Crónicas de cuidado y resistencia
La cocina de las Ixtabalán
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En medio de todo el dolor, el drama y la incertidumbre que está dejando la pandemia mundial, algunas personas han logrado encontrar espacios de reflexión, de sanación, de luz. Ixmucané Us nos traslada a la cocina de su mamá y su abuela, a los tés de jengibre y los baños con hierbas. A volver al origen, dice ella. A reencontrarse y conectarse con las mujeres de su familia.


Tiene nombre de abuela maya del maíz, de creadora. Pelo largo, negro obsidiana hasta la cintura y una sonrisa que parece eterna, que le alarga los ojos y le profundiza los hoyuelos.

Ixmucané Us Ixtabalán es maya k’iche’, de La Esperanza, municipio de poco menos de 15 mil habitantes, que colinda con la cabecera de Quetzaltenango.

Tiene tres nombres: Andrea Floridalma Ixmucané (desde la primaria decidió quedarse con Ixmucané, el que siente más cercano) y 26 años, aunque ella misma se ve más pequeña. Quizás porque a los 26, dice, muchas mujeres “ya hicieron muchas cosas” y ella está en su segundo año de universidad.

Estudia Comunicación. Era eso, o Sociología. Lo intentó con Derecho, pero aguantó un año, no era para ella. Le gusta escribir, contar historias. Conocía a pocas mujeres mayas que hicieran Periodismo y eso terminó de impulsarla a elegir la carrera.

A Ixmucané, la entrada de la pandemia de COVID-19 le encontró en un punto de quiebre. Cuando Alejandro Giammattei, presidente de Guatemala, anunciaba en cadena nacional el 13 de marzo el primer contagio que se registraba en el país, Ixmucané viajaba en un autobús de Ciudad de Guatemala a Quetzaltenango.

Volvía de dejar su currículum en una de tantas organizaciones a las que se postuló. Quería ir a la capital a trabajar. En Quetzaltenango ya lo había intentado y no veía muchas oportunidades. Llevaba también una carga que aún mantiene: la exigencia propia de ser productiva. Necesitaba moverse.

Cuando Ixmucané se subió al bus, en la zona 7 de la capital, no había pandemia en Guatemala. Se miraba de reojo a países como México, Costa Rica y Panamá, que empezaban a contar sus primeros casos, con mucha incertidumbre e infinitas dudas de cómo se manejaría una posible crisis sanitaria en un país con un sistema de salud tan precario.

El bus hizo una parada a medio viaje, poco antes de llegar a Los Encuentros, en Sololá, a la altura de un comedor donde la gente se baja para ir al baño, estirar las piernas o tomar un café. Hacía frío, así que Ixmucané pidió un atol de haba y se sentó a beberlo frente al televisor.

En pantalla apareció una imagen de líneas de colores. Blanco, amarillo, azul, verde, lila, rojo. Un cintillo con un mensaje sobreimpreso que se volvería familiar en las noches de los siguientes meses. “Cadena Nacional”. Un incómodo silencio captó la atención de las personas del comedor.

Ixmucané levantó la mirada y segundos después apareció Alejandro Giammattei detrás de un atril de madera. “No hay necesidad de alarmarnos. El día de hoy se presentó lo que no hubiéramos querido que se presentara todavía. El primer caso de coronavirus en el país”, decía con voz calmada.

Regresó al bus con una sensación extraña. Las dudas y la incertidumbre eran ahora más grandes.

Ixmucané llegó a su casa impactada. Entonces vivía con su mamá y su hermano, dos años y nueve meses menor. Todavía no se habían mencionado ninguna de las medidas que se tomarían en las semanas siguientes. La cuarentena, el toque de queda, el cierre de negocios, la mascarilla obligatoria.

No tardaron mucho en decidir que su abuela —que desde que su esposo murió se rotaba en las casas de sus hijos para no estar sola— se integraría al hogar. Las tías de Ixmucané seguirían saliendo a trabajar y tendrían más contacto con otras personas, así que por seguridad, lo más recomendable era que la mujer de 81 años se quedara con ellas.

La madre de Ixmucané tenía —tiene— un pequeño negocio de venta de comida en el que ella colaboraba. Un comedor, en una caseta. Por las restricciones y también por seguridad de la familia, cerraron el local. Aún no lo abren.

Tenían ahorros y con ellos se mantuvieron los siguientes meses. Aun así, Ixmucané notó la falta de ingresos. Le empezaron a pesar los pagos en la universidad. Estudia en una privada, la Universidad Mesoamericana, mitad vocación, mitad obligación: la carrera que quería seguir no la dan en el centro regional de la Universidad de San Carlos (el Cunoc, la pública) y moverse a la capital a estudiar no era algo que entonces pudiera asumir. En el centro de estudios no penalizaron el retraso en los pagos desde que empezó la crisis sanitaria, pero tampoco redujeron las cuotas.

De los trabajos a los que se postuló antes de ese viaje de regreso a Quetzaltenango, cuando la pandemia se veía como algo lejano, no tuvo respuesta. Uno era en el Ministerio de Cultura, pero el Estado dejó de contratar personal. Otros eran en organizaciones, para hacer salidas a campo, tomar fotografías, hacer entrevistas. Al prohibirse los traslados entre departamentos, congelaron las plazas.

Le tocó hacer una pausa, detenerlo todo. Esperar.

Y ahí, en medio del encierro, de los cuidados en casa y el estudio a distancia, en medio de la incertidumbre y la angustia, Ixmucané y las mujeres de su familia lograron un pequeño espacio de calma y de paz.

