Las que están en la cárcel parecen tranquilas, serenas. No se observa en ellas una urgencia desesperada por que pase el tiempo, no hablan de salir, no hablan de libertad …
(Este reportaje fue publicado el 28/10/2012 en Plaza Pública, como parte del proyecto regional “Esclavos del crimen en América Latina” coordinado por Insight Crime que fue finalista del premio Daniel Pearl en 2013).
Ella ha conducido por la carretera con el auto lleno de coca y armas, ella daba su nombre para los negocios de lavado y organizaba la logística de las visitas del extranjero, ella jaló el gatillo, ella fue el contacto entre prisioneros y extorsionados, ella estuvo en la mara, ella mató, ella cayó en la cárcel. De ellas sólo queda el pronombre personal: ella. Han perdido el nombre y el rostro. “Quiero que se sepa mi historia”, dicen reiteradamente en diversos espacios, en libertad o en prisión. Cuesta entender por qué quieren que se escuche su historia si ellas ya no serán reconocidas como protagonistas. De cualquier manera la cuentan.
Los grupos de crimen organizado son entes vivos que si quieren sobrevivir deben adaptarse. Uno de los sistemas de subsistencia ha sido permitir y buscar la participación de las mujeres en las tareas delictivas. Como apoyo, como carne de cañón, como colaboradoras, como la leal compañera, como figuras más discretas frente a las autoridades. Pese al sistema patriarcal que define a las organizaciones, las mujeres van subiendo posiciones. Pero, en la mayoría de casos ellas se quedan en la última de ellas; son el último eslabón. Ellas son quienes caen primero.
1. El espejo roto
Lleva los audífonos puestos, conectados al celular, le habla al pequeño micrófono. Ve de izquierda a derecha y hace señal de que pronto terminará la llamada. No sonríe demasiado, usa pantalón y camiseta un poco masculinos, suavizados con pulseras y collares de colores.
Ella fue sicaria, fue drogadicta, de ella abusaron sexualmente cuando era una niña, hizo trabajos secretariales en un multidisciplinar despacho del centro de la capital en el que se coordinaba todo tipo de negocios –desde trámites burocráticos , hasta narcomenudeo y servicios de explotación sexual-, estuvo a punto de ser violada por unos policías cuando la detuvieron por llevar droga encima. Ella perteneció a las maras -ahora con la distancia “las inocentes maras”-, también ha visto cómo muchos en su barrio se quedaron para participar en la transformación a pandillas; también los ha visto morir. Logró escurrirse de la posibilidad de permanecer cuando los grupos de jóvenes revoltosos empezaron a tomar el impulso violento.
Ella, con rabia, apretó el gatillo y volvió a la escena del crimen. Se introdujo por los pasillos de un hospital e inyectó alguna sustancia en el suero de un hombre para terminar de matarlo. Ella mezcla sus historias criminales, con sufridas y fracasadas historias de amor. Habla de aquel hombre que la abandonó y luego explica cómo aprendió a picar la coca –aún hace la mímica- para dejarla convertida en un vaporoso polvo blanco, listo para inhalar. Hace un salto mortal y confiesa la angustia que sentía ante la imposibilidad de quedar embarazada y no poder alcanzar su profundo deseo de tener un hijo. Es como hacer zapping entre una película sangrienta de acción y una sufrida novela de amor.
Ella parece irrompible. Ella pide no ser identificada, pero toma la iniciativa y elige cómo quiere ser nombrada: Alejandra.
A esa hora, en el patio de un café del centro de la ciudad no hay nadie más. Alejandra está sentada frente a un café y un sándwich. En una de las paredes hay un cartel de “no fumar”. No hay más clientes, los empleados están a varios metros de distancia, la tentación de romper la regla es mucha. Alejandra, la que entrevista, saca un cigarro y fuma. Alejandra, la que cuenta su historia, ve con deseo la cajetilla de cigarros, pero se excusa:
-No, yo mejor no. Ya bastantes veces he roto las reglas.
Hace un gesto que pretende ser una sonrisa, burlándose de su propio chiste. Esta mujer no tuvo ningún reparo en disparar a quemarropa a dos tipos que habían herido a su hermano, en plena Terminal –la central del comercio y los autobuses urbanos y extraurbanos en Ciudad de Guatemala-, a la luz del día.
Tiene 36 años y ha sido testigo, actriz y víctima de las transformaciones que ha vivido el crimen organizado en los últimos años. Ella ya no está allí, pero en ese mismo proceso de reinserción y por haberse quedado en el mismo barrio continúa cercana a pandilleros, ex pandilleros y ex presidiarios. Le gusta utilizar la palabra disidente. Le gusta considerarse disidente y le gusta más aún invitar a otros a serlo. Ella sigue viviendo en ese mismo suburbio de la capital de Guatemala, que los vecinos de zonas de clase media y alta sólo conocen por la nota roja de los diarios.
Eran los noventa, cuando aún no se habían firmado los acuerdos de paz en Guatemala (1996). El padre golpeaba a la madre, y Alejandra era la encargada de organizar el plan de evacuación cada vez que el hombre cruzaba ebrio la puerta de casa. Abrigaba a sus hermanos y se los llevaba por la puerta de atrás. Se refugiaban en un rincón que los mantenía alejados de la mirada del padre, pero desde allí veían las palizas, escuchaban los gritos y “casi” eran testigos de cómo el padre violaba a la madre. El tío, hermano del padre, militar, abusó de Alejandra. Ella nunca pudo contarlo.
Alejandra parece uno de aquellos boxeadores con cicatrices, nariz rota y raspones que vuelve a lanzarse al ring. Habla y da la impresión, con cada anécdota, de que las costras volverán a sangrar. Pero, en el momento preciso, se dulcifica, cambia de capítulo y habla del amor, de sus hijos, de su nueva vida.
-Nunca había contado tanto de mi historia- dice, a veinte años de que empezara la caída veloz y prolongada en el tobogán.
El primer resbalón de Alejandra fue en las maras. Ahora, aquello parece un juego de niños.
