Explora aquí el especial completo de La última gota Una decena de personas se reúnen alrededor de un pozo mecánico. Conversan en q’eqchi’, el idioma que hablan en el caserío …
Explora aquí el especial completo de La última gota
Una decena de personas se reúnen alrededor de un pozo mecánico. Conversan en q’eqchi’, el idioma que hablan en el caserío Chinacolay. El único que conocen la mayoría de vecinos y vecinas.
Son las seis de una tarde de finales de mayo, y aunque el sol ya se está escondiendo, el calor aún pica. Asfixia. Estamos a 38 grados. Un humo pesado envuelve el ambiente de esta pequeña aldea de Alta Verapaz, al norte de Guatemala. Viene de los incendios forestales que se mantienen desde hace semanas y que hacen que respirar sea una tarea difícil.
Por turnos, conforme fueron llegando, mujeres y hombres empujan el manubrio que les permite extraer agua de la tierra. Arriba, y abajo. Uno, dos, tres, cuatro… 20 pulsos llenan medio galón.
El mecanismo del pozo es muy sencillo: está formado por una pieza metálica de poco más de un metro de altura, de un verde oxidado, incrustada en el concreto. Al hacer presión, con fuerza, el agua sale impulsada por un chorro al otro extremo.
Veintiún metros abajo de la construcción, pasan aguas subterráneas que provienen de un nacimiento ubicado a medio kilómetro de la comunidad.
Cada quien trae lo que puede para llevarse el agua: tinajas, cubetas, doblelitros de bebidas gaseosas reutilizados.
Las mujeres llenan los recipientes, que luego colocan sobre sus cabezas. Se despiden, toman de la mano a los niños y regresan a sus casas, a pocos metros.
El ritual de recogida suele empezar temprano, de madrugada. A eso de las tres. Es la hora más fresca en Chilacolay, cuando se puede caminar unos metros sin sudar y cuando activar el manubrio del pozo no es una tarea titánica. Tratan de hacer una pausa antes del mediodía y regresan cuando el sol empieza a bajar.
Los patos de la comunidad suelen aprovechar que no hay gente para refrescarse y beber el agua que escurre la construcción.
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Las 30 familias que viven en Chinacolay se encuentran donde el Estado no existe. Donde servicios básicos, como el acceso a agua potable entubada, los caminos adoquinados y la recolección de basura nunca llegaron.
El pozo fue una solución. Fue la solución. Para una comunidad que antes, durante décadas, no tenía otra opción más que caminar todos los días a buscar agua. Primero, a un riachuelo a unos cien metros de la aldea.
Cuando se secó por la falta de lluvias, como tantos otros en el municipio, la caminata se alargó medio kilómetro, hasta el nacimiento de agua más cercano que hoy también está bajo mínimos.
Los hombres de la comunidad eran quienes caminaban para recolectarla y se encargaban de cortar la maleza que cubría el camino. Lo hacían por la mañana y cargaban dos galones cada uno.
«Por la distancia casi no venían ellas, pero sí, algunas también», dice el líder comunitario Martín Cac Mez.
Era en esta fuente de agua donde las mujeres también lavaban la ropa.
Sin certeza jurídica, sin agua
Para entender los problemas de agua de Chinacolay, hay que entender cómo se fundó y quién ha tenido la propiedad de las tierras desde entonces.
En los setenta, un grupo de mujeres y hombres llegaron con sus hijos y nietos desde San Pedro Carchá, un municipio a unos 140 kilómetros.
Este municipio de Alta Verapaz fue uno de los más golpeados por la violencia del conflicto armado interno. Por ejemplo, un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), relata cómo en 1982, el Ejército llegó a la aldea Sesajal y ejecutó a 65 personas. Quemaron las casas, torturaron a los hombres de la comunidad y violaron a las mujeres.
Estas masacres sucedieron en distintas aldeas. A partir de investigaciones antropológicas y exhumaciones, el Centro de Análisis Forense y las Ciencias Aplicadas (CAFCA) ha recuperado a víctimas en por lo menos cinco de ellas.
Algunos de los sobrevivientes huyeron a las montañas de Alta Verapaz, donde se refugiaron durante años.
Se desplazaron a Fray Bartolomé de las Casas en 1981. El Estado les dio las tierras que hoy conforman el caserío Chinacolay. Las inscribieron conjuntamente, con el nombre de la comunidad, por un pago de 39 mil quetzales. Así lo cuenta Pedro Cac Xo, uno de los líderes comunitarios. Hoy tiene 67 años.
De estos retornados, «ya solo quedamos cuatro», dice Cac, con melancolía.
En los años noventa una familia se asentó en el terreno comunal, según confirma un informe de la Coordinadora de Organizaciones No-gubernamentales (ONGs) y Cooperativas. Dijeron que seis de esas caballerías eran de su propiedad.
La comunidad lo denunció ante el Fondo de Tierras. Les respondieron que «no existía ningún problema, porque la tierra ya estaba adjudicada a nombre de la comunidad», relata el informe.
En 2008, la empresa palmicultora Palmas de Desarrollo, S.A. (Padesa), hoy Naturaceites, comenzó a cultivar palma africana en parte de la fracción usurpada por la familia. Eran los años en los que la palma, que hoy ocupa buena parte de los territorios del norte de Guatemala —en 2020, 183,748 hectáreas—, empezaba a despegar.
