Los niños “del viaje” buscan un lugar seguro en América Latina.
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La migración, el desplazamiento y el refugio en América Latina se puebla de rostros de niños. Uno de cada cinco migrantes son menores de edad con familias o no acompañados. Todo ello mientras la región lucha por erradicar el trabajo infantil. Desafíos relacionados que exigen nuevas respuestas frente a las tradicionales que no funcionan.



Texto: Javier Sancho


Son los nuevos rostros. Las olas migratorias se van poblando cada vez más de rostros de niñas y niños. Uno de cada cinco migrantes en América Latina, es un menor, y la mitad tiene menos de cinco años. Mientras transitan o se quedan esperando en los países de la ruta o de llegada, la mayoría tiene que suspender el desarrollo de una vida normal, con acceso a educación, salud, hogar y alimentos. A cambio, se enfrentan a la explotación de todo tipo, el trabajo infantil y la incertidumbre. Desde Colombia, Costa Rica y México, los medios que colaboran en este especial aportan Otras Miradas acercándonos a esta realidad.

Los pies de muchos de estos niños han recorrido la América Latina desde Chile hasta México, pasando por la arriesgada travesía del Darién, donde unos pocos murieron en el intento. Todo ello para luego enfrentarse, entre otras cosas, a políticas de “contención” migratorias, a la xenofobia, la discriminación o el racismo, esto último sobre todo en el caso de los haitianos y africanos. 

El equipo de Desinformémonos visitó varios lugares donde permanecen los cientos de menores de edad haitianos (gran parte de los que llegaron en septiembre de este año), en espera de que sus familias sean atendidas, encerrados en albergues, vecindarios y refugios de una ciudad hostil para ellos como Ciudad de México, donde son los últimos de los últimos. Sin embargo, este ya es su país de destino. No quieren pasar al otro lado.

El gobierno de López Obrador no ha tenido ningún gesto por el momento hacia estas familias, según indican todas las personas implicadas en la ayuda, así como las propias madres, padres y niños afectados. 

Más al norte, las imágenes que les esperan son como las de la guardia fronteriza de Texas, el pasado mes de septiembre, montada a caballo y amenazando con sus riendas a los migrantes.

Dichas imágenes ruborizaron a la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki. Sin embargo, el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, las justificó advirtiendo a los migrantes que, si tenían intención de entrar de manera irregular a Estados Unidos, debían saber “que estaban arriesgando sus vidas”. A los pocos días, Estados Unidos y Cuba se dieron a la tarea conjunta de deportar a cientos de familias a Haití. Ya no queda un lugar ni un paso seguro en el mundo para quienes tengan que salir de su país en busca de una vida mejor para sí mismos o para sus hijos. 

Gloria Muñoz, periodista mexicana, se encontró para este especial con Paul, un pequeño haitiano, varado en Ciudad de México.  Cuando le preguntó de dónde era, el niño le respondió espontáneamente: “Soy del viaje”.

Uno de las peores consecuencias de la migración forzosa de estos “niños del viaje” es que su vida y su tiempo se suspenden fuera de la escuela, lo que contribuiría a combatir la desigualdad, que es clave para tratar de integrar a los menores de edad migrantes y sus familias en los países de acogida. Se trata de un presupuesto que hay que afirmar con cautela, porque como dice María Olave, experta en migración y trabajo infantil, la escuela también puede ser un factor de exclusión si no se trabaja con toda la comunidad educativa en la percepción de un “nosotros” frente a la de los “otros”.

Las respuestas nacionales son aún muy débiles, puesto que los países no estaban ni acostumbrados ni preparados para estas cifras de población migrante, refugiada o solicitante de asilo. Los sistemas que tramitan las solicitudes no cuentan con todos los recursos necesarios para responder a tiempo. Y la situación de informalidad tampoco ayuda a un monitoreo periódico y regular. A nivel regional, la respuesta es aún mucho más débil. Sólo unos pocos países están adoptando medidas realistas, bajo la aceptación de que se trata de un fenómeno que “ha venido para quedarse”.  Es el caso de Colombia y sus medidas temporales para regularizar a más de un millón de venezolanos en su territorio que, en muchos casos han llegado con toda su familia. 