-Sí, había peleas y defendíamos nuestra cuadra. Pero las peleas eran a pedradas o a botellazos.
Ya no es así. Las maras no se habían convertido en cerradas pandillas, con fuertes niveles de compromiso, con jerarquías más definidas y con claras tendencias delictivas. Ahora, ella tiene que caminar por los territorios que son ocupados por las nuevas organizaciones. Una serie de cambios, entre ellos las deportaciones de los migrantes o hijos de migrantes de Estados Unidos, que pertenecían a las pandillas de allá trajo nuevos bríos, consolidó a aquellos grupos desorganizados y los convirtió en lo que son ahora: objeto de algunas campañas electorales que ofrecen “terminar con ellos”; objeto de terror, “terminaron con mi familia”, o el objeto de deseo, “con ellos hasta la muerte”. La experiencia le dejó a Alejandra la posibilidad de ir a hablar con el líder de la ‘clica’ –una célula de la pandilla- de su barrio para que averigüe quién la está extorsionando o para reclamarle porque unos muchachitos (los hommies) recién se metieron a su casa a robar. Digamos que ya no está con ellos, pero aún puede hablar con ellos y como ellos. Se desliza con agilidad entre dos mundos. Ella sabe lo que es estar del “otro lado”, ella los comprende.
-Fui sicaria, pero cuando aquello era diferente, era más profesional-, dice con asepsia y baja el tono de voz.
Se refiere a formas más discretas de asesinato, “el envenenamiento, por ejemplo”. Fue cuando ya había sido contratada en el céntrico despacho en el que se realizaba todo tipo de trámites, a pocas cuadras de donde toma el café. Pero sobrevuela el tema; aquello no es algo de lo que quiera hablar demasiado.
-¿Era el dinero? ¿Qué te motivaba a estar allí?
-Era sentirme parte de algo, sentirme reconocida.
Aquello del dinero o de los lujos nunca fue su principal motivación. A pesar de que sí, en su casa habían pasado penurias, su familia era pobre –recuerda la humillación de ir con la vecina a pedir un quetzal (doce centavos de dólar) para comprar tortillas-.
-También era el saber que podía hacerlo, demostrar que podía.
“Ser parte de algo, de alguien” y “el poder”. “Pertenencia” y “poder”, dos palabras clave que otras mujeres repetirán.
-No soy religiosa, pero soy espiritual- dice.
Alejandra tuvo una epifanía cuando estaba atiborrada de cocaína, tendida sobre la cama de un hotel y creyó morir. No podía moverse, pero alcanzó a escuchar cómo los compañeros, los del despacho de trámites con quienes trasladaba droga de un lugar a otro de la ciudad, con los que picaba coca y se iba de fiesta, planeaban dejar su cadáver en aquella habitación. Logró reponerse, salir del hotel y huir.
Se fue de la capital y no dejó rastros. La buscaron, al principio, y luego ya no preguntaron más: todos presumieron que se había ido al norte. Dejó las drogas y meditó. Ahora, Alejandra respeta hasta los carteles de no fumar.
2. Cuando el pacto se rompió
Fue el 15 de agosto, el día de la virgen de la Asunción. En la capital hay feria, es descanso oficial, hay rueda de chicago y buñuelos y garnachas, algunos le dejan flores a la imagen. Fue en 2005, ese 15 de agosto, cuando algo se resquebrajó, en las entrañas de los barrios y de los suburbios más empobrecidos, las llamadas “zonas rojas”.
En general, los ciudadanos que viven en los cascos urbanos “seguros” y los que viven en las áreas rurales pobres, desconocen que el país tiene una herida que supura desde aquel 15 de agosto. Pero ellos, los que estuvieron allí cuando las granadas explotaron, los que vieron balas, machetes y sangre brillar: lo recuerdan. Está en la memoria de los que intentaban huir, pero les era imposible porque estaban en prisión. El estallido fue en la cárcel Los Hoyos, en Escuintla, en la Costa Sur de Guatemala.
El día de la Virgen de la Asunción de 2005, se rompió el Sur.
Alguien reventó una granada, disparó, lo siguieron otros. La prensa de esos días y lo que aún dicen los del Barrio 18 es que la Mara Salvatrucha atacó. Rompieron un pacto de no agresión en las cárceles. En el patio de la cárcel explotó una granada y en otros seis presidios del país se replicó el caos. 35 muertos, 80 heridos, siete prisiones en batalla campal.
“Un motín” dijo la prensa. Óscar Berger, presidente de Guatemala, lamentó la pérdida de vidas humanas, pero se alegró de que “no haya habido fugas”. Carlos Vielmann, el ministro de Gobernación, lo definió como “enfrentamientos entre pandillas”. (Vielmann está en prisión actualmente en España, acusado por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) de haber planificado el asesinato de siete reclusos en la cárcel más grande del país en 2006).
Hasta aquel 15 de agosto había un acuerdo tácito, casi un pacto de caballeros. El convenio era no atacarse mutuamente en prisión. Otra de las cláusulas, según dicen, era “no se ataca, no se balea a los pandilleros que vayan acompañados por una mujer”. Ellas, las parejas, madres, hermanas y sí, también las pandilleras, que poco a poco habían ido entrando a las filas, quedaban relativamente resguardas. Pero se rompió el Sur, y además de masacrarse en prisión, la cláusula de que las mujeres estaban protegidas también se quebró.
Había una especie de ética pandillera. Emilio Goubaud, investigador con décadas de experiencia en el trabajo con ex pandilleros y jóvenes en situación de riesgo, asegura que el rompimiento del Sur es un parteaguas en la relación de las mujeres y las pandillas:
-Si un hombre mataba a una chava o la violaba, la misma clica lo ejecutaba al día siguiente. La mujer era intocable. Estuve un par de veces en mítines con ellos, y tres cuatro mujeres en medio de 25 chavos y dormían juntos y nadie las tocaba, prohibidísimo. La mujer era sagrada en la pandilla. Incluso todavía, en algunas clicas se respeta mucho eso.
