Mencionar a Nikolai Vavilov (1887 – 1942) es un asunto que siempre me trae onda tristeza. Ojalá que el público al menos llegue a ver alguna película que retrate la …
Mencionar a Nikolai Vavilov (1887 – 1942) es un asunto que siempre me trae onda tristeza. Ojalá que el público al menos llegue a ver alguna película que retrate la vida y la contribución monumental que este hombre hizo a la ciencia y a la especie humana. Toda persona vinculada a la agricultura y la biodiversidad debe conocer lo que hicieron él y su equipo de doce botánicos, y cómo, literalmente, entregaron su vida para proteger el banco de recursos genéticos alimentarios que construyeron (una colección pura, extremadamente cuidada y constantemente renovada de semillas, una copia de seguridad almacenada bajo condiciones ideales). El sueño de Vavilov era acabar con el hambre en el mundo. Él mismo murió de hambre en una prisión estaliniana. Ese drama toca fibras muy sensibles en el corazón.
En una de sus fotos favoritas en el registro documental de sus viajes, abraza una planta de teocinte (planta primitiva de donde se llegó al maíz actual) y una de maíz. Aún hoy, no hay una explicación clara de cómo los antiguos habitantes de Mesoamérica consiguieron la domesticación del teocinte y, repitiendo reiteradamente la selección de solo algunos de los muchos granos, los sembraron vez tras vez hasta conseguir el maíz de mazorca que hoy conocemos.
Hace pocos años, uno de sus alumnos, Gary Paul Nabhan, escribió el magnífico libro Where our food comes from (De dónde vienen nuestros alimentos), donde relata hechos importantes. Él quiso repetir el viaje que su maestro hizo por los once principales puntos geográficos de origen de la biodiversidad mundial.
La domesticación de especies silvestres (el proceso de tomarlas de su ambiente natural, salvaje, para huertos manejados por humanos) significó el inicio de la agricultura, y una mejoría trascendental en los medios y estilos de vida de los humanos, que pudieron dejar de recorrer vastos territorios para conseguir sus alimentos, muchas veces en competencia con otros humanos y hasta con animales.
La homogeneidad a la que estamos acostumbrados no existe en la naturaleza. Las plantas de una misma especie varían en tamaño de sus partes, colores, susceptibilidad a plagas y enfermedades, fortaleza para sobrevivir en suelos pobres, capacidad de adaptarse a variaciones de lluvia y otros elementos climáticos. Por eso había que ser muy observadores para ir seleccionando los mejores individuos a fin de llevarlos a la huerta y seguirlos reproduciendo. A esto se le llama domesticación, algo que no fue ni fácil (no había videos de Youtube en los albores de la civilización) ni espontáneo. Requirió que los humanos fueran identificando y aislando características deseadas (adaptación a condiciones de clima y suelos, tamaño, sabor, resistencia a enfermedades y plagas, comportamiento frente a otros cultivos, toxicidad —por ejemplo, muchas yucas contienen cianuro y para aprender cuáles sí y cuáles no fue necesario que la probaran y quizá hasta que murieran algunos antepasados—, etc.). Poco a poco fue surgiendo el comportamiento estable (o la estabilidad intergeneracional de las características que se buscaban) y la selección de esos individuos para reproducción continua. Ese método no ha cambiado en muchas partes del mundo. Lo que la llamada Revolución verde hizo en el siglo pasado fue acelerar los rendimientos de las especies domesticadas y llevar la disponibilidad alimentaria a niveles nunca esperados (derrotando las profecías de Malthus, quien opinaba que la humanidad no podría mantener la producción de alimentos con la misma velocidad con la que aumenta la población) con base en la aplicación masiva de insumos químicos y prácticas de cultivo para aumentar la producción y el rendimiento.
Lo que algunos hemos olvidado es que muchos de aquellos materiales originales (los precursores, los padres genéticos de las plantas de nuestra huerta) y sus parientes genéticos continúan sin ser totalmente conocidos (la Revolución verde causó el abandono de los materiales que presentaban características no deseadas —a la época—). Además, resulta increíble que la fuente de toda esa riqueza aún no inventariada esté concentrada, por pura voluntad de Natura, en puntos geográficos específicos alrededor del mundo. Es como los nacimientos de agua: unos cuantos e infravalorados ojos de agua resultan ser el origen de inmensos ríos.
