Por ahora, es una casa vacía. Hoy, por un par de horas, está llena. Unas cien, doscientes personas que recorren sus pasillos lentamente, que detienen la mirada en el techo …
Por ahora, es una casa vacía.
Hoy, por un par de horas, está llena. Unas cien, doscientes personas que recorren sus pasillos lentamente, que detienen la mirada en el techo de la entrada, de ladrillo, en la cocina impoluta, en los cuartos con literas, en los baños, los sofás con olor a nuevo, las computadoras sin estrenar. Que hacen un par de comentarios mientras señalan con el dedo y asienten, que dan un último vistazo antes de salir por la puerta.
Es el miércoles 4 de mayo de 2022, un día caluroso. Es, también, un primer día. Hoy se inaugura esta casa de fachada amarilla y techo de tejas, al final de una calle empedrada en San Juan del Obispo, un pueblito a unos 5 kilómetros de Antigua Guatemala y unos 40 de la ciudad capital.
No es una inauguración común, de discursos, corte de cinta y sonrisa a cámara. Hay todo eso, por supuesto, pero los que están aquí saben que lo que está pasando hoy es mucho más que eso. Estos discursos, este corte de cinta y esta sonrisa a cámara llevan años esperándose. Porque esta casa supone muchas cosas.
Va a estar ocupada, pronto, por 20 personas. Veinte niños, adolescentes, todos hombres, que cargan historias duras, de trauma, de abusos sexuales y trata de personas. Serán enviados aquí por orden de un juez que considere que necesiten protección en una institución de abrigo.
Así que esta casa, primero, va a ser refugio. Va a ser hogar. El primero en Guatemala dedicado exclusivamente a hombres que hayan sufrido estas violencias.
Pero, además, esta casa va a suponer algo, si cabe, más importante: va a ayudar a romper silencios. Va a contar historias calladas, que no contamos, que nunca nombramos, pero que existen.
Por ahora, es una casa vacía. Pero ya está lista, al fin, para empezar a llenarse.
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“Tengo ocho minutos para hablar y quiero utilizarlos todos”. La voz de una mujer resuena, poderosa, por los altavoces, en el jardín. Detrás de un atril, Carolina Escobar Sarti, la escritora e investigadora social, sostiene un micrófono.
Carolina es directora de una organización que ha resultado ser hogar para cientos de niñas y de adolescentes cuando más necesitaban eso: un hogar. La Alianza es un centro de abrigo y protección para sobrevivientes de violencia sexual y trata de personas.
Cientos de chicas, casi mil, han pasado por ese espacio. Carolina las conoce bien. Se sabe cada caso, cada historia y cada detalle, que recuerda con memoria precisa. Hoy algunas están aquí, para apoyar la apertura de este nuevo centro.
“Sabemos que falta mucho para que en Guatemala las mujeres de cualquier edad accedan a las mismas oportunidades que los hombres. Seguiremos atendiendo en mayor número a las niñas y las adolescentes, hasta que deje de normalizarse la violencia sexual en sus cuerpos y la equidad sea más que una palabra”, promete.
Pero, dice Carolina, no se puede -ella no quiere, al menos- hacer oídos sordos a una realidad. Esta violencia sexual no afecta solo a las mujeres. No afecta solo a las niñas, a las adolescentes.
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Las historias calladas. Los datos
Dino Villalta trabaja mano a mano con Carolina. Antes estuvo durante años en la defensoría de las víctimas de trata de la oficina del Procurador de Derechos Humanos, la PDH, y ha investigado y hecho consultorías sobre la trata de personas. Hoy es director de desarrollo y comunicación de La Alianza.
Este es un tema tabú, así lo resume.
“Lo primero que se hace con ellos es criminalizarlos. Si a las niñas y mujeres se les culpa por haber sido víctimas, de los chicos ni se habla o se piensa que son parte de alguna red criminal: ‘Estaba metido en algo’. Nadie habla abiertamente de esto. Y por eso no ha habido ningún espacio como este antes”, explica.
Uno de los problemas es que los datos que podrían ayudar a dar algunas luces sobre el tema no están todo lo bien sistematizados que deberían. Tampoco hay muchas organizaciones que los analicen y hagan incidencia con ellos.
Vamos con los primeros, los de la Fiscalía. Entre sus bases de datos, el Ministerio Público tiene información de lo que llama “agraviados”. Son las personas que han sufrido algún delito y lo han denunciado. Entre enero de 2000 y enero de 2019, se registraron casi 171 mil agraviados, hombres y mujeres, por delitos sexuales.
Estos delitos han ido cambiando con los años, a partir de la creación de la Ley contra el Femicidio en 2008 y la Ley Contra la Violencia Sexual en 2009. Algunos de los que están vigentes hoy son la agresión sexual, el exhibicionismo y la violación, en diferentes niveles de gravedad.
