Texto: Sol Lauría - Concolón Fotos y video: Tova Katzman Una mañana de mayo de 2008, los vecinos de un paraíso olvidado llamado Pedro González escucharon algo insólito: los portales …
Texto: Sol Lauría – Concolón
Fotos y video: Tova Katzman
Una mañana de mayo de 2008, los vecinos de un paraíso olvidado llamado Pedro González escucharon algo insólito: los portales en los que pasaban el rato, la plaza en la que jugaban, la iglesia en la que rezaban, la tierra en la que sembraban, los bosques en los que cazaban y hasta el mar en el que pescaban tenían un dueño. Y no era ninguno de ellos.
El Grupo Eleta, de una de las familias más ricas del país, llegó a la isla del mar más esmeralda con un título de propiedad dudoso que indicaba que todo —el piso sobre el que levantaron sus casas, las orillas en las que anclaban sus barcas, la arena en la que los niños corrían— era suyo desde 1971. Ahora, 37 años después, iban a tomar posesión para la construcción de un megaproyecto de lujo.
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Pedro González es una isla en el archipiélago Las Perlas, situada en el golfo de Panamá y a menos de una hora de la capital.
Habitada desde hace miles de años, durante gran parte del siglo XX los pobladores estuvieron divididos en tres asentamientos hasta que en los años cuarenta, para que sus hijos recibieran educación, crearon una asociación con representantes de cada grupo, consiguieron un maestro, levantaron la escuela y fundaron una nueva comunidad: El Cocal. En 1984 fue declarado corregimiento, con su representante, su corregidor y una junta comunal.
Hoy sigue siendo un rincón sin carros, pero tiene plaza, centro de salud, una seguidilla de casas de cemento de colores vibrantes en cuyos portales siempre hay alguien descamando un pescado. No hay médicos, pero desde que la empresa llegó hay una decena de agentes divididos en dos destacamentos policiales. Antes solo había uno.
—La vida aquí era bien, bien bella, tranquila y feliz. Aquí andábamos libremente y podíamos caminar, montear, sembrar, pescar. Pero ahora es un problema —dice Adriano Lasso, un gonzaleño moreno y fibroso de 65 años que se pone nervioso cuando tiene que dar entrevistas, pero es capaz de frentear a una retroexcavadora en marcha para defender el terreno que habita.
Son las 9 de la mañana de un día de diciembre de 2020, el sol es una lumbre suave y Adriano avanza con esa forma de andar que solo se articula en los hombres con una vida de ir y venir por estos senderos a sembrar: los hombros relajados, los brazos pegados al cuerpo, la vista en cualquier lado. Vamos a Don Bernardo, la playa pública donde creció y que quedó dentro de los límites de propiedad de la empresa.
—Me crié en Don Bernardo porque allá vivían mi abuela y mi bisabuela y mi tatarabuela —dice—. Cuando salíamos de la escuela los viernes en la tarde, todos nos íbamos por este mismo camino para allá.
Don Bernardo es una referencia fija para los gonzaleños. Como esa rutina de fin de semana o como el centro de las celebraciones o como indicación de lugar de las fincas que labraban, aparece una y otra vez convertida en símbolo omnipresente de querencia y de despojo. Para llegar, hay que tomar la calle principal del pueblo, luego el antiguo camino real durante una hora, atravesar los campitos y sortear una cerca detrás de la cual están la arena brillosa y el mar.
Hacerlo no sería complicado si el antiguo camino real ahora no fuese de la empresa y si, custodiando la entrada a sus predios privados, no hubiesen plantado un puesto de guardia de la fuerza aeronaval al que estamos por llegar. Hay dos oficiales con uniformes camuflados debajo de un toldo sostenido por palos. Uno de ellos saluda a Adriano, le pregunta qué hace, él contesta que iremos a la playa para hacer unas fotos y regresamos rapidito. El guardia dice claro, cómo no, vayan tranquilos. Y vamos tranquilos, pero a los pocos metros una 4×4 avanza hacia nosotros: es la seguridad de la empresa que ya no nos dejará seguir.
—No pueden pasar por aquí. Esto es propiedad privada.
El grito reverbera entre el ruido de taladros y excavadoras que trabajan en los bordes. Le explicamos lo mismo que al oficial público: somos periodistas, vamos a la playa rapidito y volvemos. No hay caso. Preguntamos entonces por qué camino podemos llegar. Dice que no hay camino, que no se puede. Enseguida, lanza una advertencia.
—Estamos en cuarentena y ahí na más le digo que se va a buscar problemas.
—¿Con quién?
—Con las autoridades.
—Las autoridades nos autorizaron.
—Ya no. Estoy yendo a hablar con él ahora, así que ya no.
Desde el 2008, cuando la empresa tomó posesión de la isla con pueblo incluido para el desarrollo turístico-inmobiliario, en el paraíso olvidado de vida feliz las cosas son así. Si los habitantes protestaban porque agrimensores avanzaban con mediciones sobre sus fincas, agentes de la fuerza pública los corrían. Si pedían explicaciones porque desbarataban sus sembrados, efectivos de la aeronaval disparaban perdigones y acordonaban el pueblo para que nadie circulara. Si reclamaban porque uno de los vecinos recibía una descarga de una cerca que la empresa había electrificado, los mandaban presos a las cárceles más temerarias del país.
