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La Odisea de un médico comunitario
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Un médico en Guatemala tiene que sortear innumerables retos, la precariedad del sistema les hace también ser creativos y llevar, como Ulises, un espíritu de lucha e imaginación por la salud. Esta es la historia de un médico comunitario guatemalteco que ha trabajado en distintos tipos de guerras en Guatemala, Afganistán, Siria y ahora en España en la batalla contra el coronavirus, contada por la cineasta Izabel Acevedo, su hija.


Desde siempre mi papá ha ocupado un lugar enorme en mi corazón, incluso cuando geográficamente muchas veces ha estado lejos de mí. Aún no se graduaba de la carrera de medicina y ya nos enviaba a mi hermana y a mí (que tendríamos tres y cuatro años) correspondencia desde su puesto de salud en la remota Sierra de los Cuchumatanes: Ovejas mandan saludos, decían sus telegramas. 

Desde siempre lo recuerdo con su estetoscopio colgado al cuello, la piel de las manos seca de tanto lavarlas, un rimero de lapiceros en la bolsita de la camisa para anotar recomendaciones y/o recetas. 

Pero además de ser médico, mi papá tiene otro montón de características hermosas. Fue un niño lector, y cuando pienso en su niñez, me encanta pensar en esa anécdota que siempre cuenta de cómo mi abuela (que también a su manera fue una niña lectora), lo llevó una vez al pediatra para saber si era normal que pasara tanto tiempo leyendo. Se leyó las novelas de Julio Verne, Mark Twain y Stevenson. La Mansión del Pájaro Serpiente, El Mundo del Misterio Verde y otras novelas de Virgilio Rodríguez Macal. Detestaba las versiones resumidas para niños porque sentía que en ellas trataban a los niños como tontos. Así que llegó a leerse versiones originales de clásicos literarios como La Odisea y La Ilíada y quién sabe qué cantidad de libros más.  

No pasa nada con que lea, le dijo el médico a mi abuela, déjelo leer. 

Mis tíos y tías (sus hermanos), siempre se han reído un poco de él, porque dicen que es lento. Y esa característica, la de ser lento, ha sido lo que le ha dado el reconocimiento y el amor de miles de pacientes de Huehuetenango, Quiché, Afganistán, Siria, Senegal, España y los campos de refugiados saharauis en Argelia; y precisamente eso es lo que lo hace ser un médico excepcional. 

De niña recorrí con él territorios que marcaron mi percepción de nuestro país natal, por su belleza insólita y por su aislamiento absoluto. Comunidades a las que se puede llegar pasando lugares lejanos al norte de Huehuetenango como Barillas, Nentón, Colotenango. Después de pasar estos puntos, ya de por sí remotos, empezaba la aventura. Naturaleza tupida, barrancos picando hacia abajo, puentes caídos, neblina espesa, lluvia. El tiempo que tomaría llegar a la comunidad dependía mucho del clima, de qué tan temprano hubiéramos iniciado el viaje, etcétera. Para mí, que era niña, todo esto era alucinante y al mismo tiempo sufría con la incertidumbre.

En aquella época mi papá desarrolló una habilidad increíble para atravesar, con carros de doble tracción, llenos de medicina y personal médico, lodazales de dimensiones que no he vuelto a ver jamás. Su voluntad era tan grande que sólo él lograba hacer llegar esos carros hasta un punto desde donde ya fuera razonable caminar cargando el equipo y las medicinas (unas cuatro horas más a pie). Y luego la gente le agradecía a mi papá por sus hazañas. Unas naranjas recién cortadas, un morral bordado con su nombre, una sonrisa saludable. Cosas maravillosas.  

Cuando por fin llegábamos a la comunidad en cuestión, el trabajo de mi papá consistía en “capacitar” o educar a personas que, de hecho, muchas veces ya se encargaban de curar a los enfermos en el lugar desde mucho antes. Un ejemplo clarísimo es don Miguel, un promotor de salud de una aldea en Nentón llamada “El Aguacate”. Un hombre increíblemente sabio, sobreviviente a la quemadura de dos rayos y a la ocupación del ejército a su comunidad durante la guerra. Ver a mi papá hablando con don Miguel era como ver a dos curanderos intercambiando secretos. 

Quiero decir con esto que mi papá sí se dedicaba a enseñar medicina aplicable a enfermedades curables localmente, pero también se dedicaba a aprender de todo el conocimiento acumulado por las y los sanadores locales. Muchas veces también lograba generar la infraestructura para la atención de enfermos en esos espacios lejanos. Una clínica, una pequeña farmacia con lo básico, un espacio para las capacitaciones, etcétera.  

Al terminar la diligencia que había propiciado el viaje, ya fueran capacitaciones o la inauguración de algún espacio comunitario, siempre pasaba consultas interminables. Con cada persona se tomaba todo el tiempo que hiciera falta. Al final del día estaba molido, pero feliz. Por supuesto era, y sigue siendo, mi héroe.

Y claro, mi papá estuvo organizado en la guerrilla guatemalteca y en distintos movimientos de resistencia civil contra las dictaduras militares, como muchos otros médicos y como muchísimo profesionales, artistas, intelectuales, líderes sociales y maestros de la época. Esto último es algo que le agradezco y que también me hace sentir profundamente orgullosa de él. Si yo hubiera crecido en ese contexto hubiera hecho lo mismo.