Mesoamérica es una de las once (clasificación de Vavilov, hoy disputada por la identificación de nuevas) zonas de origen de recursos genéticos en este frágil planeta. Son originarios de la región: el maíz (Zea mays L., el amaranto (Amaranthus sp.); el frijol (Phaseolus spp.), los chiles (Capsicum spp.); la vainilla (Vanilla planifolia Andrews); el tomate (Solanum lycopersicum); las calabazas o güicoyes (Cucurbita spp.); el cacao o chocolate (Theobroma cacao); y una larga lista de especies conocidas y aún por conocerse.
Según Zeven and de Wet (1982), de las 2500 especies vegetales domesticadas en el mundo, 225 (9%) son originarias de Mesoamérica.
Para entender la importancia de los materiales originales, debemos recordar que el maíz tiene al menos siete parientes silvestres (lo contrario a domesticado), y el frijol tiene 45 ancestros que dieron lugar a cinco cultivares (como acrónimo de cultivated variety o variedad cultivada) principales.
La Revolución verde se vio empequeñecida por el surgimiento de la biotecnología, y dentro de esta de la ingeniería genética que consiguió alterar por mano del hombre a la composición genética natural. En agricultura esta se ocupa de la introducción artificial, en cultivos de interés económico para los humanos, de genes provenientes de otros dominios genéticos. Este es un trabajo de laboratorio que requiere tecnología de alta gama y plantas con características estables. De los casos más conocidos es la introducción de genes de una bacteria (Bacillus thuringiensis) en plantas como maíz, lo que les confiere la capacidad (que antes no tenían) de producir sustancias con acción insecticida. También está el caso de los genes extraídos de la también bacteria Agrobacterium tumefaciens e implantados en maíz, soya y otros. Estos genes proporcionan resistencia hacia un herbicida de amplio espectro (que arrasa con todo) llamado Glifosato. Si los campos sembrados son fumigados con ese producto patentado, las plantas portadoras del gen resistirán y serán las únicas sobrevivientes.
El campo de los organismos genéticamente modificados (OGM) es inmenso, y tiene tanto defensores como detractores acérrimos, lo que hace que las discusiones sean batallas sin ganador y que la mayoría de veces resulten ganando quienes tienen el dinero para comprar voluntades.
Al margen de consideraciones bioéticas, religiosas e ideológicas, los OGM ofrecen perspectivas ilimitadas. Pensemos, por ejemplo, en pasar genes de los peces que sobreviven en aguas glaciares a cultivos que suelen ser afectados por las heladas. Pensemos en transferir a los cereales los genes de resistencia a la sequía que tienen las plantas del desierto, y pensemos en la producción alimentaria en zonas como el Corredor seco. La ciencia nos permite imaginar que los genes de ciertos organismos animales o vegetales puedan ayudar a producir plantas con propiedades antibacteriales; con capacidades para corregir deficiencias químicas de los suelos (lo que aumentaría la producción vegetal); con agentes nematicidas (plaga que afecta a las raíces de las plantas); con producción natural de insulina; o con síntesis extraordinaria de nutrientes, incluyendo todos los aminoácidos esenciales y los elementos que previenen la anemia y la desnutrición. ¡Imagine que el médico le dice que para su problema cardíaco deberá comerse un pepino GMO en ayunas! Imaginemos un mundo sin hambre ni desnutrición. Imaginemos que la única medicina sea lo que comemos. Esas son las fronteras de esta nueva ciencia y no estamos imaginando ficción.
Sin embargo, debemos ser cuidadosos. Nadie puede demostrar que ciertos genes, como el de la resistencia al glifosato, no puedan llegar por polinización natural hasta plantas con características indeseables. Entonces tendríamos malas hierbas indestructibles y entraríamos en una loca carrera donde hay que traer al gato para sacar al ratón, al perro para sacar al gato, al tigre para sacar al perro…
¿Por qué no se ha producido la revolución que pondría fin al hambre y a muchas enfermedades? Porque la investigación en estas áreas es privada, la realizan instituciones que pertenecen a, o que son financiadas por, corporaciones multinacionales que desean propiedad exclusiva sobre los inventos y grandes ganancias en la comercialización (así, el humilde pepino que cura sus males cardíacos llegaría a ser cultivado exclusivamente por esas corporaciones y le costaría muchos dólares cada uno).