Ahora ya no los reprimen, pero si la empresa dice que no usen el camino que usaron toda la vida para ir a la playa a la que fueron toda la vida, no pueden hacerlo. No pueden ir aunque la Constitución diga que las playas, el mar y las tierras de uso común, como el antiguo camino real, son espacios públicos y pertenecen a todos los panameños. Aunque la autoridad diga que sí, que pasen, que lo hagan sin meterse al mar porque hay cuarentena, llegará el vigilante y no habrá caso: gritará que no, escupirá que es propiedad privada, toreará que así son las leyes aquí. Y entonces la autoridad dirá lo mismo: que aquí rige la ley de la empresa.
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Las Perlas es un archipiélago de 250 islas e islotes y 4500 habitantes sobre el Pacífico panameño.
Si se llama así es porque cuando los españoles llegaron en 1814, además de indígenas, sus cultivos y canoas, vieron las perlas más grandes y finas que jamás habían visto. “Mayores que una haba, y a veces más que una aceituna, y tales que Cleopatra habría podido codiciarlas”, escribió el cronista de indias Pedro Mártir de Anglería a principios del siglo XVI. Rápida de reflejos, la Corona española ordenó sacar todas las perlas posibles y enviarlas de inmediato al Viejo Mundo. Para cumplir la orden, los conquistadores sometieron a los locales a jornadas de buceo tan imposibles que no aguantaron, así que trajeron esclavos negros desde África. Esa gula castiza imprimió para siempre una denominación —Las Perlas—, la demografía —una población afrodescendiente— y el impulso extractivista.
Cuando la Colonia terminó y el país se unió a la Gran Colombia, el negocio de las perlas pasó a empresarios particulares, la mayoría ingleses y norteamericanos, y algunos locales, que sumaron un producto más: las conchas o madreperla. A partir de 1903, cuando Estados Unidos tomó Panamá para construir el Canal, ya casi no quedaron perlas, así que la élite local extrajo langostas y conchuelas, hasta agotarlas. Delegada por los gringos del comercio, encontró refugio en nuevos lucros: la acaparación de tierras, la acción política y el turismo.
Era la década de los cincuenta. En vez de cambio climático o gobernanza participativa, organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo y Naciones Unidas hablaban de modernización y de las posibilidades infinitas del turismo para el crecimiento de países pobres. En Panamá, tras ejecutar un golpe en 1968, un caudillo llamado Omar Torrijos prometió recuperar el Canal de Panamá para los panameños, generar empleos y despegar la economía. Entonces el turismo comenzó a verse como un motor de desarrollo: vendrían más inversiones y más puestos de trabajo, mejores escuelas y hospitales, lujosos restaurantes y cadenas de hoteles. Elaboraron planes que lo facilitaron y, con los años, harían entrar al país en los ránkings mundiales.
Por entonces, un político y empresario llamado Gabriel Lewis Galindo entendió el potencial de Las Perlas. Había conocido por accidente una de sus islas, Contadora, y en un santiamén la convirtió en un oasis de millonarios moteado con residencias suntuosas. Amigo íntimo y embajador clave de Torrijos en Estados Unidos, Lewis Galindo consiguió que el gobierno se la vendiera y, después, facilitara la apertura del primer hotel de lujo del archipiélago. Las casas de Lewis Galindo fueron búnker para la diplomacia internacional de la recuperación del Canal y refugio del Sha de Irán. La isla sería el rincón donde los gobiernos de México, Colombia, Venezuela y Panamá fogonearon la paz centroamericana con el Grupo de Contadora en los años ochenta.
A partir de ahí, la avalancha.
A las islas del Rey, Chapera, Saboga, Viveros llegaron decenas de proyectos turístico-residenciales con nombres como Pearl of the Pacific Resort and Spa, La Perla Resort and Marina o Saboga Island Paradise Resort. Con más o menos palabras, promocionaban un paraíso deshabitado con atributos como la lejanía, la soledad yuna naturaleza prístina, sin mencionar jamás a las poblaciones locales. Solo entre diciembre de 2006 y abril de 2008 —y aún después de que el archipiélago fuera declarado zona especial de manejo marino-costero por ley en 2007—, la Autoridad Nacional del Ambiente aprobó los estudios de impacto ambiental para ocho proyectos y el Ministerio de Comercio e Industrias dio el visto bueno a cuatro concesiones para la extracción de arena submarina.
El archipiélago es notable por su biodiversidad y es único por contener las siete especies de mangle registradas en el país y una riqueza de corales más alta que en los arrecifes de coral típicos del Pacífico panameño. La voracidad los ponía en riesgo y empujó al Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales, uno de los centros de investigación científica más prestigiosos de América Latina, y al Centro de Incidencia Ambiental, a pedir al Estado una tregua por la sobreexplotación sin pudor de los ecosistemas.
“La zona costera se desarrolla para el turismo sin tomar en cuenta ni siquiera playas de anidación o arrecifes coralinos —dijo por entonces el biólogo marino Héctor Guzmán, autor de más de 200 publicaciones científicas sobre corales, peces, manatíes, ballenas, manglares, aves marinas, tiburones y tortugas—. Es un claro suicidio ecológico”.