-Pero se rompió el Sur.
– Y entonces todo se vale. ¡Todo se vale! Si yo voy a la cárcel con mi familia y te puedo matar te mato, si tú estás en la cárcel y yo estoy en la cárcel, te mato. Se volvió un objetivo principal violar a las mujeres, empezar a joder a las parejas de los líderes.
Pero en ese mismo joder a las parejas de los líderes, se dice que ellas comenzaron también a tomar el poder.
Después del día de la Virgen de la Asunción comenzó la venganza. Es probable que también hayan aumentado las capturas; no hay cifras. Se reacomodaron fuerzas y liderazgos y los palabreros o jefes de clica, continuaron dando órdenes desde “la rueda” en prisión. No sólo mantenían el orden adentro sino afuera. Coordinaban las tareas, incluidas las delincuenciales, extorsiones, narcomenudeo y sicariato.
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“La pandilla es una estructura democrática y horizontal, desordenada y sin coordinaciones”, dice Emilio Gouboud. “Una estructura jerárquica y machista”, dice Ricardo Guzmán, ex fiscal de delitos contra la vida y actual subsecretario del Ministerio Público.
Las pandillas no se aíslan del sistema patriarcal de la sociedad, pero, han descubierto que las mujeres pueden ser útiles, muy útiles. Su presencia es menos sospechosa para las fuerzas de seguridad. Ellas guardan las armas, ellas sirven de bandera para alertar. Ellas pueden circular por la ciudad, y una tarea esencial: “Las mujeres son el contacto del pandillero con la calle, así de simple”, dice Carlos Menocal, ex ministro de Gobernación entre 2009 y 2012.
La participación femenina en las pandillas empezó a hacerse relevante, si no en la toma de decisiones desde la rueda en prisión, sí como ágiles peones para el contacto con el exterior. Aunque en menor número que los hombres, ellas son reclutadas para el cobro de extorsiones y el narcomenudeo. También, en algunos casos para el sicariato.
¿Cómo llegan allí? ¿Por qué? Emilio Gouboud dice que “por amor”. Guzmán del MP lo confirma “se las cantinean (las enamoran), como se dice vulgarmente”. En muchos casos se acercan a la pandilla por tener relación con algún pandillero. Pero ante todo, es por el sentido de pertenencia.
-La familia ha sido la peor experiencia de su vida- dice enfático Gouboud.
Alejandra es un ejemplo. Hay patrones calcados que Goubaud recita de memoria: La pobreza, la violencia intrafamiliar, el abandono, el maltrato, la falta de oportunidades.
-Se vengan con la sociedad- concluye.
Hay casos en que son forzadas a entrar. El ex ministro Menocal afirma que durante su gestión asesinaron a tres adolescentes escolares, y después de hacer las investigaciones descubrieron que ellas se habían negado a entrar en la pandilla.
Ricardo Guzmán, desde la fiscalía de delitos contra la vida, donde ha investigado casos relacionados con extorsiones, asesinatos a pilotos y otros delitos; explica:
-Ahora las mujeres se involucran un poco más activamente en temas de delincuencia, en todo tipo de delincuencia. Sin embargo, aunque formen parte de una organización criminal, aún llegan a ese punto, a ser sólo colaboradoras. No toman la dirección o control de la organización.
-¿Cómo funciona en las pandillas?
-La estructura tiene un orden jerárquico y es de hombres; y una mujer por lo regular en esa cultura no va a tener ningún puesto ahí. A eso obedece que también se conviertan en víctimas de la propia organización.
-¿Son forzadas a participar?
Ricardo Guzmán no lo cree. Abre su computadora y despliega una presentación de las que prepara para hacer las acusaciones en el juzgado. Ejemplifica con una estructura de extorsionadores –que no pertenecen a una pandilla- al menos 40 personas implicadas ordenadas con fotos y nombres. En los puestos de arriba, sólo hombres: el jefe, los coordinadores, sicarios. En la última fila hay una veintena de mujeres y sólo dos hombres. Entonces, Guzmán pide que se apague la grabadora y se escucha una conversación entre una mujer y un hombre –él está en la cárcel-. Ella le dicta cifras, los datos de un banco, conversan sobre temas de dinero y de transacciones monetarias –son los cobros por una extorsión-.
-¿A usted le parece que ella está forzada?- pregunta Guzmán.
-No, no lo parece-. No lo parece, así en la superficie, en el tono de voz es imposible saber cuáles pueden ser los hilos que la aten a la organización. Eso no se sabrá.
Según Ricardo Guzmán en la pandilla Barrio 18 es donde se ha observado numerosas colaboradoras.
-En la rueda se toman decisiones de, por ejemplo, cuándo van a atacar a la policía, al sistema penitenciario, al Ministerio Público, a los jueces y la orden se traslada a la clica.
La rueda está formada sólo por hombres, o al menos no hay declaraciones que indiquen que alguna mujer ha entrado a ese círculo. Pero, en el caso de las clicas, Emilio Gouboud asegura que conoce a dos mujeres líderes –en Villa Nueva y Mixco, al sur de la Ciudad de Guatemala. Las cifras son poco claras. Mauricio López Bonilla, afirma que son entre 10 mil y 15mil pandilleros. Mientras que Emilio Goubaud opina que “en la actualidad no es posible cuantificar el número de miembros, pues han optado por no tatuarse y ya no visten como “cholos” –la moda holgada de las pandillas en Estados Unidos-, además ya no pertenecen en “sus puntos” –o en sus áreas-“. Tampoco se sabe con exactitud cuántas mujeres están implicadas en estos grupos, o cuántas de ellas se dedican a delinquir.
Rodolfo Kepfer es psiquiatra y ha trabajado con jóvenes privadas de libertad en centros correccionales. También dirigió un estudio sobre femicidio en Guatemala.
-En las pandillas yo diría que muchas de las victimarias son mujeres.
-¿Así de seguro?