Es una enorme contradicción, entonces, que esas mismas empresas que se enriquecerían no estén dispuestas a pagar derechos y regalías a los agricultores o a los países que han conservado los materiales originales donde encontrarían la fuente inagotable de riqueza (los 45 materiales de los cuales se seleccionaron los frijoles mesoamericanos, por ejemplo).
Según esas megacorporaciones, pueden tomar libremente lo que deseen de la naturaleza, llevarlo a sus laboratorios y ponerlo en el mercado como un producto patentado que no puede ser utilizado por nadie, a menos que pague por cultivarlo o por utilizarlo.
Para asegurarse de lo anterior, estas empresas introdujeron en sus productos un gen llamado Terminator; como en la película aquella donde alguien viene del futuro con la misión de eliminar a las personas que engendrarán al que llegará a ser líder de la resistencia contra el sistema totalitarista de las máquinas. El gen Terminator impide la generación de semillas con capacidad de germinar. Son estériles. Si desea sembrar de nuevo, debe pagar por la semilla. Con este gen el hipotético súper frijol que brinda resistencia contra el paludismo o el cólera puede sembrarse una sola vez, pues el gen terminator producirá frijoles estériles.
El dilema que se presenta es esencialmente ético. Los inversionistas de capital gastan enormes sumas de dinero para realizar la investigación básica y producir los súper cultivos. Desde luego, quieren inimaginables ganancias (y ninguna regulación). Sin embargo, también quieren materia prima gratuita, perdiendo la legitimidad de su discurso.
Como la discusión ética tiene el paso bloqueado, no queda sino apelar a algo que también es de su máximo interés: la biodiversidad. Resulta de extrema necesidad para las naciones, los agricultores de todo tipo y las empresas productoras de OGM que el motivo de la disputa (los recursos genéticos) estén bien protegidos. De otra manera, no habrá sustancia para la discusión.
En inglés se utiliza la expresión gen pool (expresión sin traducción oficial al español). Su significado viene a ser la existencia total de genes en los seres vivos. Es en el interés universal que ese gen pool se conserve, especialmente porque ni siquiera tenemos un inventario de ellos. Es muy poco lo que sabemos y mucho lo que nos podemos beneficiar conforme vayamos descubriendo esa riqueza yacente en los seres vivos.
No importa cuántos cultivos GM tengamos: las once o más regiones del mundo que son origen de la diversidad biológica deben permanecer inalteradas. Imagine que el gen terminator alcance a las especies originales. Sería como conectar el drenaje del mingitorio con el tubo de abasto de agua a la cocina. La conservación de la biodiversidad original es de interés supremo, más allá de una junta de accionistas o de un gobierno o grupo de gobiernos. La diversidad genética es patrimonio sagrado de la humanidad. Mesoamérica y las otras regiones de origen deben ser protegidas contra la posible contaminación de su gen pool. Si estamos de acuerdo en esto, el camino está claro y despejado. Solo de mala fe se puede decir que las empresas biotecnológicas, las sociedades y los estados de Mesoamérica no deben trabajar juntas para conservar los recursos genéticos que pueden ayudar a la preservación de la vida y a nuevos estados de bienestar para los seres humanos.
*Para la preparación de este artículo se obtuvo material del libro “Centres of Crop Diversity and/or Origin, Genetically Modified Crops and Implications for Plant Genetic Resources Conservation”, de Johannes M M Engels, Andreas Ebert e Imke Thormann. La cita de Zeven and de Wet también proviene de esta publicación.
Para más información: https://link.springer.com/article/10.1007%2Fs10722-005-1215-y
Byron Ponce Segura, escritor, agrónomo. Ha dedicado su vida a distintas formas de entender la alimentación y la nutrición, lo que le llevó a trabajar y vivir en distintos lugares del planeta y a escribir sobre estas experiencias.
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