A la comunidad le dijeron que un hombre llamado Pablo González, a quien Pedro Cac describe como «un finquero de oriente», había comprado dos de las caballerías «usurpadas», donde la empresa comenzó a operar.
En 2010, parte de la comunidad se movilizó hacia el territorio ocupado y cortó las plantas de palma africana que allí habían sembrado. «Para no permitir que la empresa siguiera trabajando aquí», describe Pedro Cac.
Ocho días más tarde, representantes del Fondo de Tierra y Padesa llegaron a resolver la situación.
El Fondo de la Tierra midió de nuevo la propiedad. Le dieron la razón a la comunidad, quienes tenían un plano que comprobaba que el terreno era de ellos.
La empresa, asegura Cac, se disculpó: «Nos dijeron que esta tierra nos pertenece».
Desde entonces, 30 familias habitan el territorio recuperado, ahora parte de las 17 caballerías que conforman Chinacolay. Son quienes se movilizaron para recuperarlo, así como sus hijos e hijas, quienes formaron también sus propias familias.
Según Cac, «estas empresas nunca volvieron a intentar poner plantaciones (de palma africana) acá».
Pero aunque en el terreno de Chinacolay no hay plantaciones de palma africana, estas lo rodean. Lo mismo sucede con el resto del municipio de Fray Bartolomé de las Casas.
Este es un ejemplo de lo que CONGCOOP llama «comunidades en resistencia». Poblaciones que luchan contra la explotación ambiental provocada por la producción de palma africana en la región.
Tenían el terreno, habían recuperado sus tierras, pero en Chinacolay todavía había un problema: no tenían agua.
Al asentarse en el territorio recuperado, la comunidad solicitó a la municipalidad de Fray Bartolomé de las Casas el servicio de agua entubada. Aunque el Fondo de Tierras le dio la razón a los vecinos, según Martín Cac todavía no les entregó las escrituras: «No tenemos los papeles».
El Fondo de Tierras dijo a Ocote que el caserío no cuenta con escrituras de propiedad por la «falta de acuerdos entre los grupos (la comunidad y los otros posesionarios), que ha impedido finalizar el trámite de adjudicación».
La municipalidad dijo que «sin certeza jurídica», no pueden realizar la instalación de las tuberías que les permitirían el acceso al agua.
Ocote consultó a la municipalidad de Fray Bartolomé de las Casas, quien se limitó a indicar que el servicio de agua no cubre esa área. «No obstante, el caserío Chinacolay cuenta con un pozo, por medio del cual las familias se abastecen del vital líquido», indicaron.
La solución: el pozo
Para explicar el proceso de construcción del pozo de Chinacolay, Martín Cac muestra una captura de pantalla en su celular. Es el estado de Whatsapp del ingeniero que les apoyó.
Se lee: «La organización “Agua para la vida internacional” apoya a comunidades con la instalación de pozos». Fue esta organización quien los ayudó con la instalación, explica.
Según cuenta Cac, esta asociación solicitó un aporte económico para la instalación del pozo.
Para pagarlo, la comunidad pidió que todos sus habitantes mayores de 18 años colaboraran con 300 quetzales (unos 39 dólares). Algunos realizaron el pago antes de iniciar el proyecto y otros cuando vieron que la instalación comenzó. Hubo también quien no pudo aportar.
Según Martín Cac, en total pagaron 13 mil quetzales por la instalación del pozo mecánico, y 2 mil más para movilizar al equipo que la realizó.
Terminaron de construirlo en julio de 2023. Desde entonces, la misma comunidad se encarga de gestionarlo. Dicen los vecinos que todos tienen acceso al agua. Quienes pagaron los 15 mil quetzales y quienes no.
También las personas que vengan de fuera. «El agua es para todos y es de todos. Todos necesitamos del agua», dice Pedro Cac.
Acordaron no racionarla. Cada quien puede llegar a recogerla cuando quiera.
No se paga una cuota fija por el acceso al agua. Si el pozo llega a romperse, por ejemplo, la comunidad deberá definir la forma de pagarlo.
Sin buscarlo, el pozo se convirtió hace un año en un espacio de reunión para los vecinos y vecinas de Chinacolay. Al ubicarse en el centro de la comunidad, es muy transitado y es también lo primero que los visitantes ven al ingresar a la comunidad.
Aquí, los habitantes coinciden en sus viajes diarios para recoger el agua. Conversan, ríen y comparten, mientras esperan su turno para extraerla.
Los problemas de fondo en la comunidad no se han resuelto, pero el pozo se ha convertido en una solución hasta lograr la tenencia de la tierra con la que, en principio, llegará también el agua entubada.
Les gustaría construir un segundo pozo, dicen, que les permitiría ampliar la cobertura, especialmente, para aquellas personas que viven en las calles más lejanas. La organización que les apoyó les recomendó construir un tanque, pero según Cac, no llegan al precio: son más de 60 mil quetzales.
Cuando Ocote visitó el pozo mecánico, un vecino de la aldea enfatizó que en el pozo de Chinacolay la municipalidad no tuvo nada que ver. Solicitó que se recalcara que fue un esfuerzo colectivo el que logró el servicio.
Un esfuerzo de una comunidad en resistencia, que de forma autónoma y organizada lograron algo que el Estado no ha conseguido en 30 años: garantizar su derecho al agua.
- Investigación y redacción: Kristhal Figueroa
- Edición: Carmen Quintela
- Fotografías y video: Christian Gutiérrez
- Diseño: Oscar Donado