-Sí, hay sicarias. Una de las patojas (muchachas) me dijo que había matado a ocho, y era un tipunquito (bajita) así de 16 años. Yo he detectado una especie de voluntarismo, una voluntad criminal.
-Se dice que son coaccionadas, forzadas.
-Mirémoslo así, las mujeres que yo vi, tenían claramente relaciones con los pandilleros, estaban marcadas por una fuerte organización, una fuerte hostilidad y una fuerte capacidad agresiva. Estamos hablando de una mentalidad criminal y de una sociedad en que la criminalidad rinde beneficios económicos fáciles.
-¿Por qué hay más criminales hombres que mujeres?
Surge desde que el hombre era cazador y la mujer se encargaba del huerto, pero siento que una de las cosas que ha pasado en el auge de la violencia es que ha habido mucha inversión de roles. Ninguna de las patojas se planteaba como una víctima, hacían burradas con tal de meterse al crimen. Hay una descomposición del vínculo social. Hay una homologación de roles.
O en una “masculinización de las mujeres” en palabras del estudio Prison Masculinities, editado por el sociólogo Don Sabo. La investigación contempla a la violencia como una de las características asociadas al rol tradicional del hombre, a la construcción cultural del género masculino. Aunque el estudio se centra en analizar la violencia en prisión, éste se puede trasladar también al espacio de las organizaciones criminales. Construcciones sociales en que el sistema patriarcal y jerárquico promueve el actuar violento. Al introducirse en una dinámica de estas características, eminentemente masculina, las mujeres se ven obligadas a abandonar determinados rasgos culturales de lo que se considera femenino y deben jugar el rol del “otro”, y a través de la violencia garantizar su espacio e incluso su vida dentro del grupo.
Sabo explica que las teorías feministas de los 80 y 90 se organizaron alrededor del “nosotras/ellos”, “hombres/mujeres”, “víctimas/victimarios”, “hombre dominante/mujer subordinada”; lo que hace difícil discutir o percibir los acuerdos sociales en los que las mujeres participan en prácticas opresivas para explotar o lastimar a otras mujeres, hombres o menores.
En este sentido, la Comisionada contra el Femicidio, Alba Trejo, asegura que hay sospechas de que los casos de mujeres asesinadas y desmembradas pueda tratarse de mujeres criminales cometiendo actos de castigo o venganza contra las de su mismo género.
Al preguntarle a Alejandra sobre la afirmación de la comisionada, ella medita por unos segundos y declara:
-No, no creo que sean ellas las que participan. En todo caso, ayudan a cargar una pierna, o algo así.
“Es el empoderamiento negativo”, afirma Norma Cruz, quien dirige la Fundación Sobrevivientes, que apoya procesos judiciales en los que las víctimas son mujeres y niños.
A pesar de haber sido promotora principal de la Ley contra el Femicidio, de proteger con uñas y dientes los derechos de las mujeres, reconoce que la participación de las mujeres va en aumento.
Alejandra, desde el café, ante la misma pregunta: ¿Son más violentos los hombres?
-Una mujer dolida y despechada comete los peores crímenes, la ira te motiva. La mujer es más vulnerable, entonces lo pensamos mejor, nos tienen que hacer mucho daño para hacerlo.
Pero sí, reconoce, no sólo actúan por venganza. Hay también “gatilleras” profesionales.
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Es imposible negar que ellas también realicen actos violentos; pero es aún más imposible de negar, que ellas resultan siendo las primeras víctimas de esa violencia. Para estar en la pandilla se tiene que cumplir con los rituales, los de iniciación y los que permiten mantener las “lealtades”. La estrategia más sencilla para impedir la traición, el robo, la huida es la reproducción del miedo dentro de los mismos miembros. Quien traiciona recibe un castigo. Las mujeres que entran, juegan bajo las mismas reglas.
Los crímenes y asesinatos registrados por las fuerzas de seguridad, no se relacionan directamente por conflictos y vendettas entre pandillas. El ministro de Gobernación, Mauricio López Bonilla, en una entrevista reciente a El Faro.net aseguraba que los índices de asesinatos desde las pandillas, a diferencia de El Salvador, se relacionan más con delitos a la ciudadanía relacionados con las extorsiones y el secuestro. Según Ricardo Guzmán del MP el 50 por ciento de las muertes violentas proviene del crimen organizado, incluidas pandillas y narcotráfico. Y, el fiscal calcula que aproximadamente el 40 por ciento del universo de los asesinatos del crimen organizado corresponde a las pandillas.
Pero, hay un dato que es muy complicado de cuantificar y es el de los homicidios cometidos dentro del mismo círculo de las pandillas. Los pandilleros matando, como castigo, a los de su propio clan, y en muchos casos a las mujeres. O los de la otra pandilla asesinando a mujeres por venganza a sus rivales.
-Lo que hemos descubierto, por ejemplo, con las mujeres que aparecen desmembradas, que es algo muy cruel- es que las matan las pandillas. Es posible que el mismo marido la mande a matar, pero la manda a matar por una falta que comete hacia la pandilla. Pero, en general, no es el marido, sino que es el jefe de la organización.
Como se ha explicado, las mujeres en muchos casos llegan a la pandilla por una relación amorosa, o incluso por ser madres y hermanas. Se ven obligadas a sobrevivir y a ayudar a los pandilleros en prisión. Por eso mismo también resultan recibiendo el castigo que algún hombre de la familia comete. Guzmán ejemplifica con el caso de un pandillero que se quedó con el dinero de una extorsión y huyó a otro sector de la prisión.
-Mandan a llamar a la mamá y le dicen “mire, su hijo le va a dar un dinero”. Pero la madre no llega y, en su lugar envía al esposo y a la hija. Y terminan matando a la hermana y al papá. No fue ella la que cometió la falta, pero termina pagando. Y de hecho, quien los mató fue un pariente, un primo del pandillero, que también era pandillero. Y no le importó, porque su familia es la pandilla y no la de sangre.
Guzmán asegura que es más común que los asesinatos provengan de la misma pandilla que de la pandilla rival.
