Cuatro relatos de mi masculinidad
Así aprendí a ser hombre
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Esta es la segunda entrega de “Yo, macho”, nuestro espacio de registro y deconstrucción de la masculinidad, para continuar la discusión, para dejar pequeñas marcas que, esperamos, den pie a continuar este ejercicio fundamental para seguir imaginando la realidad desde miradas diversas. En esta entrega, el poeta y gestor cultural quetzalteco, Marvin García, nos abre un álbum de retratos íntimos que dan cuenta de cómo un joven k´iche´en Quetzaltenango forja su sensibilidad poética entre los graderíos del Mario Camposeco, los colegios de varones y el espejo.


Pequeña fotografía familiar

Voy a partir de lo íntimo, de lo más cercano, de ese espacio encapsulado en la cotidianidad y en la memoria. Hablo de mi vida doméstica, mi casa, mi familia, mi infancia, todo aquello que me construyó. Hablo, por ejemplo, de mis dos abuelas, ambas k´iche´s, estudiaron juntas los primeros años de la primaria y esos años fueron los únicos en los que estuvieron en una escuela; lo demás fue trabajo, silencio, despojo y amor. Mi abuelo, pastor evangélico y comerciante. Mi madre, la mayor de cinco hermanos, se vio forzada a trabajar desde niña. Esta fotografía familiar, cercana, se complementa con mi padre al que dejé de ver por muchos años durante mi niñez y adolescencia; y mis dos hermanas, trabajadoras desde jóvenes, al igual que yo, porque no había opción.

Fui un niño sobreprotegido y muy enfermo, lo que se reflejó en mi muy mala destreza para los deportes, así que cada vez que me tocaba jugar al fútbol, por ejemplo, siempre era de los últimos en ser elegido. Eso me dio otras posibilidades para entender el mundo, desde pequeño era, por así decirlo, de los débiles. Vengo de un hogar muy humilde en donde la preocupación más importante era el dinero para sobrevivir, se hablaba muy poco, el silencio fue una constante, así aprendí a ser hombre.

Mi hermana y el Xelajú

Si algo nos salvó en casa fue el fútbol, y cuando digo salvar hablo en el amplio sentido de la palabra. En las épocas más difíciles, siempre fue un buen distractor, una excusa para conversar. El amor a nuestro equipo de fútbol nos llegó por mi padre quien, a su vez, lo heredó de su madre. De los recuerdos que tengo sobre las primeras veces que fui al estadio, hasta la fecha aparece siempre la imagen de mi hermana pequeña, Gabi. Se nos enseñó que el estadio era sólo para hombres y eso creímos por muchos años, pero mi hermana pertenece a una generación de mujeres que se apropiaron de los graderíos del Mario Camposeco, lo hicieron de forma natural y con autoridad. Lo hicieron a mediados de los 90 y con el tiempo se han convertido en uno de los bastiones más importantes en la organización del club. Hoy, el Xelajú es uno de los equipos nacionales con mayor cantidad de mujeres aficionadas, fiebres, hinchas a morir, pares en la grada.

Mi hermana siempre me ajustaba para la entrada, siempre caminábamos juntos por las calles de Xela de regreso a la casa luego de algún partido. Cuando me enteré que iba a ser papá, con ella, destapamos una cerveza antes de un juego contra Comunicaciones y se alegró por mí y por la posibilidad que le daba la vida de ser tía.

La imagen que se refleja

A mí nadie me dijo que la belleza era algo más profundo, que estaba dentro, que era algo más que una característica física y que tenía que ver con la forma de entender el mundo. A mí nadie me dijo que era bello. A mis 15 años verme al espejo era algo que simplemente no podía hacer, ese pánico nació a raíz de la primera vez que intenté rasurarme, era un niño y fruto de mi poca experiencia me provoqué una herida encima del labio que sangró por varios minutos y dejó una huella de sangre en el lavamanos; mi padre, que fue fue testigo de toda la escena, me regaño y soltó una frase que se esconde, como un ratón escurridizo entre los anaqueles de mi memoria, “¿para qué se mete a hacer cosas de hombre?”.

Estudié dos años en un colegio sólo para hombres, católico e impagable para mi familia. Fueron dos años de tormentos, de bullying. El centro de las burlas era mi origen étnico y mi clase social, en esa época no quise ser yo, mi imagen en el espejo era más bien un fantasma imposible de desaparecer. Crecí con ese miedo profundo de encontrarme, de reconocerme, mi masculinidad se formó en el rechazo, la negación y el miedo que de a poco, normalicé. Así aprendí que la historia se lleva consigo, como un tatuaje. Pasaron varios meses en que dejé de estudiar, al final, perdí el año, nunca dije las verdaderas razones por las que el estudio dejó de ser prioridad, la ilusión por la vida la perdí muy pronto, nunca lo cuento, no me atrevo a verme en el espejo.

Los ritos del macho

En mi casa no tuve educación sexual, mi madre y mi padre nunca tocaron el tema, era como prohibido, extraño. Nunca nadie nos enseñó de niños sobre sexualidad o sobre lo necesario que era deconstruir nuestra masculinidad, nada de eso. Todo iba en función de ser fuertes, de no mostrar ni un sólo gesto de debilidad. En mi casa, por ejemplo, nadie me prohibió llorar, de hecho, lloraba por todo, pero en el colegio era diferente, nadie de nosotros, los hombres, podíamos demostrar una pizca de emociones, todo giraba en torno a un extraño rol de poderes y de control. Sí, con apenas 12 años, ya habían tareas y rituales que ponían a prueba lo macho que podíamos y debíamos ser. El día que nos graduamos de sexto primaria, dos chicos mayores, ambos estudiantes del Adolfo V. Hall, nos hablaron a mí y a seis de mis amigos más cercanos sobre todos los temas que nadie se animaba a hablar. Ese día, fumé tabaco por primera vez, lo hice a la fuerza, porque si no aceptaba iba a quedar mal. En nuestros ojos de niños se vieron reflejadas las escenas de una película porno que nos daba la bienvenida a la vida “de hombres”. No olvidaré la risas de nervios y de miedo ante ese espectáculo que era desconocido pero intrigante para nosotros, hay momentos que cambian profundamente la vida y sus secuelas son profundas y difíciles de cambiar, así se nos educó, así aprendimos a ver el cuerpo de los hombres y las mujeres. Nunca olvidaré el silencio, el no atreverme a decir no. Hubo algo que no me dejó, así es la violencia, así fuimos construidos, y de eso, también hay que hablar.

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