamiento. La segunda habría de ser la que se impuso en 1970 y que se mantendría hasta 1983 sin interrupciones, unos años en que las cifras de muerte violenta llegaron a niveles insospechados. Para el Ejército, fueron años de éxitos militares logrados a partir de grandes costos políticos y de un desgaste de la institución que en cierto momento se volvió insostenible.

*Los autores agradecen los aportes editoriales y críticas que Jennifer Avila y Arnoldo Gálvez hicieron a este artículo.

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