Los cuadernos del fin del mundo
Por:

Vivimos un tiempo complejo entre la desigualdad y la indiferencia que ya caracterizaba el presente, y una pandemia que lo agudiza todo como una lupa, para narrar las imágenes proyectadas en ese lente amplificado, las voces de escritoras y poetas, como Vania Vargas, se vuelven esenciales.


I

El cine ya le había augurado la distopía a estos años que corren, y aún así llegamos por nuestra cuenta un poco más tarde, como siempre. Esquivamos meteoritos, los botones rojos de las grandes potencias, los hongos nucleares, el trayecto de los misiles como estrellas fugaces, el abrazo de los océanos sobre el Istmo, el humo del basurero de la zona 3 como una cortina espesa entre nosotros y el sol, la necedad de las máquinas, y el neón temblando de miedo cada vez que pasa zumbando un carro volador. El fin del mundo, en cambio, parece haber llegado invisible, activando el chip de la muerte sin discriminación. Afuera, todas las tardes, pasa rondando por las calles vacías, junto a las motos del servicio a domicilio, el himno nacional. Cuando se aleja, mientras dobla la esquina, lo escucho como el lamento solitario de un país que, con pandemia o sin ella, siempre ha estado dispuesto a que se pierdan  sus hijos.

II

El despertador sigue sonando a la misma hora, cinco días a la semana, y yo le obedezco. Arreglo mi cama, me meto a bañar y empiezo la rutina del encierro. La costumbre es la ilusión de la que se sostiene la nueva normalidad para no terminar de desmoronarse. El fantasma de la realidad conocida avanza despacio, sobre el caos, viendo hacia atrás. Porque, hacia adelante, su miopía choca contra la bruma.

 

III

En pocos días aprendí a ver el reloj diez minutos antes de que empiece el toque de queda. Dejo lo que estoy haciendo y salgo corriendo para darle de comer a los pájaros que llegan al árbol del arriate central. Saco tres panes, los deshago con la mano, y los distribuyo por los recovecos del tronco. Cuando me haya alejado, y empiecen a sonar las sirenas, bajarán como lo hacen temprano, como lo hacían cuando mi padre y mi tío los alimentaban y se quedaban observándolos con ternura desde el mostrador del almacen, hoy, con las persianas abajo, con mi tío, lejos, leyendo desde su encierro, con mi padre muerto, dos meses atrás, cuando el fin del mundo parecía solo familiar.

IV

Y luego de los primeros días de encierro, la gente empezó a soñar. O, quizá, simplemente empezó a reparar en ello a fuerza de contraste y de deseo. Durmiendo volvieron a pelear con el tráfico para llegar temprano a su trabajo. Volvieron a saludarse de camino a otra cosa en la calle y en los bares. Volvieron a abrazar a los vivos como alguna vez pensaron que iban a volver a abrazar a sus muertos. Volvieron a la heroicidad de la vida simple, tan fragmentada y sin sentido como solía ser cuando no reparaban en ella ni en los sueños.

V

El fin del mundo quizá nos está llevado de vuelta al preámbulo de la Historia. Está replegando a la especie desde su gregarismo organizado hacia la primera comunidad y el encierro en nuestras cavernas. De ellas, uno es el que debe salir para sortear el peligro invisible y traer de vuelta el sustento de la manada. Esa que reunida alrededor de otros fuegos revisa las notificaciones del teléfono, las posibilidades de las pequeñas producciones que permitan la supervivencia. Y antes de dormir invoca el futuro, mientras recuerda el pasado, mirando fijamente las paredes que la encierran. Si logramos salir un día, habrá que volver a empezar. Dará inicio una nueva Era. Mientras tanto, escribo. Si alguna imagen logra surgir en la mente de quien lea, esa será mi Altamira. Este es mi testimonio sin muro, la marca desesperada de mi huella.

*Vania Vargas es poeta y narradora guatemalteca, ha publicado varios libros de poesía y narrativa, además de publicar periódicamente ensayos en periódicos y revistas, y trabajar como editora literaria.

TE PUEDE INTERESAR

Subir
La realidad
de maneras diversas,
directo a tu buzón.

 

La realidad
de maneras diversas,
directo a tu buzón.