De estas casi 171 mil personas agraviadas, más de 136 mil fueron mujeres y casi 30 mil, hombres. En porcentajes, y quitando a unas 5 mil personas de las que no hay información sobre su sexo, estamos hablando de que el 80% de las víctimas que denuncian violencia sexual en el MP son mujeres. El 17% son hombres. En personas de 18 años o menos, el porcentaje de mujeres es aun mayor: 88%.
Si hablamos de trata de personas, estos datos varían mucho según el año y la fuente de información. Por ejemplo, la Secretaría contra la Violencia Sexual, la Explotación y Trata de personas (SVET) publica en su sitio web que el 34.5% de las víctimas detectadas por trata en 2021 fueron hombres, mientras que en su último informe asegura que el porcentaje de hombres que denunciaron o que fueron atendidos como víctimas el año anterior, en 2020, fue dramáticamente menor: 4.2%.
La PDH, que realiza informes anuales sobre trata de personas con base en las denuncias del Ministerio Público, indica que en 2019 el 34.40% de las víctimas fueron hombres.
Hay algo que sí tienen en común los datos: aparentemente, los hombres no sufren tanta violencia sexual y trata de personas como las mujeres. Pero las cifras no son definitivas, ni precisas.
Según estudios como este, publicado en la Revista Colombiana de Enfermería, aunque las altas cifras de violencias contra las mujeres pueden deberse, efectivamente, a que suceden con más frecuencia, también podría existir un subregistro bastante elevado en los casos contra hombres.
Este estudio, publicado por psicólogos y enfermeras especializadas en salud pública, sugiere que muchos niños, adolescentes y hombres no suelen revelar que sufren violencia por miedo o por vergüenza.
Y esto está relacionado directamente con la estigmatización, con ese tabú que menciona Dino Villalta y con los patrones de género, que identifican a los hombres solo como agresores y no como posibles víctimas de violencia sexual.
De hecho, no hay más que echar un vistazo a los datos oficiales para identificar dinámicas diferentes en los casos de hombres y de mujeres.
Por las cifras de la SVET sabemos que hay un vacío importante de información. Se desconoce la edad de un 62% de las mujeres víctimas. Pero ese porcentaje sube a un 84% en el caso de los hombres. No se sabe la edad de más de 8 de cada 10 hombres víctimas de trata de persona.
“Esto tiene que ver con la incidencia de los temas”, explica Dino Villalta. “Hay muchas organizaciones que se han enfocado en combatir la violencia contra la mujer y esto ha forzado a las autoridades a tener un trato especializado, mientras que en el caso de los hombres hay un abandono total”.
Y sin estos datos, entender el fenómeno se vuelve tarea imposible.
El primer refugio
La casa que hoy se inaugura tiene cuatro habitaciones. Dos con cuatro camas y otros dos con seis. Oficina de área legal, de trabajo social, educación social, enfermería, psicología, una cocina, un comedor, un salón de entretenimiento y un gran jardín.
Es un proyecto que empezó a pensarse en 2009. Hace 13 años. Cuando se creó la Ley Contra la Violencia Sexual, Explotación y Trata de Personas, en Guatemala empezó a hablarse de un fenómeno y a tipificarse una serie de delitos que antes no se contemplaban.
La ley se basó en un protocolo de Naciones Unidas que definió la trata como la captación, el transporte o la acogida de personas, a través de la fuerza, la coacción o el abuso de poder, con fines de explotación. Esta explotación puede incluir la prostitución, la explotación sexual, los trabajos forzados, la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos.
Con el paso de los años, instituciones como la PDH o el Departamento de Estado de Estados Unidos confirmaron lo que dice Villalta: que también hay hombres que son víctimas de trata y violencia sexual a los que no se les está poniendo atención.
Los últimos informes de la PDH incluso han alertado que en los últimos años se ha registrado un aumento en las denuncias de hombres víctimas de trata de personas. “Los hombres también están expuestos a la explotación sexual y trata de personas; sin embargo, estos mismos sistemas patriarcales y machistas limitan su identificación y atención”, indicó la institución en su informe de 2019.
En este mismo informe, la PDH reiteró la importancia de contar con una atención especializada para sobrevivientes de trata.
Dino Villalta explica que la principal modalidad de trata para las niñas tiene que ver con la violencia sexual, la prostitución, el matrimonio y el embarazo forzado, mientras que los hombres generalmente son explotados laboralmente y obligados a trabajos forzados. “Es diferente y por lo tanto requiere una atención diferenciada. No es lo mismo hablar con un chico que fue víctima de violencia sexual a hablar con uno que fue víctima de explotación laboral. Porque las dimensiones, los contextos y las secuelas son distintas”.
A pesar de esto, desde el Estado pareciera que nunca hubo un interés en garantizar esta atención especializada y diferenciada. Hoy por hoy, en Guatemala no hay instituciones públicas dedicadas exclusivamente a atender a niños y adolescentes hombres que hayan sufrido violencia sexual o trata de personas.