Pese a todo, sigue siendo difícil entender las trabas burocráticas que las autoridades colombianas imponen a las familias venezolanas migrantes para la escolarización de sus hijos, forzándolos así a que recorran las calles de Bogotá o la Guajira, como pudimos constatar en este especial con las periodistas de la revista Semana que estuvieron con ellos en las calles. 

Costa Rica, al igual que México, ha asumido un doble rol de tránsito, refugio temporal y “contención” de la migración, en línea con las políticas norteamericanas. En el país centroamericano, los flujos van de sur a norte, pero también de norte a sur, como en el caso de los nicaragüenses que, a partir de 2018 han aumentado, por culpa de la crisis y represión del régimen de Ortega, como constatan las fuentes que consultó la revista Universidad de Costa Rica. 

Llegar a Costa Rica desde el sur, por tierra, es uno de los hitos del camino porque ello supone cruzar la peligrosa selva del Darién. El pasado 11 de octubre UNICEF dio a conocer el triste récord de que 2021 ha sido el año en el que la selva del Darién ha visto cruzar más niños a pie: casi 19 mil. Y la mitad de ellos tenían menos de cinco años. 

 “Cada niño y niña que cruza la selva es un superviviente”, declaró Jean Gough, directora regional de UNICEF para América Latina y el Caribe. “En lo que va de año, se han encontrado al menos a cinco pequeños muertos allí. Nunca antes nuestros equipos sobre el terreno habían visto a tantos niños y niñas cruzando el Darién, a menudo sin compañía”.

Según Fe y Alegría, una organización que trabaja principalmente en educación en América Latina, ya en 2019, se había registrado un aumento del 68% de niños no acompañados que huyen de Centroamérica, a causa de la violencia y la persecución.

En el primer informe conjunto, que publicaron este 2021 la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y UNICEF, se revela que, tras años de un progresivo descenso en el número global de niños que trabajan (de 2016 a 2020), la tendencia volvió al alza, llegando hasta los 160 millones de niños en todo el mundo. Las estimaciones alertan de que, a finales de 2022, aún crecerá la cifra en más de 8 millones de niñas y niños trabajando, más de la mitad con entre 5 y 11 años de edad. Más del 50% del trabajo infantil se hace fuera del ámbito familiar.

En América Latina, según el informe, hay 8.2 millones de niños trabajando. Sin embargo, desde 2016, se observó un descenso notable de 2.3 millones. Eso acercó el sueño de que América se convirtiese en la primera región en eliminar el trabajo infantil en 2025, estimulando así los objetivos de 2030 para todo el mundo. Pero la COVID-19, el cierre de escuelas y la migración forzosa han hecho que ese horizonte parezca hoy más lejano.

“Dado que muchas escuelas siguen cerradas y que las familias empobrecidas en situación de confinamiento han perdido ingresos durante meses y meses, estamos viendo que más niñas y niños abandonan la escuela y se incorporan al trabajo infantil”, advirtió la directora regional de UNICEF.

Hay indicios que muestran que la mayoría de niños migrantes ya trabajaban en sus países de origen, pero las imágenes y datos nos muestran una realidad que desborda enfoques tradicionales como desborda fronteras. El verdadero problema quizá esté ahí, en las fronteras de todo tipo a los derechos básicos de los niños. Antes no era tan frecuente verlos, sino que eran sus mayores los se aventuraban primero y luego, si les iba bien, trataban de llevarlos con ellos. 

Los menores de edad que vemos en este especial de Otras Miradas, venezolanos en Colombia y haitianos en México, a su corta edad, ya han vivido varias vidas de viaje. Sin escuela, sin futuro, a punto ya de perder su infancia, aún aguardan respuestas de los países donde permanecen en una especie de limbo. Que un pequeño o pequeña se lance a estas odiseas repletas de peligro, solos o en compañía de sus familias nos estalla en la cara a todas nosotras, como periodistas, como ciudadanas, como sociedad.

Y el estallido exige una respuesta urgente, empezando porque las familias puedan asentarse y regularizarse, pues a mayor vulnerabilidad e informalidad de los medios de vida de la familia, mayor es la del niño. La respuesta pasa finalmente porque los niños dejen de trabajar en las calles y asistan al colegio con la confianza de sentirse parte de algo que no es una casa ni un país, ni siquiera la solución de todo, pero al menos es una posibilidad de vivir, dormir y soñar con un lugar seguro. 

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