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Los cuadernos del fin del mundo vii
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Los espacios toman nuevos significados en un confinamiento, los de la memoria y los de los confinados, ese ejercicio de invocar el sinsentido de lo que hacíamos con el sinsentido de lo que hacemos ahora es también uno de los temas que Vania Vargas nos cuenta en sus Cuadernos del fin del mundo


XXV

Una inercia de aproximadamente nueve años ha hecho que durante los últimos días recorra mentalmente las instalaciones del Parque de la Industria. Allí estoy, otra vez, en otro mes de julio, parada afuera de la puerta 8. Ese mismo lugar en donde, este año, los médicos se han formado, más de una vez, desesperados, para exigir insumos de protección, y el pago de sus salarios atrasados. Yo estoy en una dimensión pasada en la que no los veo, ni siquiera los imagino. Cansada de vender libros, de hacer cuentas, de hablar, mientras espero y me desespero observando la oscuridad anaranjada de los alrededores, en lo que llega la cena de los que estamos de turno. Adentro hay feria del libro. Muchas tardes, mientras el reloj arrastraba sus pasos, y desfilaban los lectores, era fácil ver para el techo e imaginar los stands, ya no con libros, sino con zapatos, con útiles escolares, con fertilizantes y ganado, pero nunca con esa multiplicación de catres angostos para pasar, con suerte y limitaciones, los cuidados de la fiebre y de la tos. Hoy, lejos de ese tiempo y de ese espacio, si miro a un punto fijo de la desesperanza puedo entrar al recuerdo del tono de las luces parcialmente activas, del calor que encierra el bodegón de metal cuando no inflan los tubos con aire acondicionado, del frío que empieza a colarse cuando cae la noche, del ruido apocalíptico que hace la lluvia cuando golpea el latón, de la pérdida del sentido del tiempo debido a la ausencia de luz del día, de las ganas, siempre crecientes, de que llegue la hora de salir de allí, de volver a la normalidad en la que peleábamos con la rutina, con la otra rutina, esa a la que nunca imaginamos dejar de vislumbrarle la orilla. Hoy en medio de una breve tregua de la fiebre, alguien, allí adentro, quizá, observa un punto fijo de su espacio, y recorre mentalmente los pasillos de otro tiempo en el que llegó al Parque de la Industria para matar el tedio de un domingo, en otra dimensión, lejana de la pesadilla, de esta, al menos, en la que ese espacio se ha convertido en un salón de exposiciones de la lentitud e ineptitud gubernamental, de una etapa de improvisación perpetua, de una gala de mediocridad y falta de voluntad política en favor de la gente, del intento de vender un reiterado optimismo fingido detrás del cual se rebalsan, inevitablemente, el sufrimiento, la desesperación, y la muerte.

XXVI

Hace 20 años también estaba en Quetzaltenango, también quería contar historias. Tenía el fuego y la fe recién estrenados, y reporteaba las desgracias del circunstanciado policial, y las historias que narraban en los tribunales, para uno de los dos semanarios que había en la ciudad. Durante más de algún turno de cierre, tras algún adrenalinazo callejero o revisando las fotos recién reveladas, fantaseaba con cubrir un hecho extraordinario. Narrar desde alguna lejana línea de fuego. Todavía no sabía que Guatemala era un incendio que nunca se apagaba. Era joven. Quería ver, sentir, y luego decir con la intensidad del testigo. Hoy, ya sin la fe que traía desde el principio, el caos del 2020 me llega silencioso, en diferido. Lo observo en pashama, aparentemente a salvo, con una pantalla de por medio. Veo, siento, y hay días en que no sé qué decir. La guerra para la que parecían estar engordando a un Ejército sin sentido, la tuvo que salir a pelear un sistema de salud desde hace años olvidado. Personal médico y de enfermería fueron enviados al frente sin protección, sin insumos, sin contratos, sin salarios, sin respaldo, y hoy vemos cómo van cayendo, uno por uno, en una lucha para la que el gobierno tuvo tiempo y recursos, pero también una garrafal ineptitud. La letalidad del virus adquirió un alto porcentaje gubernamental. La primera capa de protección, con la que contaba este país, se está disolviendo esquela por esquela. Con cada médico que pierde la vida, desaparece la posibilidad de salvar muchas otras. En este reporte de guerra, solo sé que vamos perdiendo.

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*Vania Vargas es poeta y narradora guatemalteca, ha publicado varios libros de poesía y narrativa, además de publicar periódicamente ensayos en periódicos y revistas, y trabajar como editora literaria.


Las opiniones emitidas en este espacio son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan los criterios editoriales de Agencia Ocote. Las colaboraciones son a pedido del medio sin que su publicación implique una relación laboral con nosotros.

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