XVII Mientras la cuarentena transita indecisa en sus horarios, días y duración, y las calles colapsan de nuevo con el tráfico, como cuando nuestros miedos eran otros; mientras las filas …
XVII
Mientras la cuarentena transita indecisa en sus horarios, días y duración, y las calles colapsan de nuevo con el tráfico, como cuando nuestros miedos eran otros; mientras las filas de carretas serpentean desde los parqueos de los supermercados, y en los mercados la gente se mueve como si fuera 24 de diciembre a medio día, pero sin la distorsión de las series encendidas, observo, por casualidad, a pocos centímetros de mi zapato, el tránisto organizado de las hormigas. Avanzan sin descanso, una detrás de la otra, en una fila de ida y otra de vuelta. Se mueven durante horas. Van y regresan con provisiones. No saben en qué momento lloverá hoy o si podrán abastecerse durante más tiempo para el momento en que salir ya no les sea posible. Tienen un instinto pequeñito de organización y comunidad que, quizá, de tan pequeñito, nosotros no hemos encontrado. Tienen suerte de que seamos tan grandes y no puedan vernos, intentar entender nuestras dinámicas, tomarnos como referentes, emular nuestro caos.
XVIII
Cuando hago mi mejor esfuerzo para ver hacia el futuro, llego, inevitablemente, al titular de la nota de prensa del año dos mil veintipico, en el que informan del hallazgo de docenas de cajas con pruebas vencidas que se quedaron embodegadas durante lo más duro de la pandemia, esas que se compraron por la presión, o las que se recibieron de países amigos que no tenían suficientes sopas Maruchan en sus bodegas. La visión no me parece descabellada. Ha sucedido con casos de ayuda alimentaria que se pierde tras los huracanes. Nos ha pasado, incluso en casa, cuando recibíamos ropa bonita que nuestras madres guardaban para ocasiones especiales que nunca llegaron y que perdimos para siempre. Guatemala tiene el mismo síndrome, el síndrome de la carencia. Guardar para otro día, para cuando sea absolutamente necesario, aunque no se sepa cuándo será eso, o cómo se llega a ese límite. Es el padre que piensa en el dinero que siempre podría usarse para otra cosa, el que se enoja cuando luego de pagar la tomografía, es informado de que el resultado del examen no muestra daños. Ese, quien desde la previsión retorcida alrededor de una lógica extraña, está ahorrando las pruebas de hoy, porque no vaya a ser que una vez usadas, se vayan a llevar la decepción de que los pobres pacientes ni estén contagiados…
XIX
Yo que no sé bien quién seré cuando todo esto haya pasado. Qué quedará de mí, de la que imperfectamente he sido, empiezo a reconocer en mis manos y en mis hábitos recientes una nueva hermandad con la tierra y con el agua, con las plantas en su dimensión doméstica. Me floreció un hábito, podría decir. Quizá porque en estos días, particularmente oscuros, las plantas siempre están del lado donde pega el cielo y la luz; y en los momentos en que las estadísticas del contagio en las noticias solo van en aumento, allá afuera podría encontrarme con una nueva flor, una fruta nueva que se soltó del árbol, una rama cargada con la certeza de mañana. En las plantas, la vida siempre está explotando, desbordándose. Su llamado es emerger desde la oscuridad de la tierra, salir en busca de la luz. Darle, al que quiera ver, una lección en micro para estas oscuridades que corren, para ese porvenir borroso que habría que enfrentar con la fe y el ímpetu que traen implícitas las semillas.
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*Vania Vargas es poeta y narradora guatemalteca, ha publicado varios libros de poesía y narrativa, además de publicar periódicamente ensayos en periódicos y revistas, y trabajar como editora literaria.
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