Cuando se firmó la paz en Guatemala, en diciembre de 1996, lo vi examinando a un anciano que había sido combatiente del PGT (Partido Guatemalteco del Trabajo). El señor se acostó con mucho trabajo sobre una camilla de madera que mi papá estaba utilizando para pasar consulta. Un rayo de luz natural entraba por una gran ventana en la clínica hecha de tablas de madera. Mientras mi papá se llevaba los audífonos del estetoscopio a los oídos, le pidió que se levantara la camisa. Mientras escuchaba su respiración, y en un tono muy suave, le hacía preguntas sobre su cuerpo, sobre sus dolores acumulados durante años en la montaña. El anciano totalmente relajado empezó a responder con el mismo tono suave. Su interacción era como ver una danza muy lenta. Después de un rato las preguntas de mi papá se trasladaron a otros espacios, al espacio de la historia personal, al espacio de la historia de la región, al espacio de la historia de nuestro país. Los dos estuvieron un gran rato conversando. Entendiéndose. Eso sin duda, también era parte del tratamiento. 

Pero cuando fui consciente de que la profesión de mi papá eventualmente podría convertirse en una profesión de alto riesgo para él, fue años antes, cuando yo tenía unos trece años. 

Lo acompañé a uno de esos viajes al extremo norte de Huehuetenango y atestiguamos cómo se inició un combate entre un destacamento militar y una columna guerrillera escondida en un cerro cerca de Las Palmas, donde mi papá y sus compañeros y compañeras estaban pasando consulta. 

Cuando inició el tiroteo, la mayoría de las personas caminaron hacia puntos seguros, lejos del tiroteo. Yo me moví, junto a otras personas, al carro en el que habíamos llegado. Allí vi a mi papá abriendo la parte de atrás del carro y sacando un maletín de medicinas. ¡Quédense aquí! Gritó. Y después lo vi caminar en contra de la corriente de personas, hacia el lugar de donde provenían las balas, para ver si había heridos. Estoy segura de que no hubiera hecho ninguna distinción por bandos en el caso de que hubiera encontrado heridos. Pero afortunadamente no los hubo. 

De allí en adelante hemos tenido la necesidad de desarrollar “El método”. Es decir, cuando El Quincho se encuentra en un espacio de riesgo, toca contrastar las noticias internacionales y las noticias que nos da Ester, su pareja, contra lo que él nos escribe para saber realmente cómo está. Con este método hubo que presionarlo para que siguiera las instrucciones de sus superiores que le pedían salir de Afganistán después de que un misil cayera muy cerca de la casa de médicos donde dormía. Las condiciones de seguridad habían cambiado por el inicio de la guerra de Irak. A los dos días de evacuar Kandahar, los Talibanes asesinaron a un amigo suyo, salvadoreño, colaborador de la Cruz Roja. 

Lo mismo tuvimos que hacer cuando se intensificaron los ataques a un campo de refugiados sirios en Líbano. En ambos casos, El Quincho sí admitió lo peligroso del asunto, pero días después de estar fuera de la zona de riesgo. 

Hace un par de años, mi papá y su pareja decidieron que era tiempo de vivir en España. De ser un médico rural en Guatemala, pasó a ser un médico rural en un centro de salud pública, perteneciente al Ministerio de Sanidad, en España. Allí también encontró una trinchera, mucha identificación con sus pacientes y un espacio para hacer su labor con amor y dedicación.

Los horarios, en su nueva consulta, paulatinamente se fueron llenando de un paciente extra, al día siguiente dos pacientes extra, al día siguiente tres pacientes extra. Hasta que su consulta se volvió casi tan multitudinaria como las de las comunidades en Guatemala. Lenta, pero maravillosamente se había corrido la voz  de su manera de atender a sus pacientes. Así que muchos decidieron llegar cuando a él le tocaba atender. Allí también ha recibido regalitos hermosos. Palabras cariñosas, sonrisas sanas, aceite de oliva de la zona, vino hecho por ellos o ellas, higos, uvas, galletas.

Cuando los casos de COVID-19 empezaron a inundar Madrid, a una hora y quince minutos de su pueblo en carro, hubo que activar nuevamente “el método”. Leer noticias de España diariamente, platicar con Ester para saber mejor de la situación y contrastarlo con su versión de primera mano. Y es impresionante cómo se apretujan todos los sentimientos encontrados en el pecho cuando una sabe de los casos de personal médico agotado, rebasado, contagiado. Dan ganas de hacerle una intervención como la que me ha tocado hacerle a lo largo de la historia de nuestra relación de padre-hija. Pedirle que salga de inmediato del frente peligroso en el que esta vez se dispuso a luchar. Pero ahora mismo, en esta situación sería tan anti ético de mi parte pedirle algo que además él jamás aceptaría. 

Efectivamente su trabajo, sumado al de su equipo conformado por 13 médicos/as y enfermeras/os ha sido importantísimo para su zona. Han logrado mantener el número de enfermos y defunciones relativamente bajo, a base de prevención y buena organización. Han detectado casos a tiempo y muchos de sus pacientes incluso han vencido la enfermedad.

Hoy mismo estuvimos chateando un poco: ¿Cómo estuvo tu día? Le escribí. Cansado, respondió. Le detecté una neumonía por COVID-19 a una mi paciente de Piedralaves. Tiene 80 años. Lo siento mucho, respondí. 

Mi papá es uno de los médicos luchando contra el COVID-19 en España donde se han  detectado más de 200 mil casos hasta ahora, y yo lo único que puedo hacer es escribirle un mensaje todas las mañanas deseándole la mejor de las suertes y un mensaje por las tardes para asegurarme que llegó bien a su casa. Escribir este artículo hablando de su enormes capacidades de amar al prójimo, hacer todo lo posible para aumentar a base de endorfinas sus defensas.

Mi papá es uno de los médicos luchando en el mundo contra el COVID-19 y no quiero que salga a la batalla un solo día sin saber cuánto lo admiro y cuánto valoro lo que están haciendo él y el resto de trabajadoras y trabajadores de la salud, para traer la luz en estos momentos tan oscuros. 

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