Desde la extracción de perlas, pasando por el turismo, hasta el cada vez más potente negocio inmobiliario, quienes manejaron los destinos de las islas siempre fueron hombres, blancos y urbanos que nunca encararon —ni encaran— los proyectos involucrando a los locales. Desconocen, en definitiva, cómo son: personas para quienes el monte, el mar y todo-lo-demás es un espacio y un medio de vida, no una oportunidad de negocio. Las islas siempre aparecen como ese ‘paraíso por descubrir’ del que extraían —y extraen— una ganancia económica a distancia.
Uno de ellos fue otro amigo de Torrijos: el empresario, fundador de medios y político, Fernando Eleta Almarán. En 1971, tras haber sido ministro de Economía y canciller sin siquiera cumplir los 50 años, Eleta Almarán compró por 40 mil dólares una isla en la que cabrían cinco estadios de fútbol, con todo su inventario: 14 playas, isletas, 46 especies de árboles y 65 de aves, bosques, dos lagunas y siete quebradas, manglares, siete clases de tortugas marinas y 83 de peces, cascadas, 12 tipos de coral y, asociadas a ellos, tres de esponjas y 88 de peces como tiburones, rayas y el atún de aleta amarilla, acantilados, 35 localidades y 45 hallazgos arqueológicos, cuencas, un corregimiento, una plaza pública, una cancha de fútbol, calles pavimentadas y más de 300 habitantes con sus fincas, sus cultivos, sus 133 viviendas y 26 botes incluidos.
Era Pedro González.
Exponentes del poder en Panamá, los Eleta siempre ocuparon lugares clave en la política, los gremios empresariales y los medios. La mayor de sus cinco hijos, Mercedes ‘Baty’ Eleta, fue presidenta de la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresa, así como de varias fundaciones sin fines de lucro. Aunque la revista Forbes la eligió como una de las mujeres más influyentes de América Central en 2018, Baty es más recordada por la frase que lanzó en un programa televisivo en 2020 donde debatía sobre la escasez de agua: “¿El agua es gratis? ¿Tenemos el derecho humano del agua? Perfecto, anda al río y búscala”.
El 27 de abril de 1973, la familia Eleta creó Pedro González S. A., la sociedad a nombre de la cual registraron la isla y en la que ahora figuran dos de los hijos de Baty. Uno de ellos es Guillermo de Saint Malo.
Guillermo es un empresario de 47 años con aspecto de galán de telenovela. Actualmente es la cabeza del Grupo Eleta, el fondo de inversión familiar con intereses en telecomunicaciones, energía, proyectos inmobiliarios, agroindustria y cría de caballos. Primo hermano de quien fuera vicepresidenta y canciller desde 2014 hasta 2019, Isabel de Saint Malo, también tiene aspiraciones políticas y lazos familiares con el presidente durante el mismo período, Juan Carlos Varela. Miembro del partido de gobierno, el Revolucionario Democrático (PRD), cuando hace unos años medía las posibilidades de lanzarse él mismo a la presidencia, Saint Malo se definió a sí mismo como “un panameño más” preocupado por vivir en “un país rico con mucha gente pobre”.
En 2008, Guillermo se asoció con un fondo de inversión inglés y el pueblo olvidado de vida feliz pasó de Pedro González S. A. a manos de Pearl Island Limited S. A., para convertirse en el megaproyecto turístico-residencial que ocupará la mitad noreste de la isla. Cuatro años después, para levantar residencias y hotel, sumaron a otro poderoso socio más: el exministro de economía, empresario y banquero Alberto Vallarino, que ya manejaba proyectos inmobiliarios sobre el Pacífico y otro cuestionado por el impacto sobre un humedal en la bahía de Panamá. Más adelante, en 2017, el fondo inglés vendería su parte por 29 millones de dólares a Grivalia Hospitality, una sociedad de servicios financieros registrada en Luxemburgo como subsidiaria de una empresa griega de inversión inmobiliaria llamada Grivalia Properties REIC.
“Un auténtico destino privado esperando a ser descubierto”, fue el mensaje con el que empezaron a promocionar Pearl Island en 2015 en el sitio web del proyecto.
En mayo de 2008, Guillermo de Saint Malo Eleta desembarcó en la isla para contarles a los habitantes que a partir de ahora ya no se llamaba Pedro González sino Pearl Island. Y que ellos, los Eleta, eran los dueños.
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—De repente vino esa sorpresa. Digo wow, ¿pero esto cómo es? —pregunta Alejandro Jiménez—. No ombe, si esta isla es mía, esta tierra la trabajaban mis abuelos y usted no puede venir así.
Al inicio de la tarde de un lunes de diciembre de 2020, Alejandro Jiménez domina el frente de su casa sentado en el portal con una remera con el logo de Pearl Island. Descendiente de uno de los hombres que organizó los tres asentamientos antiguos en El Cocal y representante él mismo del pueblo en 2008, recuerda el momento del desembarco de los Eleta en la isla igual que cualquiera aquí: con espanto.
