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Temblores // Jayro Bustamante
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Estrenada en la sección Panorama de la Berlinale, Temblores, la segunda película de Jayro Bustamante, llegó a las salas de cine guatemalteco -Guatemala, Mazatenango y Quetzaltenango-. Una película que ha provocado reacciones que van desde bulos difamatorios, hasta tiernas réplicas de su póster en redes sociales. Y no es para menos, el filme trata de la manera en que la sociedad guatemalteca se vive -¿se enfrenta?- a la homosexualidad; pero el cine es más que la temática sobre la que trata, tal como nos lo recuerda el escritor Danilo Lara en esta reseña.


Guate es un país de gente cálida. De eso no te queda duda si te guiás por lo que aseguran los patrióticos, la gente de los programas matutinos y por los anuncios de bancos. De entradita, Temblores desafía esa idea. Lo hace presentándonos una ciudad de Guatemala fría, indiferente, color interior de nave alienígena. Pablo (Juan Pablo Olyslager), el protagonista, aparece de espaldas. Esta es Guate vista desde los ojos de un gay… y no es ni cálida ni amable.

Acá las familias son muy unidas. Repite el chapín, romantizando el hecho de que, a diferencia de “los gringos y europeos”, aquí se acostumbra casarse y que tus papás — del varón — te construyan un segundo piso para vos, tu esposa y el bebé, lo que deriva en que tu mamá acabe quejándose de que “ay, mijo, esa patoja trae costumbres meras feas y a mí me parte el corazón verlo que usté se va en la mañana con su camisa toda arrugada y ella allí tiradota roncando, no me lo atiende”. Pablo entra a casa y entonces conocemos a su familia completa: esposa, hijo, hija, papás, hermano, hermana y un cuñado en extremo shute.

Es tu familia de alcurnia criolla ultra-conservadora y cachureca por excelencia, con algunos detalles sobre estilizados, como la decoración interior de la mansión: impoluta, romántica, vintage y shabby chic; y otros caricaturescamente precisos, como que la esposa conduzca un Mercedes de principios de los ochenta, vehículo típico de rico, pero no de los alegres (narcos) sino de los sobrios (ruquitos con ascendencia alemana, propietarios de fincas en el nor-oriente del país). Es una familia unida, formando una prisión.

Lo que Jayro Bustamante, el cinematógrafo Luis Armando Arteaga y el colorista Daniel Caal hacen con la Ciudad de Guatemala, en específico con el Centro, no es nada menos que magia. Transforman este villorrio, en donde uno siempre regresa al hogar chapudo y con sudor del chicloso, en una urbe gélida con acentuados rasgos brutalistas y art deco tirándole a Ciudad Gótica en Batman de 1989. Por si fuera poco, los temblores en Temblores son auténticos eventos cataclísmicos que hacen que la gente salga de sus casas aterrados y al otro día comenten el suceso. Estas personas viven en Kriptón a pocas semanas de reventar. De hecho, pensándolo bien, considero que, como chapín, Temblores se experimenta mejor si no pensás en específico en Guate y no comentás a cada rato “hey, allí es a donde la abue va a comprar sus hilos… ve, allí a la vuelta fue donde me asaltaron”. Esta es una ciudad distópica cualquiera, solo que habitada por personas que dicen “púchica”.

Por supuesto, no sería una distopía sin un grupo de fanáticos con mucho poder. Acá es donde entra “la secta”, una orden que es una mixtura de iconografía católica y los peorcitos hábitos pentecostales —Pare de Sufrir más algo de Big Brother, la asamblea satánica de El Bebé de Rosemary y los feligreses de Silent Hill— con una líder que viste apropiadamente para ordenar la captura de Katniss Everdeen en Los juegos del hambre. Miren, tal vez es mi fanatismo por el cine “de género”, pero me habría gustado que Bustamante explotara más el potencial satírico de la secta, haciéndola más absurda, más idiosincrática, pues, más extraña.

No es país para gays. Eso está claro. Pero Pablo encontró un refugio, y allí, entre sediciosos del régimen heteronormativo, a Francisco (Mauricio Armas Zebadúa), su guía mágico en un inframundo de criaturas estrafalarias. Un fresón de carretera en un mundo de zonauneros, es decir, poniéndonos técnicos, el rol de Francisco es el de una Manic Pixie Dream Girl (boy, en este caso) — según el crítico Nathan Rabin, quien surgió con el término en 2005, se trata de un tipo de personaje que existe únicamente para enseñarle al hombre melancólico y emocionalmente tullido que es el protagonista “a abrazar la vida y sus infinitos misterios y aventuras”; piensen en Natalie Portman en Garden State,

en Jennifer Aniston en Mi novia Polly,

o en Brad Pitt en Fight Club.

Como amante y a la vez sabio asesor espiritual, Francisco invita a Pablo a vivir a plenitud su propio ser, a creer en que la felicidad existe y está para ellos. Mientras, en el otro bando, las instituciones de la familia y la iglesia como rabiosos dioses en una tragedia griega mueven los hilos para que al héroe no le queden más alternativas que doblegarse ante ellos o vivir por la eternidad siendo un paria.

Aunque esa tensión de la batalla por el alma de Pablo funciona muy bien como fábula política, como historia de amor, Temblores queda algo a deber. La película dedica poco a construir la relación entre Pablo y Francisco más allá de una causa de dos gays reclamando su derecho a estar juntos, tanto, que me costó imaginarlos teniendo una conversación cualquiera o intercambiando chingaderas íntimas. “¡Estos hombres deben poder estar juntos!”, pensaba, de forma política, y luego, de forma emocional, “Pero, ¿quiero que estén juntos?”, y agregaba “Pablo es un mamón y un ramillete de dudas, inseguridades y falsedad, y no es tu labor enseñarle, Francisco” (que por supuesto, quizá solo sea el tipo de relación que la película pretende mostrarnos). O sea, love wins y todo, pero también Francisco, date cuenta.

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