-En la pandilla 18, por lo menos, se ha descubierto que ellos castigan con la muerte a sus miembros cuando cometen una falta. En general, en la 18 matan más a sus mujeres a que la otra pandilla le mate a sus mujeres. Por eso decimos que uno de los grandes enemigos de esa organización son ellos mismos.
3. Marcados por la Zeta
-¿Cómo va a titular lo que escriba?- dice sentada en la oficina de la directora de la prisión.
No espera respuesta.
-Porque si el titular va a ser “Zetas asesinos, Zetas sanguinarios”, yo no hablo.
Ana no disimula el fastidio y la desconfianza. Inclina la cabeza hacia atrás, para que los ojos queden entornados, como quien ve desde arriba, aunque esté sentada.
Sale al rescate Lilian, a quien yo había entrevistado hace unos años, cuando ella recién había ingresado a prisión. Lilian lleva ya cinco años por tráfico de estupefacientes. Una maleta con cocaína detectada antes de despegar. En aquella entrevista reconoció su culpa; no se consideraba víctima. ¿Su motivación?
-Equipar con balones, espejos y pesas el gimnasio que recién había instalado.
Lilian era campeona de fitness. Participó en concursos internacionales. Su novio, en ese entonces, la convenció de que aquella era una buena idea, se independizaría de su trabajo como instructora en gimnasios ajenos. Salió con una maleta llena y fue capturada en el primer puesto de registro del aeropuerto en Guatemala. Lilian ha aprovechado el encierro para dar cursos de aeróbicos, organizar a las reclusas para pintar las paredes, organizar los concursos de belleza, en fin, no se ha dado tiempo para la claustrofobia. Ella fue el último eslabón de la cadena del tráfico, tanto así que asegura: “yo no he pertenecido al crimen organizado”. Se excusa, le interesará hablar cuando sean temas sobre el sistema carcelario, la vida en prisión o el trabajo que realizan las reclusas. Del crimen organizado no tiene nada que decir.
Ahora Lilian se encarga de dar un voto de confianza a la entrevistadora. Ana ve con recelo; no está convencida.
-Aún no sé como titularé, es lo último que hago cuando escribo. Te mentiría si te digo un título ahora.
Acepta. Con la consigna repetida: sin fotos, sin nombre.
Otra vez, sin fotos, sin nombre. Ana y dos mujeres más que pertenecieron al grupo organizado de narcotráfico de los Zetas, Mariela y Carmen –ambas con nombres ficticios- contaron su historia a finales de julio, antes de que en México las estructuras del grupo de los Zetas siguiera fracturándose. Ellas se mostraban confusas respecto al futuro de la organización que entró a Guatemala en 2005 y se encargó de desplazar y en algunos casos eliminar a los tradicionales carteles de familias guatemaltecas. Con una serie de asesinatos y capturas en México y Guatemala, van saliendo a luz las piezas de un rompecabezas que parece que todos se encargan de armar un poco con los ojos vendados.
No hay un consenso sobre el futuro de la organización para dos de las entrevistadas: “Pareciera que esto ya se acabó, todos están cayendo”, dice una. “La empresa es demasiado grande, muy grande, esto no se acaba”, dice la otra.
Para ellas no son los Zetas: Es la Empresa, es la Organización, es la Letra. Para ellas están los que nacieron Zetas, de quienes hablan con cierto respeto, temor, admiración, y por otro lado están los que por alguna circunstancia llegaron a trabajar allí. No saben explicar quiénes son los que nacieron bajo el nombre de la última letra, pero dejan entrever que son los que quizás dan la vida y matan por ésta: Los violentos. A las mujeres, cada una en diferente circunstancia, les interesa dejar claro que pertenecen o pertenecían a la facción “administrativa”; guardan cierto recelo con la “operativa”.
Ana es Zeta, fue Zeta, intenta dejar a los Zetas. Ana dice “ya se me va a pasar”, como si de un enamoramiento o de una enfermedad se tratara. Ana no niega los cargos que la llevaron a prisión, se introduce en su propia historia, una historia que “es como para un libro”, dice orgullosa. Agrega, con lujo de detalles una serie de anécdotas que bien le podrían cargar más años en la cárcel. Una mezcla de admiración y temor, de orgullo y vergüenza.
El tiempo en prisión, quizás, le ha dado tiempo para auto psicoanalizarse. Tiene claro el diagnóstico.
-Yo tuve un hogar integrado, mis papas están juntos, cuando nací mi papa quería que yo fuera varón, yo soy la mayor, me maltrataba mucho, verbal y físicamente. Le van gritando a uno, “no servís para nada, sos una mierda, sos la vergüenza de tu clase, sos una huevona”. Uno va creciendo y le van inyectando resentimiento.
No pretende dar lástima, intenta explicar por qué llegó “poco a poco” a involucrarse en la estructura de los Zetas.
-Siempre aprendí que en esta vida todo se arregla con dinero.
Ella viene de una familia, de clase media alta, de la Ciudad de Guatemala. A pesar de que ahora dice que ha aprendido que no es así, que no todo se arregla con dinero, sigue solucionando algunos asuntos cotidianos tras las rejas con eso, el dinero. Paga la “talacha” –la limpieza obligatoria- y el lavado de su ropa. Otras reclusas hacen el trabajo. En prisión también hay clases; si se tiene dinero, se está mejor. Ana se salva, tiene dinero para pagar, no dice de dónde lo saca.
Ana empezó haciendo pequeños encargos para la organización, hasta que fue reclutada con la condición “entrás aquí y ya no podés salir”. Ella conducía por la carretera y retaba a los policías, los saludaba. Los halcones la alertaban de los puestos de registro en el camino, pero ella no se amedrentaba, le gustaba aquello. Con cocaína o con armas en el auto, daba igual, se sentía poderosa, se decía a sí misma: “Qué cabrona soy”
-Yo tengo el problema que a mí nada me da miedo, ni la muerte creo yo, aunque yo mire las balas encima, tal vez reacciono, pero no me meto debajo de un escritorio, veo cómo le hago. No tengo miedo, ese es mi problema.