“De la noche a la mañana aparecieron ellos aquí, que ellos eran los dueños, y uno se quedó así, ve”, dice Icelka Mejía, una mujer morena y rotunda de 47 años que, después de decirlo, abrió los ojos con la cara llena de sorpresa. “Nosotros estábamos pajareando y cogiendo arroz, verduras, toda la vida aquí y ellos diciendo que son los dueños, ¿por qué no aparecieron cuando mi tatarabuela vivía aquí? ”, dice Eloísa Santimateo, la voz enredada entre el cacareo de los gallos.
Cómo puede ser, cómo así, es el pregón del pueblo.
¿Cómo puede ser si ellos están en el pueblo desde hace cientos de años y nunca nadie apareció antes? ¿Cómo puede ser si sus abuelas, bisabuelas, tatarabuelas, nacieron y crecieron aquí y aquí construyeron sus casas, sus familias, la vida? ¿Cómo puede ser si ahí al ladito de Don Bernardo estuvo la más antigua de las comunidades y sus abuelos cultivaban las fincas que les heredaron sin necesidad de ningún papel porque con la palabra alcanza? ¿Cómo así, si fue la organización del pueblo la que perfiló las zonas de la isla, sus usos y costumbres, los nombres de las playas, los hombres que los representarían y las maneras amables con la naturaleza?
—Y ellos no, que usté no sabe —dice Alejandro—. Que la isla era de unos tal Pliset en el año del ñaupa, que una gringa lo vendió a un grupo de los Eleta y fue así pin pan dambo. Ya la cosa estaba registrada, todo resuelto y el gobierno no se quiso meter en nada pues. Te dejan así pues…. Digo, es un trauma.
Para diseñar el proyecto, la empresa organizó varios talleres en la ciudad de Panamá a los que invitó a expertos en ingeniería, arquitectura y ciencia para que opinaran sobre los planes, en abril de 2007. El borrador lo mostraron inmediatamente a autoridades y promotores inmobiliarios, pero al pueblo solo lo acercaron un año después —el 17 de mayo de 2008— para presentarlo en un foro público de una hora al que asistieron 33 personas. Alejandro estuvo como representante, el cargo que ocupaba entonces.
—Tú no estás moviendo tus papeles y moviendo tantas cosas y presentando y pensando en registrar nada porque son cosas que te quitan tiempo cuando tú lo que estás pensando es en tu mata de yuca —dice Alejandro, sin rastros de enojo—. Y bueno pues, ¿qué vas a hacer?
Más por resignación que por conveniencia, Alejandro terminó aceptando un trabajo en el proyecto para hacer lo que ya hacía desde hacía siglos: desmalezar el monte, plantar. En un lugar donde la mitad de la gente se dedica a la pesca y la otra a la agricultura de subsistencia, donde para ver al alcalde hay que viajar en bote al menos 45 minutos, donde no hay ni una oficina de seguridad social, ni un solo representante de la Fiscalía o la Defensoría, ni una instancia de mediación, donde casi nadie conseguía reunir más de 300 dólares al mes, la posibilidad de pelear —de presentar una queja, contratar abogados, viajar a la capital para trámites— era una quimera. Además, la empresa prometía capacitarlos para puestos bien remunerados y, más importante todavía, atender sus pedidos y dejarlos sembrar en sus fincas, zambullirse en el mar de sus playas, caminar sus caminos.
Al principio, parecía cumplir su promesa.
“El objetivo del proyecto es la construcción y operación de un proyecto turístico residencial de lujo, desarrollado en armonía con el ambiente natural y la población existente de esa isla”, decía el Estudio de Impacto Ambiental presentado por Pearl Island al Ministerio de Ambiente el 21 de noviembre de 2008. Para hacerlo, contrató a personas del pueblo para lo mismo que Alejandro —desmalezar, limpiar— y a oenegés para organizar juegos para los niños, clases de inglés para recibir a los turistas que llegarían y hasta montaron una casita para esas actividades. También consultó a científicos renombrados como el biólogo del Smithsonian, Héctor Guzmán, y hasta les hizo caso en algunas cosas: dejó de lado la construcción de un campo de golf por los daños que ocasionaría.
Mientras, avanzaban con el dragado y la construcción de los únicos edificios que se ven ahora —apartamentos, residencias—. Entonces llegó lo peor, según cuentan algunos lugareños: cubrieron la fuente de agua del pueblo con una pista de aterrizaje y cercaron los predios donde ellos sembraban. El proyecto no iba ni por la mitad, cuando muchos vecinos entendieron que los empleos eran pocos y malos, que los daños eran muchos y que su tierra estaba siendo expropiada.
—Era un despojo territorial —dice Adriano Lasso, el gonzaleño moreno y fibroso de 65 años—. Yo puedo no haber estudiado tanto como ellos, pero entiendo mis derechos.
El despojo al inicio se concretó con amabilidad blanda para evitar conflictos. Al poco tiempo, cuando gran parte del pueblo entendió que el tuntún de los tamboritos aplacaba el ruido de las retroexcavadoras que avanzaban sobre los terrenos que la empresa prometía respetar, llegaron los abusos.
En diciembre de 2009, cuando unos agrimensores medían sus fincas, parte de los lugareños exigió explicaciones. El capataz de la empresa pidió efectivos en la base militar de una isla vecina: llegaron ocho hombres armados, con pasamontañas y metralletas, según publicó La Prensa.
