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La patria del hombre
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Siempre me ha gustado decir que soy hijo de un artesano y una curandera, que soy nieto de una bruja y una cocinera. Es una forma sutil de obviar ciertas conversaciones de fondo, bien sea porque no me interesa que la gente conozca algunos detalles o porque uno prefiere –y cuando sos escritor esta elección suele ser consciente– construir una mitología, ficcionar la historia propia.

Cuando mi padre y mi madre se dieron cuenta que estaban embarazados, ella era una enfermera y él un zapatero. La vida, suele ser –quiero creer– un conjunto de cosas buenas y malas. Ella y él no tenían mayor educación formal, una casa, una cuenta de banco, parece desde la distancia, que no tenían nada en la vida, excepto a ellos mismos.

A mi abuela Francisca, la madre de mi madre, su marido la abandonó, decidió que un día ya estaba cansado, que esto de criar sus cinco hijos y darles una eduación que les preparara para el futuro era algo complicado, siempre se le hizo fácil huir, y así lo hizo. Huyó de sus responsabilidades, la consecuencia fue que la mujer que había conocido en los campos bananeros y que trabajaba de cocinera en el norte del país mientras él lo hacía como jornalero para la compañía frutera tenía que buscar la forma, arreglárselas, para darles de comer a sus cinco hijos, la mayor es mi madre, y su nombre es Martha.

Martha estuvo casada siete años, de los que se aguantaron sólo cinco, con Javier, el hijo mayor de Eloísa. Mi padre es el mayor de cinco hijos, criados con esfuerzo, por una obrera de la compañía bananera. Mi abuela, Eloísa, trabajaba desde las 5am a las 5pm seleccionando, limpiando, empacando el banano para exportación. Con su sueldo bajito sostuvo sola su hogar. Los padres de sus hijos tuvieron algo en común, la ausencia en la vida de ellos, de ella.

Cuando mi padre y mi madre se separaron y luego de que vino el divorcio, mi madre acusó a mi padre de ser un irresponsable y a mi abuela Eloísa, de bruja, de fumarles el puro en el altar a San Simón que guardaba y cuidaba en su habitación. Mi padre, acusó a mi madre de ser una mujer con un carácter difícil, dijo que se iba para darle un ejemplo que seguir a sus hijos. Martha se las arregló, se rebuscó las formas de criar a sus dos hijos, y a una tercera que vino con los años. Javier pudo entonces estudiar y tener otras parejas y otros hijos.

Hace poco le confesaba a mi padre una anécdota: cuando mis padres se separaron, mi madre nos prohibió a mi hermano Sebastián y a mí, visitar la casa de mi abuela Eloísa, que a la casa de esa negra no íbamos más, luego se arrepentiría de llamarla «negra», de creer que eso era un insulto. Pero su trabajo de enfermera, con el extenuante horario de turnos extensivos, y la necesidad de no perder su trabajo porque era la única forma de poner un plato de comida en nuestra mesa, de que fuéramos a la escuela, evitó que estuviera pendiente que su orden se cumpliera. Mi abuela Francisca, como buena madre, y ahora abuela, desobedeció. Y así, ella me entregaba a mi abuela Eloísa todas las mañanas, en el molino, y por la tarde mi abuela Eloísa me devolvía. Algo siempre se decían, no lo recuerdo, pero algo siempre se decían y aquella complicidad entre las dos viejas me llenó de amor y fantasía la infancia. Obviamente mis padres ni se enteraron.

La familia es esa cosa compleja a la que no elegimos pertencer. El azar, el destino, la combinación genética de dos seres humanos, nos hace pertenecer a ella. Pero en ella encontramos nuestro símbolo primigenio de identidad: la infancia, eso que alguien llamaba la patria del hombre.

Amo a mis padres, y amo profundamente a mis abuelas. Son siempre la patria a la que quiero volver cuando el exilio de la vida adulta me agota.

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