Su mamá se tomó la falta de empleo casi como unas vacaciones, muy merecidas y muy aplazadas. Descansó de un trabajo “de 24 horas”. De levantarse antes que el sol para cocinar, de sacar la venta, regresar a casa, lavar la montaña de trastos y prepararlo todo de nuevo para el día siguiente. Salió de eso para encontrarse con un respiro, una tregua.

En casa empezaron un huerto. Los abuelos de Ixmucané siempre habían sembrado maíz. A la milpa le añadieron hierbas, repollo, acelga, cebollines. Fue una forma de volver al origen, dice ella, en la que se encontró con varios elementos.

Las infusiones, lo primero. Su abuela y su mamá tomaron los tés de jengibre, de verbena y de hoja de higo como medicación. La miel y el limón como suplemento. “Quizás no haya una investigación que demuestre que las hierbas combaten el coronavirus —cuenta Ixmucané— pero yo soy maya, y para nosotros los tés tienen una importancia”. “Si no te vas a curar, al menos vas a estar más fuerte”, le decía su abuela.

Los remedios naturales terminaron siendo un ritual de sanación. El romero, la Maria Luisa, la albahaca, el siete montes, la chilca, la ruda y la manzanilla bailaban en el agua borboteante que después utilizaría Ixmucané para bañarse. Esto lo aprendió de su abuela porque no lo vio en ningún otro lado. “Utilizar las hierbas para estar bien. Las veces que tomé esos baños fue como renovarme totalmente. Me ayudó a estabilizarme”.

Y en ese volver al origen, en retomar rituales, Ixmucané cruzó un umbral del que llevaba años apartándose. El de la puerta de la cocina de su casa.

Desde que empezó a tener una conciencia cercana al feminismo, asoció la cocina a un lugar de opresión. Al espacio al que las mujeres eran relegadas, dentro de la división sexual del trabajo sobre la que tantas habían teorizado antes. ¿Quiénes? Feministas blancas, europeas, hegemónicas, cuestiona ella. “En mi ingenuidad me decía que no quería estar en la cocina y que eso no era algo que me definía. A pesar de que mi mamá y abuelita son mujeres cocineras”, dice ahora.

Y ahí, en medio de una cuarentena obligada, vio la puerta abierta. Y entró.

***

La mamá de Ixmucané construyó su casa de cero, sobre planos, como ella quería. La cocina tuvo un espacio importante. Alargada, amplia, con piso de baldosas verdes y negras y unas ventanas grandes. Una plancha—que no suelen usar porque no acostumbran  hacer leña—, un trinchante aéreo, una estufa industrial —para la venta de comida— y otra un poco más pequeña, para el día a día.

“Vengo de una familia en la que las mujeres llevan las decisiones de la casa”, cuenta Ixmucané. Son mujeres muy fuertes, muy decididas y con mucho carácter. En el pueblo son conocidas. “Ay, es que las Ixtabalán…”, dice la gente. Para la siguiente generación, la de hermanos y primos, la de Ixmucané, también han representado una figura de autoridad.

Cuando tenía tres años, su madre se separó de su padre y empezó a estudiar la carrera de Derecho. Pasaba fuera todo el día, así que Ixmucané y su hermano se criaron con sus abuelos. Su abuelo se convirtió casi en su papá.

El hombre murió en diciembre de 2019. Su abuela pasó varios meses en una depresión fuerte. Lo que la salvó fue su conexión con la cocina. “Es que la cocina es la vida de ella”, resume su nieta.

Ixmucané fue consciente de esta conexión una mañana, cuando fue a poner el nixtamal con su abuela. Ahí, en esa burbuja de cercanía, su abuela le mostró cómo lavarlo, escogerlo, limpiarlo, sacudirlo. Le enseñó a poner la cal. “Tiene que ser como la leche, pero no tan espesa, más como lechita”. A poner la leña, a hacer bien el fuego. A tortear.

Cuando cruzó el umbral de la puerta de la cocina, ese del que había renegado tantas veces, Ixmucané descubrió un espacio del que había oído hablar, pero que nunca había llegado a asimilar. 

“María Jacinta Xom hablaba mucho de la cocina como un espacio de resistencia de las mujeres indígenas”, cuenta ahora, entusiasta. La cocina y todo lo que la rodea le ayudó a conectarse con su abuela y también con su mamá. Las tres se encontraron de nuevo entre chistes, bromas y confidencias. “Mi abuelita es muy alegre, muy pícara cuando bromea. Eso para mí fue una oportunidad”. 

Aprendió de su abuela y su abuela de ella. “Ella está muy acostumbrada a cierta dieta, a los recados, a cosas muy preparadas. Y yo le decía: ‘Bueno, vamos a hacer panitos con aguacate’””. Al principio su abuela lo cuestionaba: “¿Eso me vas a dar de cenar?”. Luego lo comía y le gustaba. Ixmucané pasó a ser “mi nieta, la que me da chucherías en las noches”.

Pasaron los meses. El gobierno ablandó las restricciones y a Ixmucané le surgió un trabajo en la capital. Se fue de La Esperanza. Al principio le costó. Se había acostumbrado a esos rituales. A ayudarle a su abuela a ponerse el corte al amanecer. A tenderle la cama, a desayunar, a cenar juntas. Pero logró mantener encendido ese fuego. Se llaman casi a diario. “La relación cambió —dice— es mucho, mucho más cercana”.

En medio de esa incertidumbre, de esas dudas y ese impacto del 13 de marzo, Ixmucané logró encontrar un espacio de sanación, de cura, de encuentro consigo misma y su identidad. Un lugar donde construir cierta estabilidad, donde recuperar vínculos, donde reconocer y abrazar la fuerza de las Ixtabalán.

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