En julio de 2010, la empresa determinó los límites de El Cocal, donó al municipio nueve hectáreas y media y dispuso cinco para los isleños interesados en cultivar. Los pobladores otra vez quedaron espantados: ¿cómo así que la empresa va a “donar” tierras públicas? ¿Cómo así si nosotros tenemos mucho más de fincas? ¿Quieren encerrarnos en el pueblo? Nadie escuchó.
Luego, motosierras avanzaron sobre los plátanos, los mangos, los aguacates de Martha Millor y Fidelina Murillo. Llegaron con policías de la aeronaval. Ellas recuerdan que corrieron a impedirlo parándose frente a las máquinas. La policía les cayó encima, apuntándoles con armas, y las sujetó.
En enero de 2013 detuvieron a seis moradores por trabajar tierras ubicadas fuera de los límites demarcados para el pueblo.
En noviembre de 2014, cuando los vecinos fueron a protestar al campamento de la empresa porque habían destrozado la finca de otro morador local, una columna de aeronavales armados y protegidos con escudos avanzó sobre ellos y disparó perdigones. A Adán Toker lo arrastraron sobre las piedras, lo pusieron boca abajo, le pegaron con machete y lo subieron a una lancha para sacarlo del lugar. Alguien grabó la escena con una cámara de celular y subió el video a youtube: Toker —45 años, pescador— intenta forcejear, cuatro policías lo sujetan y rocían gas pimienta en la cara de una mujer que pretendía ayudarlo.
—Aquí en Panamá el gobierno no manda. Mandan los millonarios —dice Adán una tarde de diciembre de 2020—. La aeronaval en sí trabaja pa’ la empresa.
Para preservar los terrenos o resolver los conflictos, la política de la empresa siempre fue esa: agentes del Servicio Aeronaval, que en teoría protegen a todos los panameños, con cascos, escudos antimotines, garrotes y escopetas.
Por todo eso Adriano Lasso, Adán Toker y una treintena más fundaron una agrupación para defender lo que consideraban suyo desde siempre, por derecho posesorio: el Comité Pro Defensa de la Isla Pedro González. Lo peor estaba por venir.
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La tarde en que la cerca electrificada lo disparó, Ángel Lasso había sembrado yuca con Lincoln Ledesma, el amigo con quien cada día caminaba porque sus tierras eran vecinas. Fue el jueves 16 de junio de 2016 y terminó en el hospital a varios kilómetros de su casa. Cuatro años después, un sábado de diciembre de 2020, Lincoln está parado en el mismo lugar, al borde de la pista de aterrizaje del aeropuerto, rodeado de una vista inverosímil: la inmensidad azul de un mar sin orillas, solo interrumpida por la potencia verde de otras islas, que se funde en el horizonte con un cielo que podrías tocar.
—Él pasó por debajo de la cerca —dice Lincoln, agachando con agilidad el cuerpo macizo de 63 años entrenado por el trabajo—. El alambre estaba tan bajito que él siempre lo tocó. La corriente le pegó y lo botó como unos dos metros.
Lasso —65 años, diabético— quedó mareado. No podía pararse ni sostenerse, menos caminar. Lincoln lo alzó como pudo y lo llevó a rastras. Al llegar al pueblo, los vecinos corrieron a buscar gasolina y lo montaron en una panga para buscar atención médica en la isla vecina de San Miguel. Intentaron nivelarle el azúcar, conectándolo con suero, y a las tres horas lo despacharon. De nuevo en Pedro González, volvió a sentirse mal.
—Llegamos aquí al pueblo y el señor no respondía —dice Icelka Mejía, la mujer morena y rotunda que lo acompañó al centro médico, sentada en el portal de su casa—. Inconsciente que no reaccionaba, así que otra vez pa’ la isla a ver al doctor.
Volvieron a la isla vecina donde el médico que, a las pocas horas, lo despachó. Pero no había caso: Ángel seguía mal. Había que llevarlo a Ciudad de Panamá. Era casi medianoche y no podían hacer más nada. Icelka cuenta que al día siguiente fueron a pedir a la empresa que ayudara, pero no hubo caso: nadie respondía. Empezaron a protestar.
Y ahí, la secuencia de terror: llegó la aeronaval. Hubo disparos, heridos, más traslados en panga para atención médica. Uno de ellos, Francisco Sosa, terminó en el hospital de la capital. A Ángel Lasso las secuelas lo acompañaron hasta que murió de un infarto dos años después.
Tras ese jueves trágico y durante varios meses, la isla permaneció cercada por mar y tierra con cientos de unidades policiales. La empresa dijo que le dañaron un tractor, que le ocasionaron pérdidas materiales por más de 400 mil dólares y presentó una denuncia penal para que la justicia investigara. El Ministerio Público escuchó a dos testigos protegidos y, sin citar a los locales para conocer su versión, lanzó una orden de captura contra 37 habitantes de Pedro González: más de la cantidad de locales que la empresa había convocado para presentar en público su proyecto en mayo de 2008. Todos eran integrantes o tenían relaciones con el Comité. A partir de ese momento, cada vez que alguno pisaba Ciudad de Panamá lo esperaba la cárcel.
