Los cuadernos del fin del mundo (ii)
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De la necesidad de seguir imaginando en esta cuarentena, y de que las palabras dejen un testimonio del sentir de este tiempo, de eso también trata esta serie de textos de la escritora Vania Vargas, quien narra poéticamente esta versión del fin del mundo.


 

VI

Con el repliegue de la humanidad hacia su encierro, las ciudades se delataron espacios ocupados, por los que, luego de varios días de ausencia, dicen que ha vuelto el agua más clara, los animales salvajes atraviesan, con timidez, las calles por las que solo transitaba la civilización en manada, y el silencio, que propicia la ausencia de carros y aviones, le ha subido el volumen a los pájaros. Desde la esquina de la ciudad en donde paso estos días, el silencio solemne de una Semana Santa suspendida, se rompió, por tercera noche, con el sonido de cohetes y el silbido de la pólvora, de paletas chocando contra ollas y sartenes, de ruido comunal que iba creciendo, como crece el murmullo de los perros cuando todos duermen, ruido para despertar a la luna, abuela sola, en medio del cielo, roja de fiebre. Como si en el momento en el que tuvo que abandonar las calles el ritual occidental, hubiéramos podido escuchar, dentro de  nosotros, la voz de quienes nos precedieron, poniéndonos a unir fuerzas para espantar la enfermedad, obligándonos a recordar que la cultura también fue un terreno invadido muchos años atrás.

 

VII

Por la TV y los libros de Historia hemos sabido llegar a la línea de guerra de las ciudades sitiadas. Allí están los que darán batalla, y la tensión haciendo pulso contra las puertas de las fortalezas. Si la narrativa se saltara la línea de fuego y agarrara pueblo adentro, escucharíamos los lamentos que salen de las casas, a los pobladores gritando el nombre del lugar como un mantra que los delata vulnerables, pero no solos; observaríamos a hombres y mujeres contemplando la noche en silencio, como si fuera la primera vez que reparan que está lejos la luz; los veríamos quemar bengalas, porque muchas veces, en tierra firme, también se naufraga. Veríamos, en fin, los paneos de la noche oscura en los teléfonos de la gente de Patzún. Todos esos actos humanos y sencillos, con los que frente a la amenaza de la muerte se evidencia el esfuerzo de seguir remarcando la vida.

 

VIII

Es viernes por la tarde, Jesús ha muerto, y nadie ha podido acudir a su entierro. Es la norma general de los días que corren, también para los Cristos. Ellos, que hasta hace un año se multiplicaban solemnes por las calles, templo por templo, ahora van por la noche en andas mentales que se multiplican casa por casa. Andas más lentas, más pesadas, porque son dolores ancestrales y alegóricos que esta vez no se pueden llevar en colectivo. Son días duros para ser creyente. Han ordenado, también, cerrar las iglesias: esos últimos refugios. Las flores llegan a las puertas, junto a oraciones y cirios que los santos no pueden ver, encuarentenados, también, y solos. Quizá tan solos y tristes como quienes los buscan afuera, y que no tienen otro lugar al cual acudir, que no sea hacia dentro de sí, ese espacio sagrado que siempre ha estado allí.

IX

Una mujer embarazada se compone la mascarilla y se acaricia el estómago, mientras observa cómo se desdibuja el futuro en las noticias que transmiten en la sala de espera de su doctor. Dentro de un par de meses, tal vez, ella dará a luz una angustia y un bebé. Quién sabe si para entonces el mundo habrá logrado salir de este capullo cuarentenal, que confirma que si algo sobrevivirá, sobrevivirá transformado. Hoy, esa madre y ese pequeño se están gestando juntos para lo incierto. Y todos nosotros nos estamos gestando con ellos.


*Vania Vargas es poeta y narradora guatemalteca, ha publicado varios libros de poesía y narrativa, además de publicar periódicamente ensayos en periódicos y revistas, y trabajar como editora literaria.


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