Migraciones
Así se mira el muro desde acá
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En febrero de 2020, semanas antes de que la pandemia del coronavirus se encargara de cancelar los encuentros presenciales, en Tijuana, Baja California, ocurrió el Encuentro transnacional de organizaciones en solidaridad con la comunidad migrante y refugiada, “Géneros, Infancias y Juventudes en movimiento” Melisa Rabanales viajó hasta la frontera como parte del equipo de Ocote. Lo que vio en aquella ciudad del muro inspiró esta crónica.


“Bienvenidos a Tijuana”, dice el piloto, interrumpido por las bocinas. El avión aterriza en una pista rodeada por barrotes monumentales de color cobrizo. No hay asientos vacíos ni existe el distanciamiento social en este vuelo de una de las aerolíneas de bajo costo que viajan desde Ciudad de México. Es febrero y Latinoamérica aún no sabe de pandemias. El piloto reporta 18 grados, un día templado. Él y el muro serán los primeros en recibir a los pasajeros a Baja California.

“Es parte del paisaje”, comenta un tijuanense entre risas en las afueras del aeropuerto. Quizá porque escuchó a Julia, una de las guatemaltecas que venía en el vuelo, explicarle a sus compañeras que aquellas vallas de casi 10 metros de altura eran las que las separaban del gastado sueño americano. El muro ha estado ahí por al menos dos décadas y no entiende de colinas, de vecindarios, de ríos, de familias. Los atraviesa a todos por igual. El muro recuerda que en esta parte del mundo la frontera es muy concreta: es alta, muy alta, con barrotes metálicas. Una cárcel gigante. Entre barras, apenas pasa una mano. A unos cinco metros más allá, del lado norte: otro muro más antiguo y oxidado.

Foto: Melisa Rabanales

Doble contención para quien quiera pasar o traficar mercancías. “Migrantes y droga”, advirtió Trump en algún momento. En el mismo saco, las personas y la cocaína.

El muro que divide a Tijuana de San Diego es solo un fragmento de los más de mil kilómetros de valla que separa México de Estados Unidos. Del lado mexicano, carreteras, casas pequeñas de block y láminas, vecindarios, centros comerciales, bullicio. Del otro lado, desierto, y algún un pick-up de la US Border Patrol que patrulla.

Foto: Melisa Rabanales

En Tijuana ya casi nadie salta el muro (algunos lo han intentado). Los migrantes saben que para atravesar deben ir a otros sitios menos vigilados y más peligrosos. 

***

Es un sábado por la mañana. Hay frío en el Parque de la Amistad, un trozo de playa con la icónica imagen de la cicatriz metálica que se sumerge en el mar.

Foto: Melisa Rabanales

“Parque de la Amistad” porque en los últimos años el gobierno estadounidense ha permitido que familias se encuentren los fines de semana. Viajan de ambos lados de la frontera para reunirse por lapsos de diez minutos con aquellos a quienes no han visto en años.

Antes, los encuentros servían para que las familias pudiesen intercambiar comida o artículos personales, pero, a medida que se fueron endureciendo las leyes migratorias, todo ha cambiado. A las rejas le han puesto otro revestimiento y, ahora, las personas solo alcanzan a unir las yemas de los dedos. Ese beso del meñique es imagen reiterada y silenciosa en los murales que decoran las columnas del lado mexicano.

Foto: Melisa Rabanales

Ese sábado no hubo encuentros ni besos del meñique. Los agentes de migración estadounidenses decidieron suspenderlos. Dijeron que por la lluvia. El bus donde viajaban las asistentes del Encuentro Migrante, alrededor de unas cien mujeres, se estaciona frente al parque, justo donde unas letras gigantes (esas mismas que se repiten hasta la náusea en toda ciudad que se respete) conforman el nombre de Tijuana. “Aquí empieza la patria”,  pinta abajo.

—¿Qué patria? —se pregunta una mujer que se pierde en la multitud.

El muro del lado mexicano es colorido. Un toyón, planta nativa de Tijuana, aún se recupera de la valla que le pasó encima en el pequeño jardín que los comunitarios instalaron al costado del muro. Dicen que antes, el jardín atravesaba los dos lados, pero cuando la nueva construcción se acercó, ese pedacito de vegetación en medio de la playa quedó dividido en dos. La mayoría de plantas que quedaron del lado de allá murieron. Algunos activistas lograron convencer a los agentes estadounidenses para que los dejaran entrar y salvar los toyones y otras flores que aún parecían rescatables. Así fue como lograron restablecer el parquecito de plantas.

El muro es un mural: un hombre besando a su abuela, las banderas de México, un «Viva Nicaragua» y centenares de nombres de migrantes fallecidos grabados en los barrotes. El espacio se ha convertido en el lienzo perfecto para obras de arte. El mural de la hermandad, le han llamado.

Foto: Melisa Rabanales

Un niño de unos siete años se abre paso entre la comitiva de mujeres que observa el perturbador paisaje. Se acerca a uno de los barrotes cercanos al mar. Saca una hoja del bolsillo de su short azul y la deja entre el travesaño. «A tío Tito» dice una caligrafía chueca color verde. El viento amenaza con llevarse la hoja de papel bond, pero el niño está preparado, saca un lazo pequeño de su bolsillo y la ata a la valla. El muro ahora también tiene una carta con un dibujo de Monsters Inc.

Una bandera de Estados Unidos está pintada de cabeza en el muro. En lugar de estrellas, cruces. “Es un símbolo internacional de auxilio”, le dice Robert Vivar a esta comitiva de más de cien mujeres que viajaron para el Encuentro Transnacional de Organizaciones en Solidaridad con la Comunidad Migrante y Refugiada organizado por la Seattle International Foundation y el Fondo Centroamericano de Mujeres (FCAM) para que organizaciones sociales y medios reflexionen y obtengan información sobre el fenómeno de la migración.

Foto: Melisa Rabanales

“Este es en memoria de los veteranos del Ejército norteamericano que han sido deportados”, explica Robert, que hace de guía. Él es uno de los cientos de soldados deportados. Vivar dejó a toda su familia en Estados Unidos, después de la guerra de Afganistán cayó en las drogas y fue deportado. Sin juicio, sin rehabilitación, sin nada. Así volvió.

Vivar no ha sido el único: Yolanda Varona escucha con atención, aunque esta historia se la sabe de memoria. Yolanda viste una blusa rosada que reza The Dreamers’ Moms. Es de la organización que ella misma fundó en Tijuana para dar apoyo a madres, que como ella, han sido deportadas y que han dejado todo en Estados Unidos, sus hijos incluidos. Varona conoce tan bien la frontera que está molesta: alguien ha quitado su cara del mural. Algunas madres la habían pintado hace algunos años, como muestra de agradecimiento. Solo queda su silueta.

Empieza a llover, las olas alcanzan los pies de quienes contemplan la inmensidad de la valla. El muro se alarga hasta hundirse en el mar, se adentra en él sin pedir permiso, lo atraviesa. Un mural de los dreamers combina con el mar, es azul y divide el aquí del allá; la realidad del sueño. La artista mexicana Ana Teresa Fernández quiso borrar el muro, pintándolo como el cielo.

Foto: Melisa Rabanales

El muro no perdona al mar, ni al frío, ni a las miles de vidas y sueños que han quedado de uno y otro lado. La comitiva se va, pero el muro permanece. 


*Esta crónica fue publicada también en versión impresa, en LaRevista Imawiriki de Librería Sophos.

**La autora de esta nota viajó a la frontera por invitación, y con fondos, del Fondo Centroamericano de Mujeres.

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