A Adriano Lasso lo fueron a buscar tres detectives de la Dirección Nacional de Investigación Judicial a su casa, en un barrio en los márgenes de Ciudad de Panamá, el día que regresó de la isla. “Eran siete carros esperando a un solo hombre. Cualquiera diría que yo era un criminal, un narcotraficante peligroso y yo aquí ante Dios le digo: nunca he tocado nada de ellos. Yo lo único que digo es que ellos son ladrones de tierra”, dice. Estuvo tres meses en el peor pabellón de la peor cárcel del país, La Joya, sin enfrentar un juicio. Pidiendo, la familia logró reunir lo suficiente para pagar un abogado y salió con medida cautelar.
Romel Toker —47 años, pescador— llegó al mismo calabozo un poco después, en octubre de 2016. Había viajado a la ciudad en lancha para vender pargo en el mercado de mariscos. Lo esperaban cuatro guardias vestidos de civil. No alcanzó ni a dejarle el pescado al comprador. “Fue muy feo. Había presos que se mordían las partes de su cuerpo, otros se apuñalaban todos los días… Muy feo, y uno sin haber hecho nada. Muy feo”, dice.
Y así.
Edmundo González — agricultor, ebanistero— intentó entrar en un centro comercial de una ciudad satélite de la capital, La Chorrera, cuando unos policías le pidieron la cédula. Lo llevaron durante un mes a otra cárcel de miedo: El Renacer. “Fue una cosa bien triste. El calabozo se mojaba, el agua se metía por el piso —dice—. Nada más había tres camarotes ahí y éramos cinco. Teníamos que dormir en el suelo”.
A Lisandro Jimenez —50 años, representante suplente del corregimiento— lo agarraron en un viaje para buscar comida y gasolina. Unidades de la aeronaval lo detuvieron en el puerto, lo llevaron a un cuartel en el centro de la capital y lo mantuvieron en un cuartito ínfimo por diez días. Fue en noviembre de 2016, justo para fiestas patrias. “Desde mi celda escuchaba los tambores de los desfiles”, dice.
Y así.
Al hijo de Romel, también llamado Romel, 27 años, lo agarraron entre cinco guardias mientras trabajaba en Pedro González. Gas pimienta, esposas y calabozo en otra isla del archipiélago.
Entre los demás del pueblo, hubo alarma. Sin juicio, sin defensa posible, decidieron encerrarse en sus casas.
—Teníamos isla por cárcel —dice Lisandro Jiménez—. Y aquí seguimos, presos en nuestra propia casa.
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El aeropuerto es uno de los puntos en el tour por las ruinas de la isla, donde todo es un vestigio de algo que era. El camino real por el que puedes llegar hasta aquí era finito y cubierto por las hojas de los árboles, ahora es ancho, con ripio y atestado por el sol. La pista de aterrizaje era un cerro que drenaba el agua, ahora es la línea aplanada con pavimento que Lisandro Jiménez pisa.
—Ahora ninguna de las tres quebradas ya casi tienen agua —dice Lisandro, los ojos rojos de furia o de cansancio—. Quedaron llenas de lodo por el sedimento.
Había otros aeropuertos en islas cercanas del archipiélago, pero la empresa se empeñó en construir este y esparció un sedimento como una lava negra y aceitosa que tragaba a su paso raíces, arena, lagartos, corales, manglares, el agua que usaban para lavar y que alimentaba las tres quebradas. Esa obra, más los dragados en otra zona de la isla, afecta a las especies marinas, los arrecifes de coral y, por ende, la pesca artesanal: “Hablamos de 44 hectáreas (un área de unos 110 campos de fútbol) de dragado con un volumen de 1,4 a 1,8 millones de metros cúbicos (414 piscinas olímpicas), que generan una gran cantidad de sedimentos sólidos suspendidos y afectación a las especies marinas”, dijo el biólogo Isaías Ramos, del Centro de Incidencia Ambiental.
Eso por ahora: aún queda por levantar la torre de control, la terminal de pasajeros con oficinas de aduana, migraciones y aerolíneas locales. Cuando esté operando, según consigna el Estudio de Impacto Ambiental, el tema será el del ruido y los aviones que afectarán a la colonia de pelícanos y el anidamiento de aves marinas. Será para siempre y será cada vez mayor: el proyecto prevé un aumento de 300 a 6100 habitantes en la isla. Pero Lisandro y sus compañeros del Comité no hablan de eso, hablan de lo que vieron y vivieron.
—En la laguna playa Brava murieron muchos lagartos —dice mientras señala un punto donde solo se distingue el monte.
Cuando eso pasaba —o cuando los sedimentos tapaban arrecifes o las piedras de las playas disminuían porque la empresa las tomaba para alguna obra—, los integrantes del Comité filmaban, levantaban registros y enviaban notas al Ministerio de Ambiente. Nadie respondía. En 2019, el consultor que la empresa había contratado le llamó la atención: había que corregir ciertas cosas. ¿Lo hicieron? No se sabe. Consultada por Concolón, la empresa dijo que ejecutó los planes según lo establecido en el Estudio de Impacto Ambiental y la resolución que lo aprobó. ¿Fue el Ministerio de Ambiente a inspeccionar la obra, como debe hacerlo? Tampoco se sabe: no respondió a las consultas de este medio cuando se le solicitó, tanto por mail como por teléfono, información sobre las inspecciones de evaluación de la obra y copia del expediente del caso.