-¿A quién le querías demostrar que eras cabrona?
-A mí misma
Explica con orgullo que en muchos casos ella era la única entre un grupo de hombres. Se sentía bien. De pronto regresa a la historia familiar, a aquella familia en donde un hombre se encargaba de agredirla. Recuerda el abandono de su pareja, que la dejó con un hijo y nunca supo más de él, la rabia se esconde en sus ojos oscuros.
-Tal vez yo era una buena persona, pero esos resentimientos me fueron dañando.
Siempre hay algo, un momento que parece insignificante, una historia atroz, una herida. Hay un segundo, una fracción de tiempo, en el que ellas pudieron decir “no”, pero no lo hicieron. Dieron un giro al timón.
David Martínez Amador, columnista e investigador experto en etnografía y conducta criminales, aún ve grandes trechos entre lo que sucede en México y lo que se mueve en Guatemala. Las mujeres aún no participan en los carteles como lo hacen en México.
-No he visto aquí en Guatemala a una mujer portando un cuerno de chivo (rifle de asalto AK-47), como sí lo he visto en México.
Pero tampoco duda de que se vayan gestando cambios en las empresas familiares que constituían los grupos de narcotráfico, muy territoriales, donde parece conservarse el modelo de la mafia italiana patriarcal. Pero en las mafias se transformó, en México hay cambios evidentes y Guatemala podría seguirle los pasos. Se habla ya de algún grupo en que fue apresado el líder y su mujer se hace cargo del negocio.
Cuando el jefe es apresado o asesinado, es probable que tome el poder la persona de más confianza para él.
-¿Quién va a ser la persona de más confianza sino su mujer?- dice Martínez.
En los mandos bajos y en los mandos medios, aún no se observa una participación tan activa como sí sucede en las pandillas, o en grupos del crimen organizado relacionado con las extorsiones, secuestro y trata de personas. Pero se van llenando espacios. Como en las pandillas –salvando las distancias sociales y estructurales que diferencian a una organización de otra-, el narcotráfico se aprovecha del imaginario de la mujer inofensiva. Ellas no son las sospechosas.
Sin embargo, en el caso de los Zetas, a diferencia de las pandillas que reclutan a mujeres muy jóvenes y de baja escolaridad, es posible que esta organización busque otro perfil: Mujeres entre veinte y cuarenta, con estudios. Mariela, por ejemplo, tiene titulo universitario y tuvo experiencia en empresas grandes de la capital.
-¡Qué vergüenza, Dios mío!- dice cuando describe el círculo del que viene, un colegio privado de prestigio, la universidad privada, también, y los trabajos en firmas reconocidas.
Mariela se ha encargado de realizar tareas logísticas. Mariela cayó, como afirma Liliana –desde su experiencia de cinco años en prisión- como cae el 70 por ciento de las mujeres en actos delictivos: por amor. Ella estuvo casada con un narcotraficante, se separaron, pero el grado de confianza que él tenía en ella lo llevó a encargarle tareas. Una profunda depresión, y una serie de sucesos que no se mencionan aquí para evitar que sea reconocida; la acercaron a los de la letra.
Sí, dice Martínez, estructuras de esas dimensiones requieren de gente preparada, que realice esos negocios trasnacionales. “Su fin es la legalidad, a diferencia de las pandillas, el interés último es la generación de dinero y entrar a la legalidad, lavar. Las mujeres les pueden servir de halcones, para dar avisos y advertir para que el camino sea expedito, pero también requieren de personas preparadas, las mujeres perfectamente pueden llegar subir en la pirámide del poder”.
Una de las entrevistadas se atreve a decir: hay una mujer. Era muy cercana a un comandante, de los que fueron detenidos el gobierno pasado. Los dirigentes de los Zetas le tenían muchísima confianza y ella estaba totalmente entregada a la organización. Quizás, sólo quizás, aventura la fuente, sea esta mujer la que tome el control.
Carmen puede observar desde un minúsculo papel del reparto cómo se organizaban. Ahora lee Los señores del narco, de Anabel Hernández, y asegura:
-Si yo escribiera un libro, sería así. Es tal y como lo dice la periodista. Se lo recomiendo. Si nos volvemos a encontrar podremos conversar sobre el libro.
No es posible revelar dónde está Carmen, pero a diferencia de otras entrevistadas, que entraron a los Zetas por un cóctel que mezcla el despecho, la ambición y la búsqueda del poder, también marcadas por el maltrato de un padre o una pareja; ella llegó por necesidad. Carmen es madre soltera. En realidad, todas las entrevistadas son madres solteras. A pesar de tener un papel secundario, Carmen se interesa por desmenuzar la historia y la estructura de la empresa para la que trabajó. Subraya del libro los contubernios entre los gobiernos y la organización “aquí en Guatemala es igual que en México, como dice el libro”.
Reconoce que tomó una decisión equivocada, pero la sobrepasó la necesidad. Del tiempo en el que estuvo allí, dice en un principio, no tiene quejas. Aunque luego explica que para ser trasladada de un lugar a otro le vendaban los ojos, o hubo un tiempo en que estuvo encerrada en su lugar de trabajo sin saber dónde estaba. Explica también de un comandante que intentó seducir a su hija y ella tuvo que frenar el acoso.
4. “Como buenos, buenos. Como malos, mis respetos.”
William de Jesús Torres Solórzano alias “Comandante W” es reconocido por las entrevistadas y por medios especializados, como el contacto con la dirigencia mexicana, cuando aún no estaba fracturada. W fue apresado en Puebla, México, el 24 de julio de 2012. Torres Solórzano, según las entrevistadas, estaba a cargo del ala administrativa, a cargo del del trasiego, del movimiento de armas, de la instalación de puntos de seguridad: la logística. Mientras que Z200 (cuya identidad aún no está bien definida) se encargaba del ala operativa.