Si algún joven está en esta situación y un juez considera que debe ingresar a una institución de protección, en el ámbito público solo hay una opción: los albergues de la Secretaría de Bienestar Social (SBS), la entidad responsable de atender a menores de edad que necesitan protección.
Aunque la SBS tiene varios departamentos según el tipo de atención, sus centros no dividen a las niñas, niños y adolescentes según sus perfiles, según los motivos por los que necesitan apoyo. Esto es algo que lleva décadas denunciándose desde organizaciones sociales, instituciones como la PDH y desde los medios de comunicación.
Algunas de estas denuncias, de hecho, sugieren la posibilidad de que dentro los mismos centros de la secretaría, como el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, donde 41 niñas murieron quemadas en un incendio en 2017, pudieron haberse dado casos de trata de personas.
De parte de la secretaría y de instancias como el Ministerio Público o los juzgados, oídos sordos.
A pesar del cierre del Hogar Seguro y de las decenas de denuncias, la situación no ha mejorado. De hecho, según Dino Villalta, está peor:
“Se agravó. Después de cerrar el Hogar Seguro, niñas, niños y adolescentes fueron ubicados en residencias en distintas partes del país, y los últimos informes publicados muestran que la atención no mejoró, que los perfiles siguen mezclándose”.
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En uno de estos informes, la PDH indicó que en enero de 2019 la Secretaría de Bienestar Social se hizo cargo de tres albergues para víctimas de trata de menores, que hasta entonces estaban a cargo de la SVET. Ese año, según datos de la SBS, se atendieron a 108 niñas, adolescentes y mujeres víctimas de trata y solo a un hombre.
Según el informe de la PDH, observadores del Departamento de Estado de Estados Unidos se mostraron preocupados porque el gobierno de Guatemala “no había establecido un mecanismo para apoyar a las víctimas en forma de seguimiento y reintegración”. Es decir, que cuando dejaban esos albergues, los jóvenes volvían a una situación de vulnerabilidad y peligro de trata de personas.
De hecho, según Villalta, a veces estos chicos son enviados a instituciones como “Las Gaviotas”, el centro juvenil de detención provisional de la Secretaría de Bienestar Social, un lugar de privación de libertad destinado a adolescentes en conflicto con la ley penal. “Hay una resistencia por parte de la sociedad a la atención de los chicos en estos contextos”, resume.
Por eso, desde La Alianza, se dieron a la tarea de buscar financiamiento para resguardarlos y para contratar al personal especializado que les acompañara.
Lo encontraron en la Oficina de Seguimiento y Combate a la Trata de Personas del Departamento de Estado de Estados Unidos, que dio los fondos necesarios para el proyecto y para alquilar una casa durante cuatro años.
La ubicación de la residencia no fue casual: se decidió que San Juan del Obispo era un sitio ideal. Queda en un punto intermedio entre Ciudad de Guatemala, Chimaltenango y Escuintla, tres lugares que registran números altos de víctimas de trata y de violencia sexual.
Se planteó un programa con un modelo de atención basado en la educación y en la formación de los jóvenes.
“La idea es hacer el mejor trabajo en el menor tiempo posible”, explica Miguel Domínguez, el coordinador de la nueva residencia. “La parte estructural de este trabajo va a estar centrada en la educación, el arte, el teatro, la música e incluso también la política. Tenemos un equipo pedagógico que trabajará eso”.
Domínguez tiene suficiente experiencia en esto. Es un internacionalista y educador en pensamiento político y ha trabajado en espacios socioeducativos, académicos, culturales y comunitarios, sobre todo con niños y jóvenes. También ha fundado las plataformas Divergencia Colectiva y La Sospecha, dos colectivos en los que se utiliza la creación artística para posicionarse en contra de los sistemas de dominación y compartir propuestas anticoloniales, antirracistas y feministas.
El modelo que Domínguez liderará en la residencia va en la misma línea del trabajo que se ha seguido en La Alianza en todos estos años. No cuidar a la niñez como vigilantes, como sombras, sino ayudar a que crezcan, a que se formen, se respeten e independicen.
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A eso de la una de la tarde, la casa empieza a desocuparse. Las chicas que residen en otro de los centros de La Alianza y que hoy llegaron a tocar instrumentos, a cantar, a declamar poesía a interpretar una obra de teatro, terminan de recorrer, curiosas, los cuartos.
“¡Vamos patojas, que las deja el bus!”, las persiguen las educadoras. En el jardín, se forman de a dos y se preparan para subir al vehículo que les lleva de regreso a casa.
Cuando ya casi todos se fueron del lugar, Carolina Escobar y los trabajadores regresan a la residencia para reunirse. Desde afuera, se escuchan los vítores, las risas, los aplausos. Hay motivos para estar alegres.
Hoy, los dueños de las historias calladas, los jóvenes que también son víctimas de trata, que también sufren violencia sexual, tienen un pequeño refugio.
“Era una deuda”, dice Dino Villalta, que consideran quedó saldada. Al menos inicialmente, al menos desde la sociedad. De parte del Estado sigue pendiente.