“En este país hay tan poca información pública que uno nunca sabe”, dice Héctor Guzmán, el especialista del Smithsonian que en 2007 logró, junto a otros referentes, que declararan a Las Perlas área protegida. Lo que sí sabe Guzmán es que los controles no existen: “En el archipiélago Las Perlas no hay ni un solo oficial permanente del Ministerio de Ambiente ni de la Autoridad de los Recursos Acuáticos”. Y eso los promotores también lo saben.
Otras cosas se saben.
En más de un siglo de historia, nunca el Estado había tenido tanta presencia en Pedro González como desde que llegó el Grupo Eleta.
La empresa delimitó el área comunitaria según sus propios criterios: la Autoridad Nacional de Administración de Tierras corrió a otorgar 140 títulos de propiedad a los moradores, según dijeron, con un proceso “libre e informado”. Solicitó avalar su plan de ordenamiento territorial y uso del suelo: la autoridad nacional de vivienda lo aprobó en 2009. En 2015, cuando quiso “impulsar la presencia de los programas sociales” en la isla, el ministro de Desarrollo Social Alcibíades Vásquez Velásquez firmó un convenio con el director del Grupo Eleta, Guillermo de Saint Malo Eleta, para garantizarlo. Luego quiso cumplir la promesa de la luz eléctrica: la autoridad eléctrica, el municipio y el concesionario también corrieron. La empresa quiso cuidar sus terrenos, entonces desembarcaron las fuerzas militares de fronteras, aire y mar, y el alcalde colgó un cartel en el pueblo con la siguiente advertencia: “La Alcaldía Municipal de Balboa tomará las medidas de policía que legalmente procedan ante cualquier invasión, disturbio o manifestación que perjudique, impida o de alguna manera retrase las obras y trabajos de construcción ubicados en predios privados de la isla Pedro González, por parte de cualquier persona ajena a la empresa”.
El Estado estaba —y está—, pero solo para proteger los intereses de la empresa.
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¿Por qué una sola empresa logró quedarse con una isla, avanzar sobre sus playas y el pueblo constituido para alterar su orden comunitario, legal y natural para siempre? Panamá, el tercer país más desigual de la región según el Banco Mundial, es así desde la constitución de la república en 1904: la élite urbana selló un proyecto mercantilista de nación, los empresarios llenan posiciones clave en todos los gobiernos y el Estado es un flaco enjuto, desorientado y desguasado, que parece no tener la menor idea de su papel.
Los ejemplos sobran. Cuando en 2012 el pueblo Ngäbe–Buglé frenó con una protesta el avance de la construcción de una hidroeléctrica sobre los terrenos y ríos comarcales en el occidente del país, el gobierno envió al Servicio Nacional de Fronteras a disparar perdigones y balas que hirieron a decenas y asesinaron a dos. Cuando activistas y defensoras como Yaritza Espinosa Mora marchaban por el territorio nacional en contra la ley que pretendía eliminar las evaluaciones de impacto ambiental para obras “de interés social”, las fuerzas públicas en lugar de custodiarlas, las acechaban, espiaban y empujaban a esconderse para evitar que las detuvieran.
En vez de salvaguardar el medio ambiente y los derechos de las comunidades locales, el Estado privilegió una visión que trajo consigo daño ambiental y humano. A veces, lo promovió directamente.
Durante la presidencia de Martín Torrijos, en 2006, un viceministro de Comercio llamado Manuel José Paredes aprobó la concesión minera Cerro Chorcha para una empresa que él mismo integraba. Luego, en 2009, el gobierno de Ricardo Martinelli otorgó, con la oposición de todo un pueblo y sin el estudio de impacto ambiental aprobado, una licencia minera a la empresa Petaquilla Gold. Su presidente, el empresario y político Ricardo Fifer, luego taló 55 hectáreas que eran refugio de al menos 650 especies de flora y fauna amenazadas. La cuestión siguió con un sinfín de daños ambientales, fallos favorables a la empresa en la justicia y denuncias contra Fifer y el propio Martinelli por la presunta manipulación de acciones usando información confidencial.
En medio —debajo— de eso, millones de personas de los pueblos arrasados por los negocios de pocos.
Conscientes de eso, en 2017 la Red de Derechos Humanos, que nuclea decenas de organizaciones, intentó encontrar una instancia de defensa para los lugareños de Pedro González en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Si en Panamá nadie escuchaba a los defensores, tal vez sí a un organismo internacional con sede en Washington y adscrito a la Organización de Estados Americanos (OEA).
La Red había ido antes a la isla y había escuchado a todos: los moradores, las autoridades, la fuerza pública, la empresa. Después, editó una memoria del saqueo donde sugirió al Estado que revise la legalidad del título de propiedad, el estudio de impacto ambiental, el plan de ordenamiento territorial y los convenios de las entidades públicas con la empresa. “El Estado no puede permitir establecer una gobernanza basada en el poder absoluto de la empresa, desconociendo el poder social comunitario. Por ello, los términos de cualquier negociación deben encontrar en el instituto de la expropiación, el mecanismo de adecuación, estabilidad, paz social y justicia comunitaria”, concluyó.