Por lo que dice Carmen, “W” o “el patrón” también se hacía cargo de las relaciones públicas, las alegres recepciones y los almuerzos ejecutivos. Por ejemplo, él organizaba las reuniones con Walter Overdick, conocido como “El Tigre”, el capo cobanero que optó por la estrategia de aliarse a los recién llegados al país, quien fue capturado y ahora espera la extradición a Estados Unidos.
A comandante W una de ellas lo describe como un tipo “honorable”, respetuoso, con reglas claras de cómo se debía tratar a las mujeres en la organización. Si alguien del equipo pretendía a alguna de las pocas mujeres que trabajaban para él, primero le tenían que pedir permiso y el consultaría con la aludida para saber si estaba interesada. De ser así, él daba la aprobación. Bajo el mando de W, ellas estaban seguras. Era un hombre responsable y discreto, dicen. Su mujer pagaría las consecuencias de tanta discreción; vivía en una soledad desgarradora.
Dicen ellas que cuando llegó la información de que Z200, el otro comandante, había entrado a la finca Los Cocos en Petén y que bajo su mando fueron asesinados 27 campesinos, 25 de ellos decapitados, el 15 de mayo de 2011, el comandante W se puso furioso, al borde de las lágrimas. Sucedió lo mismo con el asesinato del fiscal del Ministerio Público, Allan Stowlinsky Vidaurre.
Allí fue cuando Carmen dimensionó en dónde estaba metida. Sintió rabia, una rabia profunda cuando aquello sucedió.
-La matacinga en Los Cocos… Yo no los conocía, pero eran mis paisanos. Como cuando asesinaron al fiscal; eso fue horrible.
Para ella, los culpables son otros. Son los que nacieron zetas, los zetas de corazón. Hasta antes de eso, la empresa era cualquier empresa. O más bien, una empresa admirablemente ordenada. Fue con esos hechos sanguinarios los que le hicieron querer salir, pero temió.
-El que entra a la empresa es para siempre- le dijeron a Ana.
Hablan de su participación con el grupo delictivo como si de una experiencia laboral se tratara. Eso sí, todas reconocen que salir o intentar salir no era una buena idea. Esas sutiles armas del poder y del miedo.
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Ninguna se considera víctima. Asumen su responsabilidad y los resultados de sus decisiones. Funciona de tal manera que le bajan el volumen, suavizan el hecho de que es probable que si se retiran de la empresa o de la organización las maten a ellas o a su familia. Eso sí, cuentan con rencores sin curar, cuando les ha tocado trabajar con algún comandante que, a diferencia de lo que dicen de W, no considerara las mismas directrices de respeto del líder.
Ya se ha dicho, la organización de los Zetas, fundada por ex integrantes de los grupos élite de los ejércitos de México y Guatemala, gafes y kaibiles, funciona con un estilo militar. Ellas, al igual que sus compañeros colaboradores, tienen que vivir en comunidad. Conviven las 24 horas en las casas a las que son asignadas y de las que pueden ser trasladadas por necesidades de seguridad de la organización. Tienen permisos esporádicos para visitar a los hijos.
Depende del comandante la suerte que correrán. Los hay serenos, organizados y respetuosos. Los hay machistas, prepotentes, autoritarios y violentos. Ana y Carmen, cada una en diferente momento y lugar, explican el mismo revés: estar bajo el mando de un comandante brutal. Cuando hablan no hay dolor, hay rabia.
Una mala mirada, una contestación inoportuna, un descuido provoca el castigo: Uno, el “chiriguataso”, con la mano empuñada se deja el dedo medio apretado entre los otros dedos y ¡zaz!. El golpe en la parte baja del cráneo, donde finaliza el cuello, en ese hundimiento sensible, que además de un fuerte dolor, despierta la ira.
Dos, “la tableada”. Un trozo de madera, de unos 15 centímetros de ancho por un metro de largo (Carmen, indica con las manos las dimensiones aproximadas, y mientras lo hace parece volver a ver el despreciable objeto del castigo).
La tableada directo a las nalgas, a las piernas. Carmen la sufrió y quedó morada por varios días. Humillada y adolorida.
Tres, “la amarrada”, el castigado es atado a un árbol o a un palo, en algún sitio de la casa, de la finca o “del monte” en donde estén; y puede pasar semanas con la mínima ración de alimentos. Ninguna de las mujeres que hablaron sufrió el castigo, pero vieron cómo se aplicaba. Y eso puede ser una eficaz arma disuasoria.
Bueno, está el cuarto, el que sólo mencionan al pasar: la muerte. Cuando ha habido una traición profunda. Cuando algún colaborador se quiere pasar de listo e iniciar su propio negocio o se le descubre haciendo pactos con otros grupos, los tradicionales; simplemente desaparece.
Carmen fue tableada, pero Ana se resistió, se negó. Desde ese “no me da miedo nada” dijo: “Vos a mí no me tableás, mejor matame”. Y su arrogancia la salvó, aunque siguió resistiendo por meses a un comandante que la humillaba y presionaba.
Dice Carmen:
-Cuando son buenos son muy buenos, pero cuando son malos, ¡mis respetos!
Ellas no hablan de los excesos, la violencia, lo sanguinario que Ana se niega a aceptar en un titular. Guardan silencio.
Cuando hablan, omiten la violencia, se hacen las desentendidas. Pero es ese mismo silencio el que hace más evidente que algo hay que callar. Una de ellas explica de varias historias que escuchó: la de una mujer “pre-pago” –trabajadora sexual- que fue contratada por un comandante que tenía fama de violento. “Las contrataba sólo para pegarles, desnudarlas y humillarlas, dicen que lo hacía porque su mamá había sido prostituta”. Con esa chica, al comandante drogado y alcoholizado “se le pasó la mano, la mató”. La testigo llegó a la casa cuando los guardias habían limpiado todo, sólo un indiscreto le contó.
Escucharon también historias de las esposas o las amantes que eran asesinadas porque le eran infieles a su pareja, pero todo es de “oídas”. Sin embargo, es imposible pensar que escuchar esas historias no provoque en las reclutas el temor de dar un paso en falso. O el caso de una mujer que fue asesinada, luego de que su esposo, miembro de un grupo, fuera asesinado frente a ella, mientras ella quedó ilesa. “Sospecharon que ella era cómplice y la mandaron a matar”, dice Carmen.
