Voces Aisladas / Mario Chavarría
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El cuento, ese escurridizo género cuya definición solo puede ser literaria. En esta reseña la historiadora del arte y educadora Luisa González-Reiche reflexiona sobre la naturaleza de estas narraciones breves a través de la lectura de este libro de cuentos “Voces Aisladas”, que fuera finalista del premio Letras, convocado por F&G Editores.


 

Voces Aisladas (F&G, 2019) del escritor guatemalteco Mario Chavarría, integra trece relatos que en las palabras de Arturo Monterroso –en la contraportada del libro–  están constituidos por el “paisaje perturbador de unas vidas exacerbadas por las obsesiones, las fobias y los temores”. El visitante de una exposición de arte descubre que el artista es esquizofrénico y que sus obras son resultado de los dictados de las voces en su cabeza; o un chico que  roba prendas de las tiendas de lencería que visita con su madre; o el condimento secreto de los delicados platillos de una señora de bien, tres ejemplos de ese “paisaje” que espera el final de la historia justo para ser “perturbador”

Toparse con un nuevo libro de cuentos puede generar una mezcla de curiosidad y desazón. Desazón porque muchos de quienes escribimos, deseamos poder alcanzar, a cierto punto, la maestría de hacer uso de las palabras para crear y traducir mundos; llegar a tener la capacidad de desarrollar una manera particular de ver que pueda salvarnos, en lo particular y a otras personas, de ahogarnos en el hastío de la cotidianidad.

Hay un punto en la relación entre autor y lector –o autora y lectora, si bien las combinaciones son vastas–, donde el mundo que ha generado el texto se encuentra con el mundo que lo recibe. No son, claramente, los mismos mundos y escribir pretendiendo que así sea sería un desliz tanto para el autor como para el lector. Quizás a esto es a lo que se refiere Úrsula Le Guin cuando dice que el trabajo de un escritor de ficción es el de mentir. “Sólo puede contar lo que ha visto u oído en su paso por este mundo, ocupado una tercera parte en dormir y soñar y otra en contar mentiras”, apunta. Al lector le corresponde, por otro lado, ser el espectador que a través de la palabra escrita puede descubrir –si se lo permite– alguna verdad.

Existen, además, los lectores que escriben y los escritores que leen, y casos especiales donde las dos combinaciones son posibles. El lector que escribe es alguien capaz de juzgar lo que lee con el compromiso y capacidad de generar opinión y arrojar luz sobre el quehacer literario –la interpretación ya no es parte de su trabajo, aunque se haga llamar crítico o experto–. El escritor que lee está implicado en una conversación cuyo génesis es prácticamente imposible de demarcar, es parte de una construcción colectiva de saberes, imaginarios y lenguajes. Entre estos pueden estar también los escritores de cuento, parte de un cuerpo amplio de producción con poderosos y poderosas referentes.

Escribir cuentos no es tarea fácil. No se trata sencillamente de tener algo que contar, de tener un argumento con un giro inesperado que lleve a un desenlace en cuestión de unas cuantas páginas. Dice Raymond Carver que no es necesario escribir sobre personas extraordinarias con hazañas extraordinarias y que el estilo a la hora de escribir una historia cuenta, pero no es eso lo que hace la historia. Más bien tiene que ver con la manera como el escritor mira el mundo. En un cuento, la manera en que el autor o la autora miran al mundo se sintetizan de tal modo que se convierten en un asomo; una suerte de viaje interdimensional que permite por un breve momento que nos traslademos a un espacio en donde podamos sentir cómo se siente llevar la piel y los ojos de un “otro”.

Leer cuentos tiene sus riesgos, aunque en la mayoría de los casos se piense que tienen la enorme ventaja de ser breves. Esto si solo se le considera desde la tendencia actual a la cuantificación de la lectura en unidades de tiempo, a la predisposición de muchos a pensar que cada acción y cada momento deben traer resultados (“entregables”) y que mientras no estén seguros del potencial beneficio, lo mejor es no arriesgar su “valioso” tiempo.

Uno puede leer un cuento por sí solo –como un vuelo directo idea y vuelta que generará una experiencia desarrollada en un espacio coherente–, o puede leer un libro de cuentos y con ello hacer un viaje con múltiples destinos donde cada lugar tendrá lo suyo pero también el viaje como un todo integrará la sola experiencia del viajero. En ambos casos, se corre el peligro de intentar ajustar la exploración de esos otros mundos al propio imaginario y explicar con las propias palabras otro lenguaje. Como el tiempo de estadía en cada destino es breve, también es posible perder de vista los principales atractivos o, peor aún, los detalles más íntimos de sus habitantes.

No obstante, puede ocurrir que el guía turístico sea más distraído –no hay que olvidar que el proceso de escribir también es un acto de descubrimiento– o que el diseñador inteligente de ese mundo carezca de una visión del mundo capaz de materializarse. El libro de cuentos Voces Aisladases un ejemplo de esto último. Intenta temas que quieren ser controversiales pero sin adentrarse verdaderamente en ellos, no hace comentarios al respecto, no nos los muestra realmente ni nos revela sus lados ocultos. Si bien en un inicio el lector o lectora puede identificarse con las historias –son parte de nuestro imaginario común–, este es un recorrido repetitivo hacia un solo lugar con ambientación relativamente distinta: cada experiencia es prácticamente la misma, aunque los personajes sean otros, guiadas por transiciones abruptas en las últimas líneas de cada uno que no sorprenden sino desconciertan, se vuelven fórmula. Considerados individualmente, los cuentos abordan temas ampliamente explorados, sobretodo hoy que la diversidad –no como alteridad– se ha hecho parte de la televisión más comercial. No son temas a los que ya no debamos aproximarnos, más bien son temas urgidos de otra lente para poder ser vistos. En este sentido, es difícil asumir que Chavarría sea un escritor lector.

Dice Silvia Rivera Cusicanqui que escapar de lo obvio es una exigencia contemporánea; “orientar el pensamiento en la labor cotidiana de forjar experiencias de construcción”, apunta. Necesitamos nuevos lenguajes para nuevas prácticas, “nombrar lo que antes no tenía palabra”. Y nos hace falta estar dispuestos a trasladarnos a mundos lógicamente indescifrables y psicológicamente incomprensibles. Un breve asomo puede bastar a veces.

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