Para el Grupo Eleta, el informe de 36 páginas está lleno de “aseveraciones falsas y calumniosas”.
En una entrevista por plataforma Zoom el viernes 19 de febrero pasado, la vicepresidenta de asuntos públicos y sostenibilidad, Mercedes Morris, dijo que “para que la comunidad sea beneficiada por el desarrollo, los accionistas tomaron la decisión más sabia, pero la más dura, que fue ‘no vamos a desplazar a las personas’”. “La mayoría quedaron satisfechas”, añadió, con el proceso. Sobre quienes se quejan, Morris dijo que son contados, que vienen “con otra agenda” y que la Red se basó únicamente en su visión para elaborar su informe, a pesar de que este sí incluye incluso una entrevista con el coordinador del proyecto en la isla por parte de la empresa. “La única fuente de información son un grupo de personas que tienen un enfoque particular, que no necesariamente refleja la situación del pueblo. Nuestra respuesta formal la entregamos a la Defensoría del Pueblo y a la Procuraduría”, dijo Morris.
La CIDH, sin embargo, escuchó a los isleños.
La primera audiencia por la criminalización y el acoso judicial a diez defensores de Panamá, entre los que estaba el Comité Pro Defensa de la Isla Pedro González, fue el 17 de marzo de 2017. En Washington, conciso, Adriano Lasso les dijo: “Nosotros tenemos más de 300 años de vivir en la isla y no podemos llegar a nuestras tierras porque ellos nos reprimen”.
La CIDH luego recomendó algo simple: escucha.
Logró que la Fiscalía desistiera del caso penal contra los 37 gonzaleños y una serie de reuniones en la Cancillería, pero no mucho más.
El Grupo Eleta entonces dijo lo que sostuvo en la entrevista con Concolón: que todo el proceso se realizó en el marco de la ley, de acuerdo con el plan de manejo y gestión socioambiental aprobado por las autoridades, que los pobladores tienen acceso a las playas porque son un bien colectivo y, en relación con las denuncias por violaciones de derechos humanos, que presentaron todos los informes a la justicia y la Defensoría del Pueblo en su momento.
Apenas cuatro meses después de la audiencia con la CIDH en Washington, en julio de 2017, el Grupo Eleta inauguró en la isla el inicio de la obra del Ritz Carlton Pearl Island Panamá. Estaban allí los socios, la familia, varios sacerdotes y el propio presidente Juan Carlos Varela, a cuyo gobierno precisamente la máxima instancia de derechos humanos en la región le estaba pidiendo revisar el caso.
Hacia el final del acto, frente al mar, a la arena brillosa y debajo de un sol de película, Varela dijo: “Más que una historia de negocios, es una historia de amor, una historia de compromiso, una historia de fe. Y estoy seguro (de) que esta va a ser una gran historia de éxito”.
No dijo una sola palabra sobre los isleños que hasta ese momento habían vivido allí y que estaban en proceso de ser desalojados para concretar ese éxito empresarial.
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Si bordeas la isla desde el mar más esmeralda del mundo, durante más de una hora la vista será de monte hecho de rocas, cuevas submarinas y árboles como cedros inclinados sobre playas pequeñas entre peñones o abiertas y amplias, rocosas o de piedras donde las iguanas toman sol.
—Aquí hay una cueva de agua con corvinas, ¿tiramos la línea a ver si pica? —dice Adriano Lasso tambaleando en la punta de la lancha, y luego lanza un hilo transparente y tirante que volverá en unos minutos con un pez—. Esa de ahí es punta Mero.
Son las diez de la mañana de un lunes de diciembre, el sol es un loco cegado y vamos a la playa Don Bernardo en panga, como sugirió el guardia de seguridad del Grupo Eleta. Lincoln dirige desde el motor y Adriano repasa los nombres que sus antepasados dieron a las playas, las cuevas, cualquier rincón, todos topónimos vinculados a la naturaleza o alguna característica: la punta es Mero porque está llena de peces mero, las playas son Brava, Chiquita o Blanca, por lo obvio, y las lagunas, especies como Lagarto. Don Bernardo, por un ermitaño que vivía allí y es leyenda en El Cocal.
Cuando llegamos, Adriano y Lincoln caminan sobre el rincón que para ellos es símbolo omnipresente de querencia y de despojo. Avanzan hasta la reja que los separa de los montes donde venían a pasar los fines de semana cuando eran niños, cuentan que allí vivía fulano y más allá cultivaba mengano. A unos metros, se ve avanzar al vigilante de la empresa en medio de un calor de infierno. Después de él, el guardia de la fuerza pública. Esta vez no nos echan, solo nos custodian. Aquí, donde hay kilómetros de arena, manglares y nada que custodiar.
Este rincón donde solían bañarse y construir castillos, donde aprendieron a pescar pargo y, un poco más arriba, a sembrar, en poco tiempo será una secuencia de edificios, cien cabañas con piscina y terraza privada, 42 villas, seis condominios con 80 habitaciones y un club. Ahora no hay nada más que una reja, un vigilante y un cartel que lo anuncia.
La isla olvidada de vida feliz donde la empresa es la ley, pronto dejará de llamarse Pedro González.
Ahora será Pearl Island.