Norma Cruz, explica que de las decenas de casos que reciben en Sobrevivientes, la organización pro justicia que ella dirige, en las que se brinda asistencia jurídica, albergue y atención a mujeres víctimas de la violencia; han recibido con cierta frecuencia denuncias de mujeres que denuncian a sus parejas maltratadoras, y le explican que son narcotraficantes. La dificultad, según Cruz, es definir el grado de peligrosidad que puede haber, o hasta que punto el hombre es parte de las filas del narco, o simplemente se dedica al narcomenudeo y no tiene demasiado poder. Lo curioso, es que Cruz recibe más denuncias de mujeres víctimas de parejas narco que de mujeres maltratadas por las pandillas.
Pero, dice Kepfer, en el caso de los hombres que maltratan a su pareja no se puede generalizar. “Para ellos es una profesión, y ser violentos puede ser parte de esto, pero no significará que lo sean con su pareja, en otro espacio”.
En el caso de los Zetas y de otros carteles del narcotráfico, aún no se detectan tantos asesinatos y venganzas directas contra mujeres, como sí suceden en México, asegura Martínez Amador. En muchos casos las muertes suceden porque ellas estaban en el lugar equivocado cuando eliminarían a su acompañantes. Aunque hay cifras de asesinatos relacionados con crimen organizado, aún no son lo suficientemente rigurosas como para poder definir hasta que punto el narcotráfico puede ser responsable de los índices de asesinatos y femicidio. No es posible saber si la violencia contra ellas, si llegaran a participar más activamente dentro de las organizaciones, pudiera agravarse.
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Hace dos horas que Alejandra acabó su café. Sigue pasando las páginas de su vida de atrás para adelante y viceversa.
Ella soltó el gatillo. Dejó las drogas y habla de la educación de sus hijos con ilusión, pero hay algo en su discurso que siempre la lleva a cargar con una especie de fatalismo en el que presiente, a pesar de sus esfuerzos, que en algún momento las va a pagar. No habla de tener miedo a la justicia, a que la atrapen. Algunos de los delitos que ella asegura haber cometido aún no han prescrito.
Es esa percepción generalizada, casi inconsciente, de que la persecución penal y la impunidad campean rampantes en Guatemala. Aunque las investigaciones criminales empiecen a mover sus oxidados engranajes, y haya espacio para el optimismo en el tema de la investigación criminal, no pasa por la cabeza de Alejandra hablar de una posible captura o de un juicio. En una omisión fatal, a Alejandra, la que entrevista, tampoco se le ocurre preguntar. Ambas olvidan pensar en la justicia.
Pero en el discurso de Alejandra, la que respeta la regla de no fumar, siempre revolotea una ominosa fatalidad y está por caerle encima.
-¿Crees en el karma?
-Sí, creo. Creo que todo tiene consecuencias.
Menciona a las familias que pueden haber sufrido por lo que ella hizo. A pesar de que intenta hacerlo todo bien, siente que algo malo, en algún momento, le va a suceder.
-Una empieza a entender un poco cuando se ha sensibilizado, el porqué de las broncas violentas y todo este rollo. No es por justificar, pero aun los narcotraficantes, son gente que careció de amor. Compran a una chica de 16 que les haga show y que después la utilicen no uno ni dos, sino varios. Se puede comprar el cuerpo de alguien, pero jamás los sentimientos de esta niña o de personas que tengan a su alrededor.
Parafrasea la teoría del edificio del sociólogo Edelberto Torres Rivas, en la que se compara a la sociedad guatemalteca con una construcción con cinco niveles, sin escaleras o ascensores entre sí. En el penthouse los ricos, en el sótano los pobres.
Alejandra, sin citar a Torres Rivas, escarba y crea un piso más al fondo:
-Abajo del sótano de los pobres, están los presos, los pandilleros y expandilleros. En ese sótano, en ese mapa, ni siquiera existen. A ellos nunca los van a ver esos que tienen el poder, que tienen bigote, tienen rostro, tienen nombre.
-Alguien dijo que la violencia es el humo, ¿es la desigualdad el leño que produce el fuego?
-No, la inequidad no es el leño. La inequidad es el ocote-.
El ocote son las astillas de pino, cargadas de resina, muy inflamables. El ocote sirve para encender el fuego, para prender el leño, para mantenerlo vivo.
-La desigualdad te enferma y te mata, es un cáncer. Se requerirá de muchas quimioterapias emocionales para curar a esta sociedad. Al final los prisioneros, o los pandilleros, los que estamos allí, somos el bagazo de la sociedad. Y entre nosotros mismos nos comemos.
5. ¿Víctimas o victimarios?
Ellas no se presentan como víctimas. Asumen su responsabilidad, se hacen cargo de sus decisiones. Pero pagan con el silencio. Un precio tan alto que en algunos casos puede implicar pagar condenas más largas en prisión. Carmen dice: “Ojalá los investigadores del MP tuvieran un sicólogo que descubriera cuando una esta mintiendo por miedo, porque una no puede hablar, pero entonces ellos sabrían…”.
Sí, todo indica que son victimarias, que en la mayoría de casos deciden, aunque las circunstancias las empujen con fuerza. Pero, al mismo tiempo, en esos juegos perversos de luces y sombras. Se convierten en sombras bajo la sombra, en víctimas.
Han perdido sus nombres, han perdido su familia y amigos, tendrán que callar por siempre. Libres o en la cárcel han perdido su identidad. Luego de ser apresadas, o cuando alguna logra escapar: “Son desechables”, dice Carlos Menocal.
Las que están en la cárcel parecen tranquilas, serenas. No se observa en ellas una urgencia desesperada por que pase el tiempo, no hablan de salir, no hablan de libertad o de pedir apelaciones en sus sentencias. No hablan de futuro.
Quizás, sólo quizás, porque el horror está afuera.